¡°Victorino, Victorino, Victorino¡±
El ¡®paleto de Galapagar¡¯ fue un p¨ªcaro, un sabio y un revolucionario de la ganader¨ªa brava
No creo que haya sucedido nunca en la historia de la tauromaquia la escena de una plaza coreando el nombre de un ganadero a semejanza de un ¨ªdolo. ¡°Victorino, Victorino, Victorino¡±, entonaban los aficionados de Las Ventas en el orgasmo de ¡°corrida del siglo¡±. Y le exig¨ªan que descendiera al ruedo para luego pasearlo a hombros y proporcionarle la experiencia sagrada de la puerta grande, como un paso de semana santa o una aparici¨®n.
Y poco importaba que Victorino estuviera vestido con un traje gris de viajante. O que el umbral de la experiencia m¨¢xima, el cielo de Madrid, estuviera restringido a los hombres de luces, como lo eran Ruiz Miguel, Espl¨¢ y Palomar. Victorino sobrepasaba la liturgia. Y su nombre se escuchaba con la escandalera de un estadio de f¨²tbol: ¡°Victorino, Victorino, Victorino¡±.
Se ha muerto Victorino en el silencio y con el prosa¨ªsmo de un anciano, pero la simiente de sus reses le garantiza la inmortalidad en el contexto de una ins¨®lita identificaci¨®n. Tanto se mimetizaba con ellos el viejo ganadero - y viceversa- que a los toros de Victorino se le llaman los victorinos. Y hasta los vitorinos, en una acepci¨®n m¨¢s castiza.
Y se le parecen a ¨¦l en el pelo c¨¢rdeno y en el comportamiento. Listos, bravos, despiertos. De mirada intimidatoria, de orejas inquietas, de respiraci¨®n profunda. Y de buena memoria, pues el victorino se acuerda de lo que se deja detr¨¢s, aunque no fuera Victorino Mart¨ªn un hombre rencoroso.
Ha sido m¨¢s bien un trabajador, un entusiasta, un visionario. Y ha llegado a enorgullecerse del apodo con que le despreciaban los se?oritos: el paleto de Galapagar, pues fue en Galapagar y en la sierra madrile?a donde Victorino transit¨® de la carnicer¨ªa morucha a la ganader¨ªa brava, redimiendo un hierro desahuciado, Escudero Calvo, que ha convertido en leyenda.
Llenaba las plazas Victorino como una primera figura y ganaba tanto dinero como ellas, aunque hac¨ªa tiempo que no le ve¨ªamos frecuentar los tendidos. Y ech¨¢bamos de menos su carisma de tratante, el anillo cardenalicio con la ¡°A¡± de Albaserrada, sus muelas de oro, sus manos cuarteadas de currante, su sonrisa burlona, solar, su sentido de la supervivencia y hasta de la picaresca.
Y las cornadas que no se le ven. No ya las metaf¨®ricas, que su padre fue ejecutado en Paracuellos, sino las que le propin¨® un semental de su ganader¨ªa, Hospiciano. Pues los victorinos no agradecen ni la mano que les da de comer. Por eso es tan dif¨ªcil torearlos. Y por la misma raz¨®n te lo pueden dar todo y quit¨¢rtelo tambi¨¦n.
Se amontonan los hitos, los trofeos; los toros indultados, Belador, Cobradiezmos, los toreros insomnes, pero todav¨ªa se evoca la corrida del siglo, cuando Ruiz Miguel, Espl¨¢ y Palomar salieron hace 35 a?os a hombros en Madrid. Y cuando lo hizo el propio Victorino, elevado como un dios de la tauromaquia entre clamores. Se ha marchitado en su finca de Coria, 88 a?os ten¨ªa, pero que tiene garantizada la simiente de Hospiciano. Y la herencia de hijo tan sabio como ¨¦l que se llama Victorino.
Babelia
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