¡®House of Cards¡¯ o el fin del sue?o americano
'Geopol¨ªtica de las series' es un l¨²cido an¨¢lisis del investigador Dominique Mo?si que publica en Espa?a la editorial Errata Naturae. Este es el quinto cap¨ªtulo completo
En la que a¨²n es ¡ª?por cu¨¢nto tiempo?¡ª la capital pol¨ªtica del mundo, la sombra sucede a la luz y, la una detr¨¢s de la otra, van cubriendo los principales monumentos de la ciudad. El director parece haber querido inspirarse en los maestros del claroscuro, como Caravaggio, o en los pintores holandeses del siglo XVII. La imagen se detiene unos instantes sobre las orillas del r¨ªo Potomac, que atraviesa la ciudad. Se ven unas basuras que sugieren el desorden, por no decir la podredumbre, que se extiende por la capital. ?Algo huele a podrido en Dinamarca?, dec¨ªa Hamlet en las primeras l¨ªneas de la obra de Shakespeare. ?Acaso esta misma expresi¨®n no puede aplicarse en la actualidad al imperio estadounidense? Y todo ello porque el protagonista de la serie, Frank Underwood, quiere, igual que Macbeth, satisfacer una venganza personal. Cuando las pasiones privadas de los hombres o, simplemente, sus ambiciones personales, prevalecen sobre el sentido del bien com¨²n, ?desconfiad?, parecen decirnos los autores de la serie. Pero ?este placer en describir el mal es producto de una reacci¨®n puritana, de la desesperaci¨®n ante la crisis de la democracia, o s¨®lo de la voluntad de impresionar para atraer la atenci¨®n de los espectadores? ?Hay series sensacionalistas, igual que hay prensa sensacionalista?
Despu¨¦s de los cr¨¦ditos, las primeras im¨¢genes con las que se abre House of Cards son especialmente impactantes y constituyen la mejor de las introducciones para lo que va a seguir. Se oye un golpe. Enseguida se descubre que se trata de un coche que ha atropellado al perro de uno de los habitantes de la distinguida calle en la que se desarrolla la acci¨®n. El protagonista de la serie, Frank Underwood, se acerca. ?Acude al auxilio del perro herido? En realidad, lo mata. ?Se trata de un acto de compasi¨®n de un hombre que quiere abreviar el sufrimiento de un animal condenado, igual que un jinete de un w¨¦stern mete una bala en el cuerpo de su fiel montura para no dejarla indefensa en la naturaleza agreste que los rodea? La met¨¢fora es potente. Ya no hay diferencias entre el salvaje Oeste y la capital de Estados Unidos.
Pero hay otra interpretaci¨®n posible. Frank Underwood no quiere tanto poner fin al sufrimiento del animal como satisfacer su voluntad absoluta de control sobre el mundo y los seres vivos (animales incluidos) que hay a su alrededor. Con este ¨²nico fin, todo es posible, todo est¨¢ permitido, incluido asesinar. La cuesti¨®n es no dejarse atrapar y rodearse para ello de una red de hombres o mujeres incondicionales, escogidos en funci¨®n de sus ambiciones, de su falta total de escr¨²pulos, cuando no ¡ªlo que tal vez sea m¨¢s importante¡ª a causa de su vulnerabilidad personal, lo que los hace m¨¢s maleables y manipulables. A esa gente se la puede mangonear. En otros t¨¦rminos, igual que la URSS, o incluso la Rusia de hoy en d¨ªa, eleg¨ªa a sus ¨¦lites a partir de criterios negativos, Underwood se rodea deliberadamente de una suerte de contra¨¦lites, de personas elegidas no por sus m¨¦ritos, sino por sus l¨ªmites, cuando no por sus vicios y debilidades.
Underwood se nos presenta de inmediato tal y como es, en toda su perversidad. Con el transcurso de las temporadas y su ascenso hacia el poder, se convierte en el maestro relojero, el que decide qui¨¦n vive o qui¨¦n muere.
De El ala oeste de la Casa Blanca a House of Cards: el triunfo del cinismo
Con House of Cards dejamos la geopol¨ªtica en el sentido estricto del t¨¦rmino, aunque est¨¢ muy presente, de forma casi caricaturesca, en la tercera temporada. Pero seguimos en el ¨¢mbito de lo pol¨ªtico y encontramos, como en Juego de tronos, el imperio de la violencia. Una violencia m¨¢s a menudo moral que f¨ªsica, aunque la muerte ronda de forma brutal e inesperada. Para entender bien el significado de esta serie, hay que ponerla en paralelo con su opuesto absoluto, es decir, El ala oeste de la Casa Blanca. En apariencia, es el mismo tema, la conquista y el ejercicio del poder en la Casa Blanca. Pero, en el tratamiento del asunto, no se podr¨ªan concebir dos universos m¨¢s opuestos. Es normal. La segunda, aunque directamente inspirada en una serie televisiva brit¨¢nica de los a?os noventa ¡ªmismo t¨ªtulo, mismo tema, mismos autores¡ª, parece, una vez traspuesta en su versi¨®n estadounidense, no haberse pensado sino para ser la contrapartida de la primera. Es como si se nos pusiera frente a las dos caras de Jano, una un poco demasiado ?blanca?, demasiado pura (El ala oeste de la Casa Blanca) y la otra, sin duda, demasiado ?negra? y negativa (House of Cards). De hecho, la segunda desagrada, cuando no asquea directamente a los amantes de la primera. Es como si los fan¨¢ticos de House of Cards se alegraran de que por fin se cuente la verdad sobre la lucha por el poder en Estados Unidos, mientras que los seguidores de El ala oeste de la Casa Blanca no aceptaran ese ejercicio de desacralizaci¨®n radical del modelo estadounidense. Una cosa es cierta: en Francia no se concibe la existencia de una serie sobre la conquista y el ejercicio del poder en el El¨ªseo que tuviera aunque s¨®lo sea una d¨¦cima parte de la virulencia y el goce destructivo de House of Cards. Igual que nuestro pa¨ªs ha tardado much¨ªsimo en enfrentarse a su pasado, desde la Guerra de Argelia hasta la Francia de Vichy (Un village fran?ais), demuestra una gran prudencia en la descripci¨®n y el an¨¢lisis de los mecanismos del poder. ?Se trata de una sacralizaci¨®n ligada al hecho de que el presidente de la v Rep¨²blica es el heredero de un monarca elegido, Luis XIV? ?De ese Rey Sol al que la televisi¨®n p¨²blica dedica programas y homenajes sin acordarse de que con ¨¦l, m¨¢s all¨¢ de la gloria de Versalles, se produjo la revocaci¨®n del Edicto de Nantes, con unas consecuencias a largo plazo desastrosas para el futuro de nuestro pa¨ªs?
En el tratamiento actual de la pol¨ªtica, con rar¨ªsimas excepciones ¡ªcomo la pel¨ªcula El secreto del presidente (Le bon plaisir), estrenada en 1984¡ª, somos de una contenci¨®n extrema. ?Se trata, sin m¨¢s, de una forma no muy sutil de autocensura por parte de los guionistas, los directores y, m¨¢s a¨²n tal vez, los productores?
Sea como sea, el espectador franc¨¦s se apasiona por una serie como House of Cards en la misma medida en que ¨¦sta le parece sencillamente imposible en Francia. ?Faltar¨ªa m¨¢s, es que no estamos en Estados Unidos! La autocr¨ªtica tiene un l¨ªmite.
Si House of Cards se inspira en la irreverencia de Gran Breta?a, ?madre de las democracias?, con respecto a la pol¨ªtica y los pol¨ªticos, El ala oeste de la Casa Blanca es, al contrario, profundamente estadounidense. Cont¨®, por ejemplo, con los consejos de David Axelrod, asesor pol¨ªtico de alto nivel, que contribuy¨® a la victoria de Barack Obama en las elecciones presidenciales de 2008 y 2012. La serie aporta una visi¨®n positiva de la pol¨ªtica y, m¨¢s a¨²n, de la pol¨ªtica estadounidense. Su protagonista, el presidente Jed Bartlet, puede mentir sobre su estado de salud y tener una vida familiar complicada, pero no por ello deja de ser el presidente ideal, casi so?ado, aunque extraiga algunos elementos de su personalidad de quien fuera presidente en la vida real, Bill Clinton. Los hombres y mujeres que lo rodean son, con raras excepciones, personajes positivos. Creen en lo que hacen, luchan por los valores, incluso aunque el combate sea duro y necesite ciertos acomodamientos con una visi¨®n moralista estricta. No por estar ?en pol¨ªtica? son menos hombres y mujeres, podr¨ªa decirse plagiando el Tartufo de Moli¨¨re.
El presidente Bartlet hace gala de una empat¨ªa excepcional. Sobresale por su inteligencia (ha sido Premio Nobel), su cultura, su sentido de la justicia y del derecho, su equilibrio, su capacidad durante las crisis para tomar decisiones justas en el momento preciso. Verlo y o¨ªrlo es rendirse a ¨¦l. Tal vez, con el personaje de Bartlet, al menos a partir de 2001 ¡ªla serie empieza en 1999¡ª, la izquierda liberal estadounidense estaba dibujando de forma impl¨ªcita la ant¨ªtesis de quien ocupaba de verdad la Casa Blanca, George W. Bush. Pero, m¨¢s probablemente, ?el mensaje expl¨ªcito de la serie no equivale a un voto de confianza hacia la pol¨ªtica estadounidense en general y sus valores fundamentales: optimismo, excepcionalidad, individualismo? ?Pod¨¦is estar orgullosos de vuestros dirigentes y pod¨¦is estar orgullosos de ser estadounidenses?. Cierto es que los problemas morales no se obvian. ?Se puede, por ejemplo, ordenar el asesinato de un jefe de Estado extranjero, aunque sea responsable de acciones terroristas que han costado la vida a ciudadanos estadounidenses? Pero seguimos en un universo moral y positivo, pr¨®ximo, en ¨²ltima instancia, al de las pel¨ªculas de Frank Capra de finales de los a?os treinta, como Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington), o de los a?os cuarenta, como ?Qu¨¦ bello es vivir! (It¡¯s a Wonderful Life).
Estados Unidos es la ?City on the Hill? (la ?ciudad asentada sobre la colina?). No puede sino hacer so?ar a sus conciudadanos y al mundo: de la antorcha de la Estatua de la Libertad a los discursos de JFK, de Martin Luther King a la elecci¨®n de Barack Obama, encarnaci¨®n ¨²ltima del sue?o americano.
Entre el mundo de El ala oeste de la Casa Blanca y el de House of Cards hay un oc¨¦ano que conviene explorar.
?C¨®mo se pasa de Bartlet a Underwood, de un modelo a un contramodelo, del idealismo m¨¢s noble al cinismo m¨¢s repugnante y detestable? En t¨¦rminos m¨¢s profesionales, o incluso comerciales, ?c¨®mo llegaron los productores de House of Cards a la conclusi¨®n pol¨ªtica de que ya era hora de trasponer la serie brit¨¢nica ep¨®nima a Estados Unidos?
De la crisis econ¨®mica a la crisis moral de Estados Unidos
Entre El ala oeste de la Casa Blanca y House of Cards est¨¢ el 11 de septiembre y m¨¢s a¨²n, tal vez, la crisis financiera y econ¨®mica que atraviesa Estados Unidos a partir de 2007. Y tambi¨¦n, sobre todo, la consecuencia de dicha crisis: el aumento de la desconfianza hacia la pol¨ªtica y los pol¨ªticos y, m¨¢s all¨¢, hacia todas las instituciones de poder en Estados Unidos. Gobierno, Iglesias, Tribunal Supremo, mundo empresarial¡ Todos desacreditados, cuando no podridos. Los resultados de las encuestas de opini¨®n son elocuentes. En 1997, dos a?os antes del comienzo de El ala oeste de la Casa Blanca, el veinticinco por ciento de los estadounidenses declaraba tener una gran confianza en la instituci¨®n m¨¢s venerada y respetada del pa¨ªs, el Tribunal Supremo; en 2014, ya no era m¨¢s que el trece por ciento quien ten¨ªa una confianza total en el poder de los jueces. En 2005, el veintid¨®s por ciento ten¨ªa una gran confianza en los bancos; en 2014, ya no era m¨¢s que el diez por ciento. S¨®lo el ej¨¦rcito y la polic¨ªa conservan la confianza ¡ªrelativa, eso s¨ª¡ª de los estadounidenses. Seg¨²n un sondeo de CNN/ORC de 2015, s¨®lo el diez por ciento de los ciudadanos estadounidenses consideraba que sus opiniones est¨¢n representadas en Washington. Seg¨²n Rasmussen, otro instituto de opini¨®n, en 2015 s¨®lo el veintinueve por ciento de los estadounidenses cre¨ªa que su pa¨ªs va por buen camino. Esta erosi¨®n de la confianza en los pilares de la sociedad conduce a una incertidumbre creciente con respecto al futuro y a una cultura del miedo que tiene un efecto negativo sobre la pol¨ªtica estadounidense en s¨ª misma y ¡ªhabida cuenta del peso que a¨²n tiene Estados Unidos, tanto en lo real como en lo emocional¡ª sobre el conjunto del mundo. En este contexto de desconfianza ante lo pol¨ªtico es donde conviene situar House of Cards y, sin duda, donde radican los motivos de su ¨¦xito. La serie se corresponde, ni m¨¢s ni menos, con el esp¨ªritu del tiempo, el Zeitgeist, que dir¨ªan los alemanes.
En t¨¦rminos psicol¨®gicos, ?el protagonista de House of Cards, Frank Underwood, es la encarnaci¨®n m¨¢s lograda del perverso narcisista? Con una diferencia importante, porque no est¨¢ a la cabeza de una simple empresa, sino en la c¨²spide del poder de la primera potencia mundial.
La destrucci¨®n sistem¨¢tica del sue?o americano
En House of Cards, el sue?o americano se despedaza de forma deliberada y sistem¨¢tica. Todo el mundo, hasta los llamados personajes secundarios (?pero sigue habiendo de eso en el mundo de las series?), se describe bajo la luz m¨¢s negativa. Ninguna categor¨ªa se libra. Al contrario, con un prop¨®sito de inclusi¨®n democr¨¢tica, todas se presentan bajo una mirada cr¨ªtica. Afroamericanos, hispanos, indios, hombres, mujeres, ricos, pobres, j¨®venes, viejos, lobistas, hombres de negocios, pol¨ªticos, periodistas. Todos son, de un modo u otro, corruptos, c¨ªnicos y calculadores, obsesionados por una misma cosa: el poder, sea cual sea el precio que haya que pagar, tanto uno mismo como los dem¨¢s, para lograrlo. Nadie supone una excepci¨®n a la regla. Casi se podr¨ªa hablar de una presentaci¨®n negativa del melting pot a la estadounidense. El sistema de integraci¨®n de Estados Unidos ha funcionado bien, la prueba es que todos son igual de detestables, igual de corruptos moralmente unos que otros.
Esta cr¨ªtica sistem¨¢tica del sue?o americano se corresponde, de hecho, con una realidad; al menos, en t¨¦rminos de percepci¨®n. En junio de 2014, The Washington Post difundi¨® un estudio sobre la opini¨®n p¨²blica estadounidense, realizado por cnn, que llevaba por t¨ªtulo: ??El sue?o americano ha muerto??. Los resultados principales eran sorprendentes. El sesenta y tres por ciento de los estadounidenses pensaba que sus hijos vivir¨ªan peor que ellos. Era justo lo contrario que en 1999, cuando empez¨® la serie El ala oeste de la Casa Blanca. En aquella ¨¦poca, dos tercios de los estadounidenses estaban convencidos de que sus hijos tendr¨ªan una vida mejor que la suya.
Al elegir una presentaci¨®n de la pol¨ªtica en su forma m¨¢s oscura, del modo m¨¢s extremo, por no decir exagerado, los autores de la serie se sintieron animados por la evoluci¨®n del mundo real. Su mensaje expl¨ªcito podr¨ªa ser: ?S¨¦ que estoy exagerando, pero poco?. No hay m¨¢s que ver lo que ocurre en Washington, el poder est¨¢ paralizado. La democracia estadounidense se ha convertido en una ?vetocracia?, por retomar el afortunado t¨¦rmino de Francis Fukuyama, fil¨®sofo de la Universidad de Yale. La sociedad est¨¢ cada vez m¨¢s dividida y polarizada. Existe un desacuerdo sobre los fundamentos en cuanto al papel que debe desempe?ar el Gobierno. Siempre demasiado seg¨²n los unos, nunca suficiente seg¨²n los otros. La cantidad de dinero que se invierte en las campa?as electorales se ha disparado y no s¨®lo en las elecciones presidenciales, sino tambi¨¦n en las de legisladores o gobernadores.
De hecho, el contrato social est¨¢ agotado y las desigualdades se acrecientan. En Estados Unidos, el rotundo ¨¦xito del libro de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI es la prueba de que el economista franc¨¦s sabe dar donde duele. Estamos asistiendo, efectivamente, en el pa¨ªs que se erigi¨® en adalid de la igualdad entre los seres humanos, a la victoria de los herederos sobre los trabajadores. ?El pasado devora el porvenir?, escribe Piketty. ?No es ¨¦sta la definici¨®n del antisue?o americano? Sumemos a ello un pa¨ªs que vive muy por encima de sus posibilidades, habida cuenta de sus deudas, y que, en pleno agotamiento imperial, est¨¢ obsesionado con la perspectiva o la realidad de su declive. Las ¨²ltimas intervenciones de Estados Unidos en Irak y Afganist¨¢n, por no hablar de Pakist¨¢n, han arrojado, en general, un saldo muy negativo. ?Se puede llegar a hablar, m¨¢s all¨¢ de una crisis de Estados Unidos, de una crisis del modelo democr¨¢tico o, por ampliar a¨²n m¨¢s, de una crisis del mundo occidental? Muchos seguidores de House of Cards est¨¢n convencidos de ello, ya que ven en la serie una confirmaci¨®n de sus convicciones m¨¢s pesimistas.
House of Cards vista desde China
En realidad, la influencia de la serie es doble. Por un lado, House of Cards refleja el malestar de Estados Unidos. Por otro, alimenta el cinismo de las ¨¦lites en los reg¨ªmenes totalitarios que confunden con j¨²bilo realidad y ficci¨®n y extraen de ella interpretaciones pol¨ªticas que sirven a sus convicciones. ?C¨®mo osan los estadounidenses darnos lecciones de moral?, piensan. Hemos visto los ¨²ltimos episodios de House of Cards, no somos tontos. Incluso los occidentales nacidos en pa¨ªses democr¨¢ticos sucumben a veces a la tentaci¨®n de integrar la serie en sus categor¨ªas de an¨¢lisis. As¨ª, en el Financial Times se pod¨ªa leer, al d¨ªa siguiente de que el presidente Obama anunciara su ambicios¨ªsimo plan de lucha contra el calentamiento global, un comentario que hac¨ªa referencia a House of Cards y pon¨ªa el ¨¦nfasis no en el contenido del plan, sino en su capacidad para poner a la oposici¨®n republicana a la defensiva:
?Digan lo que digan, los republicanos no pueden m¨¢s que mostrarse a la defensiva, al haber dejado el bando de la modernidad a la Casa Blanca?. En pol¨ªtica, ?no es m¨¢s importante dividir a los adversarios que poner en marcha las reformas necesarias?
House of Cards est¨¢ en su salsa al describir un mundo pol¨ªtico totalmente dominado ¡ªla palabra ?obsesionado? ser¨ªa quiz¨¢s m¨¢s oportuna¡ª por sus luchas internas. El contexto internacional est¨¢ presente, es cierto, desde China hasta Oriente Pr¨®ximo pasando por Rusia, que tiende a sustituir a China como la principal amenaza conforme avanzan las temporadas. Pero todo ello, al final, es secundario. De hecho, en la tercera temporada de la serie el tratamiento de los envites internacionales es, demasiado a menudo, totalmente idealista, por no decir rid¨ªculo. Parece casi un pretexto para preparar el terreno a las crecientes tensiones entre la pareja presidencial. ?Jam¨¢s deb¨ª haberte hecho embajadora?, dice Frank Underwood a su mujer.
?Jam¨¢s deb¨ª haberte hecho presidente?, le responde ella al instante. Estamos m¨¢s cerca de ?La fierecilla domada en la Casa Blanca? que de cualquier an¨¢lisis serio de la pol¨ªtica estadounidense, a menos que se trate de una explicaci¨®n en profundidad sobre las debilidades extremas de la diplomacia actual de ese pa¨ªs. En el fondo, no les interesa o ya no les interesa. Ya han dado demasiado juego, y durante demasiado tiempo, con los resultados que conocemos.
Las disputas familiares en la c¨²spide o los problemas de poder en el interior son infinitamente m¨¢s apasionantes, e importantes en realidad, que los juegos de equilibrio en el exterior. Todos los prejuicios contra la pol¨ªtica y los pol¨ªticos se ponen por delante y, por lo tanto, se magnifican.
House of Cards y el ascenso de los populismos
House of Cards acompa?a, y para algunos incluso acelera, el ascenso de los populistas del Tea Party en Estados Unidos. ?Los primeros ¨¦xitos de Donald Trump durante la campa?a para las primarias del Partido Republicano no son tambi¨¦n el reflejo de este rechazo de las ¨¦lites? ?Todos los pol¨ªticos son unos mentirosos. No os fieis de sus programas?.
En un contexto de desconfianza hacia la pol¨ªtica, lo que cuenta m¨¢s que nunca es la personalidad, el car¨¢cter de la persona que se va a elegir. Cuanto m¨¢s exc¨¦ntrico y diferente sea, cuanto m¨¢s lejos parezca estar de los juegos de poder de Washington ¡ªaunque s¨®lo sea en apariencia¡ª, mejor ser¨¢. Cuanto m¨¢s rico sea, menos riesgo habr¨¢ de que se corrompa como todos los dem¨¢s. Hay que fiarse de ¨¦l porque piensa fuera del marco habitual de la pol¨ªtica. Al volver a ver tal o cual episodio de House of Cards, se comprende todo.
En este nivel de perversidad y duda combinadas, la serie no s¨®lo matiza la realidad: termina por crearla. Existe un paralelismo evidente entre los peligros de Internet y los de las series televisivas. En un momento determinado, la realidad y la ficci¨®n se confunden. Ya no nos entretenemos, nos informamos. Bill Clinton, presidente de Estados Unidos entre 1992 y 2000, dijo ¡ªpor supuesto, con un tono de confidencia humor¨ªstica¡ª a Kevin Spacey, el hombre que hace de ¨¦l ¡ªes decir, de presidente¡ª en la serie: ?Me encanta House of Cards. El noventa y nueve por ciento de lo que hac¨¦is en la serie es cierto. ?El uno por ciento de error se debe a que, en la vida real, jam¨¢s podr¨ªais haber conseguido que una ley sobre la educaci¨®n se aprobara tan r¨¢pido!?. Una declaraci¨®n que, si resultara ser precisa y se extendiera ampliamente por Estados Unidos, no ayudar¨ªa a la candidatura de Hillary, su mujer, a la presidencia, aunque no pueda entenderse m¨¢s que como un chiste. Un chiste revelador de la dureza de la lucha por el poder en Washington, ciudad que, a pesar del surgimiento de una vida cultural significativa desde hace varias d¨¦cadas, no vive m¨¢s que por y para el poder.
En una serie como House of Cards, todas las teor¨ªas del complot, hoy m¨¢s de moda que nunca en el mundo entero ¡ªbasta con haber cogido un taxi en Par¨ªs tras los atentados del 13 de noviembre de 2015 para convencerse de ello¡ª, se ven confirmadas. Ayer, a trav¨¦s de series como Dallas y Derrick, se descubr¨ªa el nivel de vida de los estadounidenses o de los alemanes del Oeste. Hoy ya no se trata de penetrar en la comodidad de los interiores, sino en la perversidad de las almas.
Si Juego de tronos es un compendio de historia diplom¨¢tica para iniciados, revisado y corregido por Maquiavelo o Hobbes, House of Cards es una h¨¢bil mezcla de Las amistades peligrosas, Los Borgia y Los Soprano. Valmont y la marquesa de Merteuil est¨¢n encarnados aqu¨ª por Frank Underwood y su mujer. Esta comparaci¨®n con Las amistades peligrosas parece adem¨¢s respaldada por el parecido f¨ªsico entre las dos actrices principales: Glenn Close en la pel¨ªcula basada en la novela de Choderlos de Laclos y Robin Wright en la serie estadounidense. ?No hay una especie de acuerdo entre estos dos c¨®mplices y rivales a la vez? ?No puedes convertirte en presidente sin mi ayuda, pero yo ser¨¦ presidenta despu¨¦s de ti! La realidad es, por supuesto, much¨ªsimo m¨¢s compleja e integra elementos m¨¢s ¨ªntimos y deliberadamente ambiguos sobre la vida de la pareja y las preferencias sexuales del propio presidente.
El ala oeste de la Casa Blanca alababa, al menos de forma indirecta, los m¨¦ritos de Bill Clinton. Podemos preguntarnos, al ver House of Cards, si la serie se utilizar¨¢ alg¨²n d¨ªa para explicar el fracaso de la candidatura de Hillary Clinton a la Casa Blanca. Bill era c¨¢lido, simp¨¢tico a pesar de sus infidelidades; Hillary Clinton lo es mucho menos. Todo depender¨¢, por supuesto, del candidato que el Partido Republicano ponga frente a ella. ?Sabr¨¢ evitar una deriva a la derecha, lo que lo excluir¨ªa de la Casa Blanca con la misma seguridad con que su deriva a la izquierda condena al Partido Laborista brit¨¢nico a permanecer en la oposici¨®n o a hacer su revoluci¨®n interior?
Esos malos casi simp¨¢ticos
En efecto, al igual que en Dallas o Los Soprano, los ?malos? se presentan bajo una luz casi favorable en House of Cards. En el original brit¨¢nico y en su versi¨®n estadounidense, el personaje protagonista mantiene apartados discretos, frente a la c¨¢mara, con el p¨²blico. Al contrario de lo que ocurre en la tragedia griega, en la que el coro comenta acontecimientos sobre los que el protagonista de la acci¨®n no influye nada o casi nada, en House of Cards es ¨¦ste quien, con un tono de confidencia, convierte al espectador en testigo de sus c¨¢lculos y sus emociones. Da las claves necesarias para comprender la estrategia que est¨¢ poniendo en marcha. Por supuesto, estamos muy pr¨®ximos, otra vez, al teatro de Shakespeare, que parece ser la fuente de inspiraci¨®n com¨²n de tantas series anglosajonas de calidad.
En este nivel de cinismo, ya no se admira la capacidad de Estados Unidos de criticarse a s¨ª mismo: se contempla, con una mezcla de fascinaci¨®n y pavor, su capacidad para autodestruirse. ?Estamos en las vilezas del bajo Imperio romano? Lo que se describe ya no es la raz¨®n de Estado en su grandeza inhumana, sino la ambici¨®n brutal de un hombre ¡ªpor no decir de una pareja¡ª infernal. No hay nadie que mantenga su palabra, como demuestra el episodio en el que un chino ¡ªdespu¨¦s de haber sido utilizado en el equivalente de una lucha de poder entre distintos ?clanes? de Washington¡ª acaba, a pesar de todas las promesas que se le han hecho, siendo entregado a las autoridades de su pa¨ªs, lo que implica para ¨¦l una muerte segura. Ya no es ?el mal corre?, como en la obra de teatro de Jacques Audiberti, es ?el mal galopa y triunfa?. Y todo ello parece, de hecho, ?casi? cre¨ªble. El presidente Obama no tiene nada de Frank Underwood, pero este ¨²ltimo es la demostraci¨®n de que se puede llegar a ser presidente de Estados Unidos sin haber sido elegido jam¨¢s, manteniendo un discurso del tipo: ?La democracia est¨¢ muy sobrevalorada? (?Democracy is seriously overrated?), dice Underwood, que acaba de ser nombrado vicepresidente, en uno de sus apartados particularmente eficaces con el p¨²blico, los ojos mirando fijos a la c¨¢mara.
Yo estaba en el metro londinense el d¨ªa de las elecciones legislativas de mayo de 2015, cuando unos carteles enormes en las paredes anunciaban la emisi¨®n de la tercera temporada de House of Cards, con esa cita tan provocadora. Al salir de los pasillos del tube en busca de aire libre y pasar ante un colegio electoral en el que los ciudadanos cumpl¨ªan con su deber en un clima de paz y serenidad, a pesar del miedo, siempre presente, a los atentados terroristas, no pudo sino sorprenderme el contraste existente entre la proclamaci¨®n del car¨¢cter sobrevalorado de la democracia y el espect¨¢culo que se me estaba ofreciendo. Underwood estaba equivocado y Churchill ten¨ªa raz¨®n: la democracia es el peor sistema de gobierno, con la excepci¨®n de todos los dem¨¢s. La realidad, en ese caso y al menos en ese pa¨ªs, Gran Breta?a, era el mejor desmentido de la ficci¨®n.
Borgen o ?las mujeres pueden ser el futuro de la pol¨ªtica?
En una serie pol¨ªtica danesa de gran calidad, que describe el ascenso y el ejercicio del poder de una primera ministra, pr¨®xima en su perfil positivo al presidente Bartlet de El ala oeste de la Casa Blanca, los cr¨¦ditos de la primera temporada empiezan, es cierto, con una cita de Maquiavelo sobre la naturaleza del poder. Pero el car¨¢cter de la protagonista est¨¢ inspirado directamente en un personaje real muy positivo. Se trata de Margrethe Vestager, quien, despu¨¦s de haber sido viceprimera ministra de su pa¨ªs, Dinamarca, es hoy comisaria europea de la competencia en Bruselas, desde donde se dice que hace temblar a gigantes como Google.
Al contrario de lo que ocurre con House of Cards, el mensaje de Borgen est¨¢ atenuado por el desarrollo de la intriga. Para triunfar en pol¨ªtica hay que ?jugar al juego?, por supuesto, pero no es necesario comportarse como un lobo. El respeto por los principios y, m¨¢s a¨²n, por los dem¨¢s, la honestidad, la pedagog¨ªa y la modestia son cualidades necesarias para conquistar y ejercer el poder. Las mujeres, puesto que dan la vida y est¨¢n menos fascinadas por la guerra, ?podr¨ªan estar predispuestas naturalmente para el ejercicio razonable del poder? Incluso aunque la vida privada de esta primera ministra se resienta a veces por su trabajo, incluso aunque la pareja que forma con su marido est¨¦ m¨¢s que debilitada por su ejercicio del poder.
En las monarqu¨ªas constitucionales del norte de Europa, por muy modesto y honrado que sea el Estado, al marido de una primera ministra no le resulta menos dif¨ªcil verse reducido, por lo menos ante sus ojos, al estatus de pr¨ªncipe consorte bis, ya que, por supuesto, el primer pr¨ªncipe consorte es el marido de la reina. Existe, no obstante, un cierto mensaje impl¨ªcito que hace de hilo conductor en Borgen y que podr¨ªa resumirse del siguiente modo. Para seguir los consejos de moderaci¨®n que da Maquiavelo, ?ser¨ªa preferible ser princesa a ser pr¨ªncipe? ?ste no es el mensaje de Juego de tronos, claro est¨¢ ¡ªlas mujeres son tan crueles como los hombres¡ª, ni, de hecho, el de House of Cards. ?La mujer de Frank Underwood est¨¢ siguiendo su conciencia cuando se las da de hero¨ªna, en la defensa de la causa de los homosexuales, o lo ¨²nico que est¨¢ haciendo es calcular el impacto que ese comportamiento tendr¨¢ sobre su imagen personal en el futuro?
Es cierto que, en House of Cards, no estamos ya en el universo de Maquiavelo, sino en otro much¨ªsimo m¨¢s intenso y venenoso: el de la lucha por el poder a cualquier precio. Incluso el sexo se convierte en un medio privilegiado para lograr los fines perseguidos. Ello da lugar a una escena totalmente grotesca en los ba?os de las Naciones Unidas, entre la embajadora estadounidense, que es a la vez la mujer del presidente ¡ªuna hip¨®tesis muy poco plausible¡ª y el embajador ruso.
Todo sentimiento en House of Cards, por peque?o que sea, se convierte, como en Juego de tronos, en una debilidad que puede perderte.
La disfunci¨®n de la pol¨ªtica estadounidense
Lo que se presencia en la serie House of Cards ¡ªen concreto, la sucesi¨®n de asesinatos cometidos inicialmente por el personaje principal¡ª no es siempre cre¨ªble. Pero estos acontecimientos se inscriben en un contexto que parece confirmar las peores cr¨ªticas contra un sistema pol¨ªtico estadounidense que ¡ªy esto s¨ª que es realidad y no ficci¨®n¡ª ha dejado de funcionar. Pero ?c¨®mo reformar unas instituciones que ten¨ªan por objetivo, a finales del siglo XVIII, proteger la democracia por medio de un estricto equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial? La peque?a rep¨²blica estadounidense pod¨ªa, as¨ª, parecer ejemplar. Hoy en d¨ªa, la rep¨²blica postimperial est¨¢, en realidad, paralizada por ese sistema que ya no controla y que parece obedecer a una l¨®gica de autodestrucci¨®n.
?Y si la ficci¨®n no fuera m¨¢s que la antesala, si no la prefiguraci¨®n, de la realidad?
El problema es que, mientras la primera potencia democr¨¢tica mundial acepta que se eche m¨¢s le?a al fuego, en t¨¦rminos de vilezas, a trav¨¦s de series que fascinan al mundo y tienen una audiencia global, cuando no un alcance universal, la Rusia de Putin, al contrario, se vale de las series como eficaz arma de propaganda dirigida hacia sus propios ciudadanos. Es cierto que, en el caso ruso, las noticias oficiales se convierten en pura ficci¨®n. ?Cu¨¢nto tiempo transcurri¨® entre la destrucci¨®n, en pleno cielo, de un avi¨®n ch¨¢rter ruso que sobrevolaba el Sina¨ª y el momento en el que la presidencia rusa se vio obligada a rendirse a la evidencia? Se trataba, desde luego, de un acto terrorista. Con tal nivel de control sobre la informaci¨®n, de eficacia ¡ªmuy a menudo¡ª de la propaganda rusa, ya casi no es posible distinguir la realidad de la ficci¨®n. La desinformaci¨®n sistem¨¢tica se inscribe en un discurso coherente y organizado. Al d¨ªa siguiente de la destrucci¨®n, en pleno vuelo, del Boeing de Malaysia Airlines, el 8 de marzo de 2014, me encontr¨¦ en un debate radiof¨®nico con el embajador de Rusia en Par¨ªs. ?Es imposible que hayamos sido nosotros, ni siquiera indirectamente, con nuestras armas ¡ªafirmaba de manera categ¨®rica¡ª. No est¨¢ entre nuestros intereses?. No pude evitar responderle que, gracias a ¨¦l, me sent¨ªa ?veinticinco a?os m¨¢s joven?, de vuelta en los viejos y buenos tiempos de la URSS.
En la televisi¨®n, los noticiarios rusos insist¨ªan en los combates de Ucrania, en los complots occidentales contra Rusia y en una presentaci¨®n positiva (y repetitiva) de Vlad¨ªmir Putin. Un presidente que garantiza la estabilidad de un pa¨ªs rodeado de enemigos. Este mensaje se magnifica por medio de series de gran presupuesto (para los est¨¢ndares rusos) que glorifican los combates durante la Segunda Guerra Mundial por Crimea o por series de espionaje que denuncian las traiciones de los nefastos supuestos liberales que colaboraban con el enemigo.
Est¨¢ claro que existen dos raseros. A trav¨¦s de sus series, Estados Unidos se flagela. A trav¨¦s de las suyas, que no tienen, en esencia, m¨¢s que una audiencia local, Rusia se glorifica. En este juego, ?se puede seguir creyendo que una sociedad democr¨¢tica y abierta prevalecer¨¢ necesariamente, a la larga, presentando sus debilidades de manera casi caricaturesca, sobre un r¨¦gimen que tambi¨¦n se presenta a s¨ª mismo de manera caricaturesca, jact¨¢ndose s¨®lo de sus m¨¦ritos?
Es cierto que, en el cine, una pel¨ªcula reciente, Leviat¨¢n, podr¨ªa percibirse como una denuncia despiadada del poder local ruso. Pero ?no se trataba precisamente, para el poder central de Mosc¨², de hacer recaer en los potentados regionales la responsabilidad sobre la corrupci¨®n y la violencia?
?Y si saliera rentable mentir?
En esta lucha desequilibrada entre la ficci¨®n que debilita y la que magnifica, ?se puede temer que, al menos a corto plazo, salga rentable mentir? La pregunta est¨¢ sobre la mesa. Digna heredera de la urss, la Rusia de Putin no anima a sus ciudadanos a un proceso de reforma, indispensable, no obstante, para su supervivencia econ¨®mica y, por lo tanto, pol¨ªtica. ?Todo ser¨ªa perfecto si no estuvi¨¦ramos rodeados de enemigos agresivos que no tienen otra ambici¨®n que humillarnos y debilitarnos mediante una pol¨ªtica de sanciones?, repite sin cesar la propaganda rusa.
Una pol¨ªtica simplista que se acompa?a, sin embargo, de una diplomacia mucho m¨¢s sutil y, en lo que concierne a Siria, eficaz, al menos temporalmente.
Dej¨¢ndose llevar por lo que a algunos podr¨ªa parecerles un antiamericanismo simplista, ?una serie como House of Cards permitir¨ªa a la democracia estadounidense, por el contrario, reinventarse y trascender, en concreto, el bloqueo de sus instituciones?
La serie se convierte en aliciente para no hacer nada en el caso ruso y para hacer las cosas mejor en el caso estadounidense.
Pero el da?o es profundo. Pensar que una serie como House of Cards puede ser la oportunidad de un repunte de la democracia estadounidense es, sin duda, demostrar un exceso de optimismo. Desde luego, se puede leer como una suerte de llamada desesperada a un despertar moral, una forma de ?nunca m¨¢s? a la estadounidense. No vamos a tolerar m¨¢s estas derivas de nuestro modelo democr¨¢tico.
Pero, de manera m¨¢s profunda sin duda, House of Cards refleja una p¨¦rdida de confianza generalizada con respecto a las ¨¦lites. De ellas se puede esperar cualquier cosa. En Gran Breta?a, la multiplicaci¨®n de esc¨¢ndalos sexuales ¡ªa menudo de pedofilia¡ª que implican a personalidades que pueden estar ya muertas se inscribe as¨ª en esta nueva visi¨®n negativa de las ¨¦lites. Una evoluci¨®n que fomenta todo tipo de populismos o radicalismos.
?House of Cards, en su versi¨®n estadounidense (?universal?), contribuye a acelerar este fen¨®meno o no hace m¨¢s que reflejarlo? ?sa es la pregunta clave. Ante una serie as¨ª, parece que se est¨¦n esperando picos en la voluntad de desacralizar la pol¨ªtica y a los pol¨ªticos. Y esta evoluci¨®n se produce en el peor momento, cuando la potencia protectora del Estado se hace m¨¢s necesaria que nunca frente a amenazas existenciales que son cada vez m¨¢s numerosas.
?Una serie deber¨ªa contribuir a un despertar moral o incluso a tranquilizar a los ciudadanos mediante un mensaje que resulte m¨¢s positivo y al mismo tiempo no deje de ser realista sin parecer aburrido ni artificial? Dicho de otro modo, ?una serie puede llevarnos a repensar el orden del mundo, m¨¢s que a concentrarnos exclusivamente, como con placer, si no con un cierto sadismo, en la defensa e ilustraci¨®n de sus trastornos?
Sin lugar a dudas, ¨¦ste no es tampoco el objetivo de la serie noruega Occupied, cuya primera temporada se emiti¨® a trav¨¦s del canal de televisi¨®n Arte a finales de 2015. En realidad, el universo de Occupied est¨¢ m¨¢s pr¨®ximo al de House of Cards que al de Borgen.
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Autor:?Dominique Mo?si.
Editorial:?Errata Naturae (2017).
Formato: tapa blanda (200 p¨¢ginas).
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