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viajes

Jaur¨ªa a bordo

La buena literatura de viajes sigue siendo buena y sigue atrayendo a un p¨²blico culto, a veces un tanto nost¨¢lgico

Viajeros a la espera de subir a un avi¨®n.
Viajeros a la espera de subir a un avi¨®n.REUTERS

Como ha mostrado Jacinto Ant¨®n hace poco en un interesante ensayo (Babelia, 13 de abril de 2017), el turismo podr¨ªa acabar para siempre con la literatura de viajes. No lo parece. La buena literatura de viajes sigue siendo buena y sigue teniendo un p¨²blico. En El turista desnudo, Lawrence Osborne certifica la muerte del viaje, s¨ª, pero lo hace de una forma aguda y literaria. Muchos otros libros que recomienda Ant¨®n siguen atrayendo a un p¨²blico culto, a veces un tanto nost¨¢lgico. La lista que ofrece no tiene desperdicio. Podr¨ªa haber a?adido A lo largo del camino. Notas y ensayos de un turista (Interfolio, 2017) de Aldous Huxley, un fant¨¢stico diario de un viaje en Citro?n por la Europa de los a?os veinte, o las c¨¢usticas memorias de Henry Miller cuando en 1939 recorre los Estados Unidos tambi¨¦n en coche despu¨¦s de pasar diez a?os en Par¨ªs (Una pesadilla con aire acondicionado, Navona, 2013).

A cada cual le vendr¨¢n a la cabeza otros t¨ªtulos. Yo a?adir¨ªa los libros de Jon Krakauer (y especialmente Hacia rutas salvajes) porque revel¨® como nadie el horror en que se convertir¨ªa el ascenso organizado a grandes cimas, pero tambi¨¦n la ingenuidad de quien cree que el mundo organizado es intr¨ªnsecamente malo y emprende un absurdo viaje hacia una idealizada madre naturaleza que resulta m¨¢s cruel de lo previsto. Tambi¨¦n el viaje por Estados Unidos de Iain Sinclair, American Smoke. Viajes al final de la luz (Alpha Decay), que en el fondo es un regreso al pasado y que mezcla dosis ingentes de referencias culturales con una percepci¨®n alucinada del entorno.

Desde luego, la burgues¨ªa culta que se siente a¨²n cosmopolita se resiste a perder el dulce encanto que le procura el viaje. El arte de viajar (Taurus, 2002) de Alain de Botton es un perfecto manual para almas bellas y en Teor¨ªa del viaje (Taurus, 2016) Michel Onfray est¨¢ tan preocupado por evocar sentimientos sutiles que acaba aburriendo. Botton integra el viaje en su ¡°escuela de la vida¡±, una empresa que te ense?a c¨®mo perseguir la felicidad sin rebajarte a los turoperadores de bajo coste. Onfray subtitula a su libro Po¨¦tica de la geograf¨ªa, o sea, deja la econom¨ªa de la geograf¨ªa para los soci¨®logos amargados, y reivindica un viaje al servicio de los sencillos placeres de la vida (esos dichosos placeres que, en el fondo, son los m¨¢s caros de pagar para la mayor¨ªa).

La burgues¨ªa culta que se siente a¨²n cosmopolita se resiste a perder el dulce encanto que le procura el viaje

La masificaci¨®n de los viajes y la industria del turismo est¨¢n relacionadas directamente con la din¨¢mica del nuevo capitalismo. Los estudios sobre este asunto son demasiado numerosos y buena parte de la sociolog¨ªa del ocio y del turismo revela datos que quitan el sue?o, como si formaran parte de una nueva historia de Roberto Saviano. Probablemente, el sistema totalitario basado en el turismo que J. G. Ballard imagin¨® en un cuento de 1989, El parque tem¨¢tico m¨¢s grande del mundo, ya se ha hecho realidad. (Ballard, recu¨¦rdese, verane¨® en la costa espa?ola, en Alicante, en los a?os sesenta. El turismo de entonces no ten¨ªa nada que ver con el de ahora, pero debi¨® de percibir s¨ªntomas suficientes para imaginar la grotesca pesadilla econ¨®mica que recrea el cuento). Fredric Jameson ha dicho que es m¨¢s dif¨ªcil imaginar el fin del capitalismo que el fin del mundo, pero lo verdaderamente dif¨ªcil de imaginar es el fin del turismo. En Abecedario zombi. La noche del capitalismo viviente (El Salm¨®n Contracorriente) Carolina Meloni y Julio D¨ªaz ofrecen una ingeniosa topograf¨ªa del horror que incluye centros comerciales, complejos tur¨ªsticos y resorts hoteleros. Pod¨ªan haber incluido los aeropuertos con sus hordas descontroladas de pasajeros. El low cost puede que haya supuesto el adi¨®s a los libros de viajes tal como los entendemos, pero tambi¨¦n ha abierto nuevas posibilidades para lo que Susan Sontag llam¨® en su d¨ªa ¡°imaginaci¨®n del desastre¡± o para una nueva y fascinante literatura del capitalismo catastr¨®fico y siniestro. A finales de los a?os noventa Foster Wallace se subi¨® a un crucero y escribi¨® una de sus mejores y m¨¢s delirantes obras, Algo supuestamente divertido que nunca volver¨¦ a hacer (Random House Mondadori), pero si hoy siguiera vivo probablemente escribir¨ªa m¨¢s sobre algo supuestamente horroroso que siempre volvemos a hacer: subirnos a un avi¨®n.

El tren, el autob¨²s y el coche cambiaron para siempre la forma de viajar de las masas, pero la aviaci¨®n comercial y los vuelos ch¨¢rter marcaron la diferencia. De peque?itos nos llevaban al aeropuerto a ver c¨®mo despegaban y aterrizaban aviones, y a pegar la cara contra una maqueta del propio aeropuerto. A algunos ni se nos pasaba por la cabeza que pudi¨¦ramos llegar a subir a un avi¨®n de verdad. Nos imagin¨¢bamos perfectamente dentro de la maqueta, pero no dentro de la realidad. Nos consider¨¢bamos imb¨¦ciles de nacimiento y aquella vida a gran altura nos parec¨ªa demasiado lejana, como la de la gente que esquiaba, o que ten¨ªa casas en la costa. Pero al cabo de bastantes a?os acabamos embarcando en aviones porque los vuelos se abarataron y porque disfrutamos de becas de estudios con las que pagarlos. Los aeropuertos nos parec¨ªan sitios muy organizados y con tiendas caras, y los aviones, medios de transporte bastante acogedores. Aunque no sab¨ªas d¨®nde meter tus piernas, los auxiliares te ofrec¨ªan una mantita, te atend¨ªan si hac¨ªas saltar una luz y te sonre¨ªan por cualquier cosa. Pero no nos acostumbramos del todo a semejantes comodidades, y ten¨ªamos que disimular nuestro asombro entre viajeros que parec¨ªan haberse desplazado en avi¨®n desde ni?os (o que simulaban haberlo hecho). No nos acab¨¢bamos de creer que estuvi¨¦ramos all¨ª y los dem¨¢s se daban cuenta. ?ramos gente de poco mundo (pero ?c¨®mo ¨ªbamos a serlo antes de volar?).

Mi primer vuelo fue nacional, en compa?¨ªa de un amigo amante de la ¨®pera que muri¨® en los ochenta. Despu¨¦s de atarme el cintur¨®n, le confes¨¦ que era la primera vez que volaba y me dijo: ¡°?Pero c¨®mo puedes tom¨¢rtelo as¨ª, tan tranquilo! ?Esto es la leche!¡±, y me solt¨® una charla sobre c¨®mo el aire sosten¨ªa el avi¨®n y la cantidad de combustible que consum¨ªa al despegar. La aeron¨¢utica parec¨ªa apasionante, pero yo segu¨ªa m¨¢s concentrado en la etiqueta, o sea, en actuar con la debida normalidad. Me segu¨ªa preocupando m¨¢s si el billete estaba ya pagado por la instituci¨®n que nos enviaba como periodistas a un festival de m¨²sica que por la seguridad del dichoso vuelo (aunque de repente record¨¦ las v¨ªctimas de horrorosos accidentes a¨¦reos en Espa?a). Recuerdo que a la vuelta de aquel vuelo se anunci¨® que hab¨ªa retraso por simples problemas t¨¦cnicos con ¡°una pieza¡± del avi¨®n y un cr¨ªtico musical dijo con sorna: ¡°Esperemos que no lo arreglen con papel celo¡±.

La masificaci¨®n de los viajes y la industria del turismo est¨¢n relacionadas directamente con la din¨¢mica del nuevo capitalismo

Curiosamente, a?os despu¨¦s conoc¨ª a un ingeniero aeron¨¢utico que acab¨® de controlador a¨¦reo y que me explic¨® la cantidad de veces que los aviones despegan parcheados con trozos de una especie de cinta americana; tambi¨¦n, que para probar la resistencia de las ventanillas se lanzaban pollos contra ellas. Durante a?os vol¨¦ pensando en p¨¢jaros estrellados y adhesivos despegados, pero sobre todo en el dinero, en el que ahorraba la gente para poder volar y en todo el que mov¨ªan las compa?¨ªas conforme el volumen del tr¨¢fico a¨¦reo aumentaba a ritmo descomunal.

Tambi¨¦n descubr¨ª que los viajes en Estados Unidos son diferentes. Algunos incidentes fueron muy desagradables, pero otros tuvieron su gracia, como salir de La Guardia hacia Ithaca bajo una terrible lluvia en una avioneta tan peque?a que cuando una encantadora azafata obesa (que recordaba a una cantante de g¨®spel) se desplazaba por el pasillo, el avi¨®n oscilaba peligrosamente. Cuando el avi¨®n logr¨® superar las oscuras nubes y un cielo iluminado se abri¨® ante nosotros, el piloto nos invit¨® a contemplar el Sol de poniente con tono de telepredicador. Una hora antes, en la terminal del aeropuerto, un religioso negro se empe?¨® en venderme una Biblia, y cuando le dije que era ateo, me persigui¨® con mala cara por varios pasillos hasta que lo despist¨¦ escondi¨¦ndome detr¨¢s de una m¨¢quina de bebidas y snacks.

El percance m¨¢s surrealista fue dejar tirado en Detroit a un vuelo que no pudo aterrizar en Nueva York por una espantosa tormenta de nieve que casi derriba el avi¨®n. La compa?¨ªa sab¨ªa que no llegar¨ªamos a tiempo de esquivarla, y que acabar¨ªamos desviados a dios sabe d¨®nde. Cuando la gente intent¨® salir de Detroit no hab¨ªa forma: era una ratonera, el pa¨ªs entero estaba bloqueado, sin vuelos ni transporte terrestre, sin coches para alquilar. Pero alguien descubri¨® por Internet (?ya exist¨ªa!) que si se reun¨ªan dos mil d¨®lares (o m¨¢s, no recuerdo bien la cantidad) se pod¨ªa fletar un autob¨²s y traerlo desde la otra punta del pa¨ªs para recogernos en Detroit y llevarnos hasta Nueva York a trav¨¦s de largas y oscuras carreteras heladas. Despu¨¦s de que junt¨¢ramos un mont¨®n de d¨®lares en una bolsa, y lo pag¨¢ramos por Internet, un misterioso autob¨²s blanco apareci¨® horas despu¨¦s. Conducido por un ¨²nico ch¨®fer negro, al que mantuvimos despierto toda la noche con vasitos de caf¨¦, el fantasmal autob¨²s nos sac¨® finalmente de all¨ª (no estoy alucinando: el actor Gabino Diego puede confirmarlo, porque viajamos juntos y a¨²n me debe dos d¨®lares que le pas¨¦ a media noche en una gasolinera de carretera para comprarse alguna porquer¨ªa con la que matar el hambre).

A la clase media ya se le deja viajar en aviones, pero en realidad nunca viajar¨¢ tranquila, no porque desconf¨ªe de la seguridad a¨¦rea, sino porque no conf¨ªa en su seguridad en tierra, la que genera la escasez econ¨®mica

Lo m¨¢s impresionante de aquel incidente fueron dos cosas: que despu¨¦s de reunir el bote se le entreg¨® el dinero en efectivo a un padre de familia solvente que dispon¨ªa de una tarjeta de cr¨¦dito con margen suficiente para pagar el autob¨²s, y segundo, la angustia y miedo con que una se?ora me dijo (como si yo fuera un ayudante de Schindler): ¡°Por favor, se?or, m¨¦tame a m¨ª y a mis hijos en la lista del autob¨²s¡±. Poco m¨¢s tarde, cuando corri¨® la voz de que no quedaban m¨¢s asientos libres en el autob¨²s, algunas personas que figuraban en los ¨²ltimos puestos de la lista empezaron a empujarse e insultarse. Eran navidades y mucha gente lloraba desconsoladamente tirada por los suelos al descubrir que los pocos d¨ªas que ten¨ªan libres hab¨ªan sido borrados por la tormenta. Estados Unidos no es un pa¨ªs para viejos, pero ese d¨ªa me di cuenta a qu¨¦ velocidad envejece la gente joven con un trabajo de mierda con apenas unos miserables d¨ªas de vacaciones. Recuerdo viajes con an¨¦cdotas de locos y situaciones bastante tensas (sobre todo, durante interrogatorios y revisiones en puestos aduaneros), pero comparados con las peripecias de algunos amigos en sus viajes por Latinoam¨¦rica, Medio Oriente, Asia y ?frica, todos ellos fueron un pase¨ªto, as¨ª que mejor dejarse de historias.

Al cabo del tiempo, eso s¨ª, descubr¨ª una diferencia curiosa entre la clase de viajero que sufre pensando que va a perder un vuelo o que se lo van a cancelar, y la clase que vive el viaje con parsimonia y que cuando no puede subir a un avi¨®n no se le viene el mundo encima. A la clase media ya se le deja viajar en aviones ¨Cpens¨¦ muchas veces¨C, pero en realidad nunca viajar¨¢ tranquila, no porque desconf¨ªe de la seguridad a¨¦rea, sino porque no conf¨ªa en su seguridad en tierra, la que genera la escasez econ¨®mica, la estrechez del presupuesto, la del endeudamiento imprevisto, la de un ocio insostenible, la de la alegr¨ªa que en realidad no se pod¨ªa permitir, la de las vacaciones imposibles. En comparaci¨®n con la clase trabajadora pobre que llega a endeudarse hasta el cuello para emigrar en busca de una vida mejor o para reencontrarse con sus familiares alejados, la clase media sigue siendo una clase privilegiada. En comparaci¨®n con la clase superior, en cambio, no es tanto una clase depauperada como una clase rid¨ªcula, pat¨¦tica. Los ricos se tienen que partir de risa al ver al pasaje de clase turista correr como locos hacia el avi¨®n luchando por un compartimento en cabina para que la maletita no se baje a bodega. Tambi¨¦n tienen que disfrutar cuando ven a los pobres auxiliares de vuelo arrastrando el carrito de comida por el pasillo, mientras algunos pasajeros piden paso o saltan por donde sea para llegar hasta el ba?o antes de mearse encima. Se reir¨ªan a¨²n m¨¢s si supieran con cu¨¢ntas horas de antelaci¨®n se presenta mucha gente en el aeropuerto, obsesionada con que un imprevisto en la carretera, en la l¨ªnea de cercan¨ªas o en el autob¨²s haga perder un vuelo y le ocasione un descalabro econ¨®mico y emocional de ¨®rdago.

Los billetes cada d¨ªa son m¨¢s baratos, desde luego, pero no se paga solo el precio de un billete. Cuando se compra un billete basura tambi¨¦n se paga el precio de convertir un viaje en una fren¨¦tica y absurda carrera contra el azar. Las contingencias viajando, est¨¢ claro, son un lujo que no todo el mundo se puede permitir. Tratar de viajar sin que pase nada es la met¨¢fora perversa de una sociedad hip¨®crita que tacha al ¡°retrasado¡± de d¨¦bil, de poco adaptado, de poco organizado, o de perdedor.

Desde hace a?os la clase turista disimula mucho peor su barbarie, su deseo de supervivencia a cualquier precio

No se trata, por tanto, de un empobrecimiento econ¨®mico de la clase media, sino de su envenenamiento moral, de una aut¨¦ntica vuelta a la ley de la selva. La misma clase que lucha en Internet por ofertas de viaje m¨¢s baratas, pero vuela angustiada por posibles costes imprevistos, es la misma que puede llegar a pasar por encima de todo, de pisotear a sus iguales y, llegado el caso, de masacrarse sin piedad a s¨ª misma. Desde hace a?os la clase turista disimula mucho peor su barbarie, su deseo de supervivencia a cualquier precio. Los modales y la compostura cada vez ocultan peor terribles instintos b¨¢sicos. No entiendo del todo por qu¨¦ se habla tanto de la crueldad de United Airlines con el viajero que se neg¨® a bajarse del avi¨®n. Lo de los servicios y cuerpos de seguridad aeroportuaria no tiene ninguna gracia, y si no que se lo pregunten a los inmigrantes, aunque ser¨ªa muy injusto meter a todos ellos en el mismo saco. Hay profesionales encomiables y, en realidad, lo que cada d¨ªa da verdadero miedo no es la tensi¨®n que provocan las compa?¨ªas con tanto retraso y overbooking, o la severidad de muchos protocolos de seguridad, no, lo alarmante es la encarnizada lucha de la propia clase turista contra s¨ª misma. En una escena de una novela de Don DeLillo (La estrella de Ratner), un personaje dice a otro en un avi¨®n que la esencia del viaje es que, sonriendo a desconocidos, se libera un mont¨®n de simpat¨ªa reprimida. Hoy d¨ªa parece que las buenas caras s¨®lo sirven para ocultar lo contrario: un odio latente.

En esto ¨Cme temo¨C los turistas espa?oles llevan cierta ventaja. Si no hay m¨¢s sangre en los aeropuertos es porque, milagrosamente, se logra embarcar a los col¨¦ricos pasajeros y porque se impide que aniquilen a alg¨²n pobre operario de la compa?¨ªa. No exagero: despu¨¦s de seis o siete horas de retraso, he visto a hordas de pasajeros perseguir a trabajadores (mal pagados y desinformados al frente de las puertas de embarque) a los que querr¨ªan linchar. Cualquier d¨ªa los antidisturbios tendr¨¢n que poner orden en un aeropuerto espa?ol. ?O lo han hecho ya? Lo mismo no me he enterado. Supongo que somos as¨ª, temperamentales. Pero da miedo. Quiz¨¢s AENA deber¨ªa pensar en fumigar alg¨²n gas tranquilizador sobre los pasajeros espa?oles. En aeropuertos extranjeros no hace falta esforzarse para encontrar la puerta de embarque de un vuelo hacia Espa?a: solo hay que dejarse llevar por el o¨ªdo y acercarse a una zona donde la gente hable a gritos. Sin embargo, los chillidos y alaridos que se pueden escuchar en una sala de espera despu¨¦s de un retraso m¨¢s largo de lo previsto o de una cancelaci¨®n pueden resultar m¨¢s aterradores y alarmantes que los de una pel¨ªcula de zombis. La cuesti¨®n actual ya no es un ir¨®nico ¡°aterriza como puedas¡±, sino un feroz ¡°embarca como sea¡±.

Despu¨¦s de ver Sully, de Clint Eastwood, mantuve divertidas conversaciones con amigos. Comparamos el esp¨ªritu estadounidense de cooperaci¨®n con el car¨¢cter espa?ol (casi como en el Club de la Comedia) pero luego tuve una pesadilla. So?¨¦ que sal¨ªamos de Barajas y se incendiaban los dos motores del avi¨®n. El piloto no pod¨ªa dar la vuelta e intentaba llegar hasta aeropuertos cercanos, pero al final solo lograba amerizar en Madrid R¨ªo, que tiene mucha menos agua que el Hudson. Lo llamativo es que al salir de la cabina de mando para ayudar a evacuar al pasaje, el piloto descubr¨ªa que buena parte de los pasajeros se hab¨ªan matado los unos a los otros. El sue?o, sin duda, era cine espa?ol, no americano. Es como si lo hubiera filmado Alex de la Iglesia y en vez de llamarse La comunidad o El bar, se titulara El avi¨®n. Tambi¨¦n pod¨ªa ser una escena de un cap¨ªtulo de una nueva serie espa?ola de zombis, pero de bajo presupuesto.

Ram¨®n del Castillo es profesor de Filosof¨ªa y Estudios Culturales en la UNED.

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