Eduardo Arroyo, amo y se?or de todos los sombreros
Supo muy pronto que los caminos del arte estaban empedrados de alardes dada¨ªstas que muchas veces se quemaban como bengalas de colores
Era ya entonces simplemente un joven inquieto e inconformista, a quien el tedio de aquella Espa?a de los a?os 50 del siglo pasado, m¨¢s asfixiante incluso que la propia represi¨®n pol¨ªtica, le impuls¨® a huir. Su padre le dijo: ¡°L¨¢rgate de Espa?a si quieres, toma un duro para el viaje al fin del mundo, pero tr¨¢eme la vuelta¡±. El fin del mundo l¨®gicamente era Par¨ªs y Eduardo Arroyo, que hab¨ªa estudiado periodismo y so?aba con ser escritor, seducido por los iconos del existencialismo, la pipa de Sartre, la trinchera de Camus, la voz cavernosa de Juliette Greco y las hojas muertas de Yves Montand dej¨® atr¨¢s un pa¨ªs donde el surrealismo solo se mostraba en escaparates galdosianos llenos de aparatos ortop¨¦dicos, suspensorios, bragueros y gomas para lavativas.
Huyendo detr¨¢s de un sue?o de apaches y acordeones, reci¨¦n llegado a Par¨ªs, en 1958, sin interrogar al destino, sus zapatos le llevaron a una exposici¨®n surrealista que se inauguraba en el n¨²mero 8 de la calle Miromesnil, organizada por el grupo de Andr¨¦ Breton. Y aquel joven nacido en Madrid en febrero 1937, con ascendencia leonesa, que aun luc¨ªa algunos pelos de la dehesa pese a sus maneras de enfant terrible, contempl¨® aquello nuevo en arte que se llamaba happening. En medio de la galer¨ªa hab¨ªa una enorme bandeja que conten¨ªa a una modelo de carne y hueso desnuda y tumbada con los ojos cerrados, rodeada de manjares que casi la sepultaban y dos magn¨ªficos ejemplares de bogavantes entre sus piernas. El arte consist¨ªa en devorar aquellas viandas de forma concupiscente. Algunos selectos invitados as¨ª lo hicieron, y al final de aquel banquete surrealista sin m¨¢s comentarios cogieron el paraguas, se fueron a casa bajo la lluvia y la modelo durmiente se levant¨® y se fue a la ducha a quitarse de encima la mayonesa.
Eduardo Arroyo supo muy pronto que los caminos del arte estaban empedrados de alardes dada¨ªstas que muchas veces se quemaban como bengalas de colores y terminaban en nada, pero algo hab¨ªa que hacer para sacar cabeza en medio de aquella fiesta loca de Par¨ªs. Como so?aba con ser escritor comenz¨® a leer a los cl¨¢sicos, y al llegar a la conclusi¨®n de que era imposible superarlos trat¨® de probar sus armas con la pintura donde el talento pod¨ªa suplantarse con la osad¨ªa y la provocaci¨®n. Ese oficio le permit¨ªa mirar atr¨¢s con ira. Ser pintor en Par¨ªs ten¨ªa adem¨¢s otra ventaja: carecer de ¨¦xito se consideraba una espacie de consagraci¨®n. Si vend¨ªas un cuadro eras t¨² mismo un vendido, si te trataba bien la cr¨ªtica era porque te hab¨ªas bajado los pantalones. Solo hab¨ªa que tener olfato para elegir un grupo en que salvarte. Arroyo puso su habilidad innata para la caricatura y el grafismo al servicio del odio a Franco y a cualquier clase de represi¨®n. La rebeld¨ªa sin nombre contra todo lo establecido era su inspiraci¨®n para construir la vanguardia de si mismo cada ma?ana. Su pintura inscrita en la neofiguraci¨®n narrativa te hac¨ªa saber que en el fondo del lienzo siempre asomaba el escritor bajo tantos personajes con sombrero. Esa era la ¨²ltima veladura. Su est¨¦tica pop se derivaba de un grafismo literario, apoyada fuera del cuadro con una habilidad innata para meterse en todos los charcos contra la dictadura y los s¨ªmbolos de la Espa?a negra. Sirvi¨¦ndose de una lengua tan larga como su pincel hizo de la controversia una forma de pensar, el placer esnob de una elegancia de vivir.
En 1973 decidi¨® darse una vuelta por Espa?a para exponer sus cuadros muy celebrados en Par¨ªs y en Italia, pero aqu¨ª el pintor era un desconocido para todos menos para la autoridad franquista que le ech¨® el guante, le detuvo y al final le oblig¨® a largarse. Esta vez el viaje a Par¨ªs fue el exilio verdadero con un pasaporte sin retorno. Eduardo Arroyo se perdi¨® la Transici¨®n; solo se incorpor¨® a Espa?a en plena movida y aquella est¨¦tica de los a?os ochenta era como un traje a su medida. Eres la imagen que proyectas, tu sexto sentido te har¨¢ saber donde hay que estar y no estar en el momento oportuno, el arte supremo consiste ser divertido, superficial y a la vez inesperado, controvertido, detonante para hacerte admirar por los tuyos y buscar el odio que que te har¨¢ vivir. Y sobre todo tener una obra propia, reconocible. Este es Arroyo, un pintor con una deriva de payaso y otra de caballero elegante que viste camisa con gemelos, traje a rayas, pa?uelo en el bolsillo de la solapa, tirantes, zapatos rojos siempre al servicio de una imagen de exquisita bohemia, una categor¨ªa inalcanzable si no te sienta bien el foulard.
El estudio de Arroyo es un espacio ordenado en el que hasta el ¨²ltimo l¨¢piz ocupa el lugar exacto. La colecci¨®n de fotos, la biblioteca de mil libros sobre boxeo, cada objeto escogido forma parte de su personalidad. Los 150 cuadros perfectamente embalados constituyen un mundo que ser¨¢ expuesto en la muestra retrospectiva en Saint-Paul-de-Vence.
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