Eso era todo
En los ochenta nos avergonz¨¢bamos de Naranjito o Ruperta. Ese era el nivel de parte de la pintura de moda en Nueva York que canoniza el Whitney
De lejos todo es m¨¢s. A diferencia de la mirada, la imaginaci¨®n agranda el tama?o de las cosas seg¨²n van alej¨¢ndose. En los a?os ochenta muchos j¨®venes con antojos o ambiciones de modernidad quer¨ªamos mirar lo m¨¢s lejos que fuera posible porque lo que ten¨ªamos cerca lo ve¨ªamos peque?o y estrecho, lo mismo nuestras vidas que nuestras ciudades. Cuanto m¨¢s distantes los resplandores, m¨¢s nos deslumbraban. Ven¨ªamos del agobio de lo cerrado, lo consabido y lo aut¨®ctono. En los ¨²ltimos setenta, en los primeros ochenta, el mundo se abr¨ªa delante de nosotros de par en par, pero casi todo lo que nos mostraba sol¨ªa encontrarse muy lejos, tan fuera de nuestro alcance que se confund¨ªa con las f¨¢bulas de nuestra imaginaci¨®n, o con las historias de las pel¨ªculas y los libros. Ven¨ªamos del vasallaje hacia el pasado, impuesto en parte por la dictadura, en parte por nuestra l¨ªcita nostalgia republicana. El futuro lo hab¨ªamos concebido sobre todo como irrupci¨®n ut¨®pica, como la llegada de un para¨ªso intemporal. La democracia, sobre todo cuando se pas¨® el miedo al golpe militar y el primer Gobierno socialista consolid¨® una normalidad inusitada, era un presente respirable que no hab¨ªamos conocido nunca. Por primera vez en nuestras vidas no est¨¢bamos uncidos a un pasado f¨®sil ni condenados a una espera de incertidumbre o de esperanza apocal¨ªptica.
Entre la gente inquieta apenas exist¨ªa entonces la adhe?si¨®n a lo identitario y lo propio y lo cercano que llegar¨ªa luego. Era leg¨ªtimo, y habitual, detestar el sitio donde uno hab¨ªa nacido o donde le hab¨ªa tocado vivir, y manifestar el deseo de irse de all¨ª a toda prisa y no volver nunca. El orgullo local, el amor por las tradiciones, era una cosa de juegos florales franquistas, de coros y danzas. Lo moderno era amar lo lejano y marcharse en su busca, o si no se marchaba uno, por falta de posibles, recrearlo en su vida, en su manera de vestir, en los bares a los que acud¨ªa. Hasta en las m¨¢s lejanas capitales de provincia y cabezas de comarca hab¨ªa bares nocturnos que eran como t¨²neles virtuales de huida, maquetas esforzadas y en general menesterosas de lo que la imaginaci¨®n nos aseguraba que exist¨ªa en el mundo lejano, en el mundo real. Se pod¨ªa ser cosmopolita sin salir de tu provincia abrigada escuchando m¨²sica pospunk y bebiendo ginebra de garraf¨®n hasta las tantas entre la niebla de Ducados y Fortuna de un bar que se llamara, por ejemplo, Skyline, o Baltimore, o La Factory. Las lejan¨ªas sucesivas provocaban grados diversos de agigantamiento. La noche de Granada era legendaria vista desde la noche de Ja¨¦n, pero en la noche de Granada los m¨¢s fantasiosos a?oraban la noche de Madrid, y la noche de Madrid estaba llena de gente que cimentaba su prestigio en el hecho, cierto o inventado, de su conocimiento personal de la noche de Londres o de Nueva York.
En estas fantas¨ªas los pintores destacaron mucho m¨¢s que los literatos. Un libro, m¨¢s o menos, se puede leer en cualquier parte. Hab¨ªa internacionalistas heroicos de la literatura que sin salir de su comarca ni apartarse de un trabajo administrativo se desvelaban cada noche desentra?ando?Absal¨®n, Absal¨®n! o Finnegans Wake. Pero la pintura, su gloria, su resplandor, estaba en un solo sitio, en Nueva York, en las galer¨ªas del Soho, y los pintores que reinaban all¨ª, a diferencia de los maestros severos y anticuados de la abstracci¨®n, triunfaban de una manera mundanal, imp¨²dica, con una desenvoltura en el ejercicio y el disfrute de la celebridad que era la herencia de Andy Warhol.
Era leg¨ªtimo, y habitual, detestar el sitio donde uno hab¨ªa nacido o donde le hab¨ªa tocado vivir, y manifestar el deseo de irse de all¨ª a toda prisa y no volver nunca
Por eso no hac¨ªa falta ser pintor para tenerle envidia a Miquel Barcel¨®. Al menos yo se la ten¨ªa, tan mezclada con la admiraci¨®n que casi no lo notaba. Barcel¨® era mallorqu¨ªn de Felanitx, que era tal vez m¨¢s grave que ser andaluz y de Ja¨¦n, y ten¨ªa mi misma edad, pero su nombre ya arrastraba tras de s¨ª, como la cola de un cometa, otros nombres resplandecientes en la lejan¨ªa: Nueva York, el Soho, Leo Castelli. Saber que el galerista de Barcel¨® en Nueva York se llamaba Leo Castelli y dejar caer con naturalidad su nombre ya era un modesto logro de cosmopolitismo. No solo la vida estaba rimbaudianamente en otra parte: la pintura, en los a?os ochenta, estaba en Nueva York.
As¨ª que he sentido una cierta aprensi¨®n generacional cuando iba al nuevo Whitney a ver Fast Forward: Painting from the 1980s. C¨®mo ser¨¢ de cerca lo que brillaba tanto desde muy lejos. Iba al museo acord¨¢ndome de mis amigos pintores de entonces. Tantas fantas¨ªas de viajes imposibles, de contemporaneidad verdadera ganada a pulso; tanta melancol¨ªa de quedarse siempre en lo pr¨®ximo, en lo apocado, en lo que no llega a brillar por mucho talento y entrega que se le ponga.
Salvo tres o cuatro obras de m¨¦rito, la exposici¨®n es lamentable. Es lamentable por lo mezquinamente que est¨¢ hecha y por la mediocridad de la mayor parte de las obras que se muestran en ella. En los ochenta, en Nueva York, se ve que hubo una gran capacidad para pintar cuadros que fuesen al mismo tiempo enormes e ¨ªnfimos: grandes extensiones de ¨®leo o acr¨ªlico desparramados como engrudo, en muchos casos con una pululaci¨®n de bichejos como marcianos con trompetillas, o como monigotes de plastilina animada. Un lienzo gigante de Julian Schnabel me hizo acordarme de algo que dijo sobre ¨¦l Robert Hughes: que mirar sus cuadros era como tener delante el torso hipertrofiado y aceitoso de Sylvester Stallone. En aquellos a?os nosotros nos avergonz¨¢bamos de ciertas vulgaridades de dise?o que nos parec¨ªan bochornosamente propias del paletismo visual espa?ol: cosas atroces como el mu?eco Naranjito, la calabaza Ruperta, el p¨¢jaro Curro de la Expo de Sevilla, etc¨¦tera. Ese es el nivel de una parte de la pintura que estaba de moda entonces en Nueva York, y que ahora canoniza el Whitney. Hay algunos cuadros buenos: no son mejores, ni m¨¢s originales, que mucho de lo que se pintaba entonces en Espa?a.
Claro que hay un Basquiat, uno solo. Est¨¢ mal situado, y con un fondo confuso, pero no importa. Es una presencia magn¨¦tica que borra todo lo dem¨¢s. Por ver esos cuadros fulgurantes que estaba pintando entonces Jean-Michel Basquiat s¨ª que habr¨ªa valido la pena venir a Nueva York en los a?os ochenta.
Fast Forward: Painting from the 1980s¡¯. Whitney Museum of American Art. Nueva York. Hasta el 14 de mayo.
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