La risa de E?a de Queiroz
No hay un novelista que se haya re¨ªdo tan libremente como el portugu¨¦s del beater¨ªo cat¨®lico y de las ridiculeces de una religiosidad mezquina
Hay para¨ªsos practicables, para¨ªsos inesperados y accesibles, para¨ªsos terrenales al alcance casi de cualquiera, espacios y habitaciones de tiempo que se abren de golpe y que no necesitan durar mucho para colmar las horas o los d¨ªas que ocupan. Cuando era joven, me intrigaba mucho eso que dice Borges no recuerdo d¨®nde, que no hay d¨ªa en que no pasemos al menos unos momentos en el para¨ªso. De joven, uno tiene una predilecci¨®n literaria y a veces insensatamente literal por los infiernos. Ahora, cada vez que me encuentro en ese estado de serenidad, de j¨²bilo contenido y muchas veces secreto, me acuerdo de aquellas palabras sabias de la vejez de Borges, y me doy cuenta de que las aficiones contemplativas favorecen mucho esas epifan¨ªas. (Procuro eludir la palabra ¡°experiencia¡± porque los publicitarios la han vuelto al mismo tiempo omnipresente y a estas alturas ya casi deleznable).
Un contemplativo no es un m¨ªstico. Es alguien que se queda extasiado de pura atenci¨®n ante una maravilla cualquiera del mundo exterior: un r¨ªo, la gente que pasa tras las ventana de un caf¨¦, un cuadro, un ¨¢rbol, una pieza de m¨²sica, la belleza de alguien, el extrarradio de una ciudad despleg¨¢ndose en la ventanilla de un tren, la tipograf¨ªa de un cartel, el reflejo de la calle en un escaparate, un libro. La afici¨®n por la lectura favorece m¨¢s todav¨ªa el descubrimiento de los para¨ªsos accesibles. Dice Don DeLillo que la literatura es un oficio muy conveniente, porque se puede ejercer en cualquier sitio y con los materiales m¨¢s usuales y m¨¢s baratos, una hoja de papel y un l¨¢piz. En este mundo de complicados para¨ªsos tecnol¨®gicos, la lectura es m¨¢s llevadera todav¨ªa. En cualquier ciudad civilizada hay no solo bibliotecas p¨²blicas y librer¨ªas abundantes, sino tambi¨¦n puestos callejeros en los que por uno o dos euros o d¨®lares se pueden conseguir las obras m¨¢s raras, las mejores ediciones de toda la literatura universal. Con un libro que puede haberte costado menos que una cerveza tienes la posibilidad de horas extraordinarias de inmersi¨®n en un mundo que ser¨¢ todav¨ªa m¨¢s deslumbrante y m¨¢s saludable para ti porque te forzar¨¢ a prestar atenci¨®n a historias que no tienen nada que ver contigo, ni con tus amigos en las redes sociales, ni con tu ¨¦poca, ni con nada que te halague y te confirme en tus prejuicios y tu narcisismo y te convenza de que vives en el centro del mundo y en la cima del tiempo, y que desde esa posici¨®n puedes mirar con condescendencia, con l¨¢stima, incluso con desprecio, a todos los que han nacido antes que t¨², lo mismo tus padres que los romanos del tiempo de Augusto. Otro rasgo fundamental de estos para¨ªsos es que solo se encuentran por azar. En eso se diferencian tambi¨¦n de los para¨ªsos de las agencias de viajes. Uno tiende a organizar demasiado sus lecturas, o a dejarse guiar por lo que parece urgente leer en un momento dado: el azar impone correctivos saludables, porque te saca de tus obsesiones y de tus inercias, y te hace perderte por un inesperado camino lateral que resulta ser mucho m¨¢s estimulante que el de lo premeditado.
He tenido un para¨ªso inesperado de lector volviendo por puro azar a las novelas de E?a de Queiroz
Cuando Stendhal era un ni?o de luto porque acababa de morir su madre y su padre era un sombr¨ªo integrista que lo llev¨® a vivir con ¨¦l en una casa l¨®brega, descubri¨® por casualidad, entre los tomos severos de la biblioteca paterna, una edici¨®n ilustrada de Don Quijote. Sin saber lo que era aquel libro, guiado solo por las ilustraciones, se puso a leerlo. Toda su vida record¨® con gratitud que la primera vez que solt¨® una carcajada despu¨¦s de la muerte de su madre fue leyendo Don Quijote.
Me he acordado de esas carcajada de Stendhal imaginando, escuchando, la que suena en un momento de La ciudad y las sierras, la gran novela p¨®stuma de E?a de Queiroz. El protagonista, un arist¨®crata portugu¨¦s que vive en Par¨ªs ensombrecido por la depresi¨®n y la hartura de tenerlo todo, de poseer y manejar todas las novedades del lujo y la tecnolog¨ªa de entonces, se r¨ªe a carcajadas por primera vez hacia la mitad de la novela leyendo un Don Quijote que ha encontrado tambi¨¦n por casualidad, porque un contratiempo de viaje lo ha privado de todos los libros que tra¨ªa preparados consigo.
Yo he tenido un para¨ªso inesperado de lector volviendo por puro azar a las novelas de E?a de Queiroz, que me han gustado siempre tanto, y a las que hac¨ªa mucho que no regresaba. Estaba en otras lecturas muy lejanas. Pero una tarde, en el invierno suave de Lisboa, en la biblioteca de un hotel muy recogido, lo bastante anacr¨®nico para tener una biblioteca y no tener m¨²sica ambiental, he encontrado una hilera con las obras de E?a, en vol¨²menes de bolsillo, de tapa dura, antiguos, con las tapas de tela azul, con p¨¢ginas de tipograf¨ªa clara y anchos m¨¢rgenes. La biblioteca ten¨ªa una terraza que daba al r¨ªo y a los muelles de Alc¨¢ntara. Tambi¨¦n ten¨ªa unos sillones de cuero perfectos para la lectura, con los brazos muy rozados por generaciones de hu¨¦spedes lectores. Algunas ma?anas, el r¨ªo y los tejados de la ciudad y el horizonte desaparec¨ªan en la niebla. Otras, el aire limpio y el sol lo volv¨ªan todo transparente y exacto, como reci¨¦n lavado. Yo pasaba horas leyendo La ciudad y las sierras, estremecido por esa maestr¨ªa a la vez jubilosa y ¨¢cida de E?a de Queiroz, un novelista que tiene la alegr¨ªa del joven Dickens de los Pickwick Papers, la desmesura c¨®mica de Cervantes, la agudeza quir¨²rgica en la observaci¨®n social de Flaubert y Zola; y adem¨¢s una desverg¨¹enza er¨®tica y una irreverencia religiosa que no tiene equivalencia en el siglo XIX, y que viene m¨¢s bien de los enciclopedistas y los libertinos del XVIII, de Diderot y Choderlos de Laclos, con un amor id¨¦ntico por los placeres terrenales y por la libertad de esp¨ªritu.
Vuelvo en el avi¨®n para Madrid, acord¨¢ndome del para¨ªso lector que he dejado en esa biblioteca de Lisboa, donde termin¨¦ de leer La ciudad y las sierras con esa rara melancol¨ªa de despedida de un mundo con la que se cierran las mejores novelas. Pero una parte del para¨ªso la traigo conmigo, porque vengo leyendo La reliquia. No hay un novelista que se haya re¨ªdo tan libremente como E?a de Queiroz del beater¨ªo cat¨®lico y de las ridiculeces de una religiosidad mezquina y milagrera.
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