Aquellas primeras lecturas
Un profesor, don Pedro; la rivalidad intelectual con un amigo, Jos¨¦ F¨¦lix... El autor de 'Patria' rememora su hechizo con la literatura y el principal poso que le dej¨® ese largo proceso: el aprendizaje de la paciencia
De vez en cuando, le preguntan al escritor por sus lecturas tempranas, en concreto por las que ¨¦l considera que acaso le hayan dejado una huella m¨¢s honda en su manera actual de entender y practicar la literatura. Se lo pregunta una periodista durante una ronda de promoci¨®n, con la peque?a grabadora depositada encima de la mesa, entre las tazas de caf¨¦. O quiz¨¢ un lector desconocido, aprovechando que las redes sociales permiten una l¨ªnea de comunicaci¨®n directa entre los aficionados a los libros y quienes los escriben.
Para salir del paso, el escritor, que no quiere mostrarse descort¨¦s, le pide a su memoria que le sople r¨¢pidamente unos cuantos t¨ªtulos. La memoria resuelve como de costumbre no complicarse la vida y se limita a despachar el encargo hurgando en el caj¨®n que le queda m¨¢s a mano, el de sus preferencias. ?Qu¨¦ ocurre? Pues que le hace creer una vez m¨¢s al escritor que los libros de anta?o que con mayor vigor modelaron su personalidad fueron los que m¨¢s gusto le produjeron. El escritor, despu¨¦s, cuando se ha quedado solo, cree que esto no siempre es as¨ª; que quiz¨¢, salvo excepciones, rara vez es as¨ª.
Sucede que uno tiende a pensar, con no muy buen tino, que la experiencia lectora consiste en una acci¨®n llevada a cabo a espaldas de los hechos generales de la vida; acci¨®n que, adem¨¢s de requerir un grado considerable de soledad, depende o surge en exclusiva del contenido de lo que se lee. Esta creencia nos induce a incurrir en errores de apreciaci¨®n; en el peor de los casos, a cometer un fraude. Y as¨ª, alguna vez, mientras lo entrevistaban, el escritor se oy¨® citar a tres o cuatro cl¨¢sicos de la literatura universal como muestra de autores que lo hab¨ªan influido. ?Qu¨¦ m¨¢s quisiera! Ahora, acogi¨¦ndose a la cautela, prefiere precisar que las obras y los escritores por ¨¦l mencionados no son sino aquellos de los cuales le agradar¨ªa haber obtenido alg¨²n tipo de provecho, consciente como es de que no existe un instrumento que pueda medir tal cosa.
Al escritor se le figura un hecho de no peque?a relevancia para su formaci¨®n intelectual el descubrimiento de la experiencia po¨¦tica en los albores de la pubertad. En honor a la precisi¨®n, sabe que convendr¨ªa no confundir la idea del descubrimiento con la de una iluminaci¨®n s¨²bita, pues no hubo milagro ni siquiera en su versi¨®n m¨¢s humilde: el golpe de azar.
El escritor piensa que se trat¨® m¨¢s bien de una larga secuencia formativa cuyo comienzo acaso se remonte a las canciones que le cantaba su madre siendo ¨¦l un beb¨¦. A dichas canciones se sumaron despu¨¦s acertijos, consejas, coplas y otras golosinas verbales capaces de incentivar en la mente infantil una disposici¨®n placentera hacia los colores, las formas, los aromas, los sonidos¡
En los borrosos recuerdos del escritor (?ha pasado tanto tiempo!), un poema breve, incluido en un libro de texto y acompa?ado del dibujo de un hombre a caballo, se perfila como el principal desencadenante de su experiencia po¨¦tica. No es el ¨²nico, pero s¨ª el elegido al cabo de las d¨¦cadas por su memoria. En el aburrimiento de las clases, durante las ¨¢speras lecciones de aritm¨¦tica, sobre todo en las horas so?olientas del comienzo de la tarde, el futuro escritor posa una y otra vez la mirada furtiva en la Canci¨®n del jinete, de un tal Federico Garc¨ªa Lorca. C¨®rdoba, lejana y sola. Algo ten¨ªan aquellas palabras memorizadas sin esfuerzo, algo misterioso o intenso que atra¨ªa de continuo la atenci¨®n del colegial y golpeaba con fuerza su conciencia. A¨²n no se ha convertido en lector asiduo. Tal cosa suceder¨¢ m¨¢s tarde, cuando cambie de colegio; pero ya ha catado esa sustancia com¨²nmente llamada poes¨ªa, adherida a un modo determinado de articular el lenguaje al cual no tardar¨¢ en hacerse adicto.
Se cre¨® una competencia entre los alumnos, ya fuera por la cantidad de obras le¨ªdas, ya fuera por su grosor
El escritor se acuerda con agrado de un profesor de su siguiente colegio. Este hombre, don Pedro para m¨¢s se?as, trataba de los libros con entusiasmo. Y era aquel entusiasmo, asociado a un gozo que se manifestaba con intensidad en las facciones del docente, lo que el colegial ambicionaba para s¨ª, incluso al precio de tener que dedicar sus horas libres a una actividad aislante como es la lectura. El escritor est¨¢ convencido de que la b¨²squeda de tan singular hechizo, renovado de cuando en cuando ante ciertas obras, es uno de los hechos m¨¢s determinantes de su vida, hasta el extremo de que, aunque ¨¦l no es cr¨ªtico, en ocasiones redacta y publica recensiones sin m¨¢s prop¨®sito que compartir sus alegr¨ªas de lector con otras personas.
Don Pedro acostumbraba iniciar sus clases de Historia de la Literatura leyendo unos pasajes de Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach. As¨ª de simple, sin que lo le¨ªdo en voz alta tuviera relaci¨®n alguna con la lecci¨®n de la jornada. Frente a ¨¦l, una treintena de chavales silvestres, con las caras granujientas y los zapatos embarrados, armaba bulla. ?Por qu¨¦ insiste?, se preguntaba para s¨ª el futuro escritor. ?No se da cuenta de que el libro es un tost¨®n y los alumnos andan a lo suyo? Pero don Pedro, impert¨¦rrito, perseveraba en su rito diario. Con el tiempo, la repetici¨®n cre¨® un h¨¢bito de escucha en los alumnos. Y con el h¨¢bito llegaron, si no el inter¨¦s, al menos el respeto y el silencio.
El viejo profesor usaba de otra estratagema pedag¨®gica. Participaba a los alumnos sus propias lecturas por la v¨ªa de resumir el argumento de las sucesivas historias. No infrecuentemente los res¨²menes conten¨ªan un punto de jugosa picard¨ªa. Don Pedro dejaba los finales en el aire a fin de espolear la curiosidad de los chavales y prestaba libros. El futuro escritor recuerda haber le¨ªdo en pr¨¦stamo una novela de Miguel Delibes y alguna otra, ?cu¨¢l?, ni idea, de Ram¨®n J. Sender.
En el curso siguiente, previo al ingreso en la universidad, fue colocada una estanter¨ªa cerca de la puerta del aula, adosada a la pared del pasillo. En las baldas se alineaban libros tanto para lectores j¨®venes como para adultos. Vargas Llosa andaba por all¨ª. Y Juan Rulfo, nombre hasta la fecha nunca o¨ªdo. Y algo de Baroja. Y los cl¨¢sicos de siempre. Y Salgari. Y Horacio Quiroga. Y publicaciones ilustradas de fauna, antiguo Egipto y temas por el estilo.
El futuro escritor comprob¨® que este y el otro compa?ero se deten¨ªan ante la biblioteca de 40 o 50 vol¨²menes; que incluso, despu¨¦s de ojear alguno, se lo llevaban para leerlo en su casa. Puede que otro d¨ªa los oyera expresar sus impresiones de la lectura. De nuevo el hechizo, la seducci¨®n emanada de una historia, los frutos deleitosos de la inventiva humana. Poco a poco se estableci¨® una especie de competencia entre los alumnos, ya fuera por la cantidad de obras le¨ªdas, ya por su grosor. Daba prestigio haber podido con un tocho de 600 p¨¢ginas o con todos los t¨ªtulos de una fila. Durante un tiempo, la creciente afici¨®n a leer del futuro escritor se fundament¨® en la rivalidad sostenida con Jos¨¦ F¨¦lix, su mejor amigo. La lectura, s¨ª, impon¨ªa la reclusi¨®n en silencio; pero aquel era un estado preparatorio para el encuentro posterior en que acontec¨ªan el intercambio de experiencias, la complicidad en los gustos compartidos y el debate.
Don Pedro dejaba los finales en el aire a fin de espolear la curiosidad de los chavales y prestaba libros
Ya la periodista, terminada su tarea, se ha marchado y, con ella, el fot¨®grafo que la acompa?aba. El escritor ha decidido retirarse un rato a su habitaci¨®n del hotel antes de partir hacia la emisora de radio donde conceder¨¢ la siguiente entrevista. En el ascensor le ha venido de golpe la respuesta adecuada a la pregunta sobre el influjo de sus primeras lecturas. Lo tienta apretar el bot¨®n de parada, volver a la planta baja y tratar de alcanzar a la periodista en la calle para decirle que ahora lo ha visto claro, que el poso mayor que le dejaron aquellas lejanas lecturas de adolescencia fue el aprendizaje de la paciencia. El cual, a su vez, aveza a los hombres al disciplinado arte de hacer productiva y gustosa la lentitud, antesala de la serenidad, que, como dijo no se sabe qui¨¦n y, si no, lo dice el escritor, es premio del hombre sabio. El escritor lamenta que no se le haya ocurrido esto antes.
D¨ªas m¨¢s tarde, de vuelta en casa, ha buscado los libros con los que empez¨® a formar su biblioteca. Hojea el Quijote, le¨ªdo como deber escolar, sin entenderlo ni disfrutarlo, a la edad de 12 a?os. Abre las Rimas de B¨¦cquer y halla en una de ellas un verso, ?por qu¨¦ raz¨®n?, subrayado. Y entre las p¨¢ginas de Miguel Strogoff, dos sellos con la efigie de Franco. Y en el Viaje a la Alcarria, una lista de vocabulario: levantisco, rostral, signatario, renuente. Palabras que confer¨ªan al escritor, antes de serlo, en el trato con sus compa?eros, un sutil poder. Palabras que no eran s¨®lo palabras, sino munici¨®n de la sensibilidad y del intelecto para toda la vida.
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