Liturgia del gur¨²
En el ¨¦xito de la prosa psicoanal¨ªtica y pedregosa de Zizek noto alguna huella de las abstracciones del Althusser que visit¨® Granada
Cuando era muy joven, en 1976, presenci¨¦ de cerca la llegada de un gur¨² al que se recibi¨® entonces como he visto que se recibe ahora en Madrid al fil¨®sofo Zizek.
Era en Granada, en una primavera excitante y convulsa, solo unos meses despu¨¦s de la muerte de Franco. Era el tiempo en el que la dictadura parec¨ªa que se debilitaba o se desmoronaba y en el que lo nuevo tardaba tanto en llegar que viv¨ªamos en el aire, en suspenso, en un presente que se desprend¨ªa del pasado, pero que no ten¨ªa conexi¨®n con ning¨²n porvenir veros¨ªmil. En Granada, el Hospital Real, entonces la sede de la Facultad de Letras, era un enclave casi extraterritorial de libertad insegura, de una sublevaci¨®n afiebrada que sin embargo no sol¨ªa extenderse m¨¢s all¨¢ de los portones de la entrada, del jard¨ªn delantero del edificio. Por las calles de la ciudad segu¨ªan patrullando las mismas furgonetas grises de la polic¨ªa. Las noticias sobre detenciones y palizas ahora escaseaban, pero no hab¨ªan desaparecido. Tampoco hab¨ªa ?desaparecido el miedo. En Vitoria la polic¨ªa hab¨ªa disparado a bocajarro contra una multitud de trabajadores en huelga y hab¨ªa matado a seis de ellos. Pero en la Facultad de Letras, el gran hospital con b¨®vedas g¨®ticas y patios renacentistas que ven¨ªa de los tiempos de los Reyes Cat¨®licos, los muros estaban llenos de carteles y pancartas de todo tipo de organizaciones pol¨ªticas radicales, y los d¨ªas de clase eran m¨¢s infrecuentes que los de huelgas o asambleas. El derecho de huelga y el derecho de reuni¨®n o manifestaci¨®n no exist¨ªan, pero los estudiantes abandon¨¢bamos las aulas para concentrarnos por centenares en los cruceros y en los patios. La polic¨ªa observaba a una cierta distancia, las furgonetas grises aparcadas en calles laterales, los antidisturbios rondando el per¨ªmetro de la Facultad con los fusiles en la mano, las porras al cinto, las viseras de los cascos levantadas.
Cualquier clase se convert¨ªa de pronto en una asamblea. El derecho a fumar en todo momento se ejerc¨ªa tan apasionadamente, tan sin fatiga ni tregua, como el de debatirlo todo: los programas de ense?anza en la universidad, la disoluci¨®n inmediata de los cuerpos represivos, la proclamaci¨®n de la III Rep¨²blica, la transici¨®n no ya del fascismo a la democracia, sino del capitalismo al comunismo. El porvenir exig¨ªa ideas claras, decisiones r¨¢pidas, sentido com¨²n, concordia. Encerrados y protegidos hasta cierto punto en nuestra Facultad, nosotros viv¨ªamos de abstracciones, repet¨ªamos fantas¨ªas y cismas ideol¨®gicos de medio siglo atr¨¢s. Las diatribas m¨¢s feroces no suced¨ªan entre partidarios y detractores del r¨¦gimen de Franco. La inquina mayor era la que se dedicaban entre s¨ª los militantes del Partido Comunista y los de otros grupos m¨¢s a la izquierda, trotskistas y mao¨ªstas. Trotskistas y mao¨ªstas estaban unidos en su odio a los ¡°revisionistas¡± del PC, pero a su vez se detestaban entre s¨ª. Hab¨ªa un sectarismo de catacumbas y de dogmas tan abstrusos como los del cristianismo primitivo, una necesidad id¨¦ntica de distinguir entre los puros y los herejes.
Unos y otros escrutaban las Sagradas Escrituras en busca de pasajes favorables que legitimaran sus anatemas y sus excomuniones. Las Escrituras eran el Manifiesto comunista, El capital, el Qu¨¦ hacer de Lenin, etc¨¦tera; pero sobre todo los manuales divulgativos de la ¨¦poca. En 1976, el m¨¢s le¨ªdo y estudiado en las universidades espa?ola era Conceptos elementales del materialismo hist¨®rico, de Marta Harne?cker, un breviario tan sencillo y rotundo como el catecismo, o como el Libro Rojo de Mao.
El gran experto en Marx reconoc¨ªa haber le¨ªdo El capital muy superficialmente, sin comprender gran cosa, disimulando su desconocimiento con palabrer¨ªa
Luego estaba Althusser. Althusser era como un Padre de la Iglesia, un san Agust¨ªn o Tom¨¢s de Aquino de la Trinidad Sagrada, Marx, Engels, Lenin. Sus dos libros m¨¢s cuantiosos estaban en los escaparates de todas las librer¨ªas: Para leer ¡®El capital¡¯, La revoluci¨®n te¨®rica de Marx. Se corri¨® la buena nueva de que Althusser ven¨ªa a Granada a dar una conferencia; a Granada y a nuestra Facultad, donde ense?aban algunos de sus disc¨ªpulos predilectos en Espa?a.
Nunca hubo tanta gente en ninguna asamblea del Hospital Real. M¨¢s de mil personas llen¨¢bamos uno de los claustros. Los pasillos estaban ocupados por gente de pie. El humo del tabaco acrecentaba el espesor del aire. Entr¨® Althusser acompa?ado por sus disc¨ªpulos y, despu¨¦s del gran aplauso, se puso a leer su conferencia. Era un hombre muy p¨¢lido, de expresi¨®n f¨²nebre. Le¨ªa inclinando la cara hacia el papel, sin levantar la voz, sin variar el tono. Ley¨® durante una hora una conferencia filos¨®fica, muy abstracta, sin la oratoria de revuelta pol¨ªtica que muchos de nosotros hab¨ªamos esperado. La conferencia, adem¨¢s, estaba en franc¨¦s. Un rato antes del comienzo se hab¨ªa repartido unas fotocopias escasas con la traducci¨®n. Como una ola invisible, la adoraci¨®n se convert¨ªa en estupor, aunque nadie tuviera la valent¨ªa de manifestarlo, de mostrar impaciencia, ni siquiera incomodidad. En un silencio que las b¨®vedas y los ventanales g¨®ticos volv¨ªan m¨¢s eclesi¨¢stico, aquella voz mortecina segu¨ªa murmurando p¨¢rrafos en franc¨¦s que pr¨¢cticamente ninguno de nosotros comprend¨ªa. De pronto, sin ¨¦nfasis, sin variaci¨®n de tono, la voz se apag¨®. Louis Althusser levant¨® la cara muy p¨¢lida, se quit¨® las gafas con un gesto de fatiga. El aplauso fue tan cerrado y tan sostenido que pareci¨® que temblaba el suelo. Desfil¨¢bamos con las cabezas bajas hacia la salida, en un rumor respetuoso, los fieles con un arrobo de reci¨¦n comulgados, los m¨¢s o menos esc¨¦pticos o aburridos eludiendo las miradas para no comprometernos, para no delatarnos.
M¨¢s de veinte a?os despu¨¦s, leyendo las memorias de Althusser, El porvenir es largo, encontr¨¦ un pasaje en el que hablaba de aquella visita a Granada. El libro entero es una confesi¨®n terrible, un testimonio de exasperaci¨®n y negrura. El gran experto en Marx reconoc¨ªa haber le¨ªdo El capital muy superficialmente, sin comprender gran cosa, disimulando su desconocimiento con palabrer¨ªa, con vaguedades dogm¨¢ticas. Lo que recordaba de Granada sobre todo era una antigua sensaci¨®n de impostura que acentuaban los a?os, la tiniebla uniforme de la depresi¨®n. Sus tratados de marxismo yo no llegu¨¦ a leerlos nunca, sobre todo por pereza. En el ¨¦xito de la prosa compacta, psicoanal¨ªtica y pedregosa de Zizek noto alguna huella de las abstracciones de Althusser, quiz¨¢s un s¨ªntoma de un revival m¨¢s amplio de aquel espesor marr¨®n de los a?os setenta, ahora amenizado con fuegos de artificio de las redes sociales. Igual que entonces, me intriga la propensi¨®n humana a erigir santones y gur¨²s y a encontrar sentido hasta a sus exabruptos m¨¢s oscuros.
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