Lo que realmente importa
Hay que educar para saber y para convivir, y eso solo puede llevarse a cabo sobre la base de conocer en el sentido m¨¢s amplio de la palabra
A Emilio Lled¨® en su 90? cumplea?os
Si Emilio Lled¨® se hubiera limitado a ser tan solo una figura enormemente influyente en la filosof¨ªa acad¨¦mica espa?ola de la Transici¨®n, habr¨ªa perdido peso en el pensamiento de nuestro pa¨ªs tan pronto como se hubiera jubilado. Si Emilio Lled¨® hubiera sido solamente un magn¨ªfico profesor, su prestigio se habr¨ªa ido apagando conforme se hubiera ido quedando sin estudiantes a los que transmitir su sabidur¨ªa. Si Emilio Lled¨® hubiera sido ¨²nicamente alguna de esas cosas, o incluso la suma de todas ellas, no estar¨ªamos hablando hoy aqu¨ª de ¨¦l. Pero Emilio Lled¨® no se deja describir apelando a ninguna de las determinaciones mencionadas. Si ha llegado a los 90 a?os no ya manteniendo intacto el prestigio que atesoraba cuando abandon¨® definitivamente las aulas, sino increment¨¢ndolo, es porque ha residenciado su virtud en el lugar que le correspond¨ªa: en la palabra misma.
?Es esta efectivamente la clave del prestigio de Lled¨®? Intentemos poner a prueba nuestra propia afirmaci¨®n. De pocas cosas se habla m¨¢s en este pa¨ªs ¨²ltimamente que de di¨¢logo. Hasta el punto de que se dir¨ªa que para algunos parece haber constituido un descubrimiento, cuando no (para los m¨¢s ignorantes) una propuesta radicalmente novedosa. Pero ?qu¨¦ es el di¨¢logo sino la palabra en su estado m¨¢s vivo, la palabra en acci¨®n, ese momento en el que la palabra muestra todo su poder y se pone en juego? Importa entenderlo as¨ª para alejarse de una imagen unilateral de lo dial¨®gico sumamente frecuente. Me refiero a esa imagen en la que el di¨¢logo queda dibujado como una actividad, noble, hermosa, bienintencionada, que busca que las personas rebajen su posible dogmatismo, su intransigencia, su incomprensi¨®n o cualquier otra actitud negativa (por no decir antip¨¢tica), saquen su parte buena y corran al encuentro del otro para ponerse de acuerdo con ¨¦l de forma razonable y, de ser posible, amistosa. As¨ª dibujado, el di¨¢logo formar¨ªa parte del repertorio categorial del perfecto buenista, y el mejor provecho que podr¨ªa extraerse de ¨¦l ser¨ªa el de que constituyera un instrumento para negociar y alcanzar acuerdos.
Qu¨¦ duda cabe de que en ocasiones el final feliz es la desembocadura del di¨¢logo, pero representar¨ªa un grave error suponer que es una desembocadura inevitable. Si no queremos quedar atrapados por las connotaciones que a menudo se adhieren a las palabras, se impone subra?yar la enorme importancia del di¨¢logo entendido, si se me permite decirlo as¨ª, como aventura intelectual, que es como nos ense?¨® a entenderlo Emilio Lled¨®. Ignoro hasta qu¨¦ punto el veneno del di¨¢logo a ¨¦l se lo inocul¨® a su vez Hans-Georg Gadamer, con quien estudi¨® en la Universidad de Heidelberg, o ya ven¨ªa Lled¨® envenenado de casa, esto es, lo llevaba incrustado en lo m¨¢s profundo de su alma cuando conoci¨® al autor de Verdad y m¨¦todo. En todo caso, se puede afirmar que la pasi¨®n por el di¨¢logo como actividad espiritual de alto riesgo ¡ªpor decirlo apenas de otra manera¡ª constituye la expresi¨®n m¨¢s transparente de su talante intelectual, aquello que mejor informa de la naturaleza de su pensamiento.
Podr¨ªamos decir de ¨¦l que es fil¨®sofo a fuer de (magn¨ªfico) profesor de filosof¨ªa
De ah¨ª la complementaria insistencia, de la que nunca se ha apeado Emilio Lled¨®, en la paideia, en la educaci¨®n. Esta deber¨ªa cumplir, adem¨¢s de una funci¨®n de conocimiento, una funci¨®n moral. Hay que educar para saber y para convivir, y eso solo puede llevarse a cabo sobre la base de conocer en el sentido m¨¢s amplio y fuerte de la palabra, esto es, de conocernos tambi¨¦n a nosotros mismos, a los que tenemos por otros y a los v¨ªnculos que podemos y debemos establecer con ellos. Ll¨¢mesele a esto, si se quiere homenajear a Flaubert, educaci¨®n sentimental (a no confundir con la autoayudesca inteligencia emocional) o de cualquier otra forma, siempre que d¨¦ cuenta del calado que se le est¨¢ atribuyendo a la funci¨®n de ese educador.
Y aunque Lled¨®, modestamente, prefiera definirse como profesor de filosof¨ªa antes que como fil¨®sofo, lo cierto es que, parafraseando al ilustre pol¨ªtico, podr¨ªamos decir de ¨¦l que es fil¨®sofo a fuer de (magn¨ªfico) profesor de filosof¨ªa. Esto es, lejos de contentarse con ser mera correa de transmisi¨®n de la herencia recibida, se ha esforzado en criticarla, depurarla y mejorarla para ponerla al servicio de un ideal de vida buena. Con lo que nos vemos devueltos al punto de partida: ha dialogado con la tradici¨®n de la que somos hijos, se ha convertido en interlocutor de ella y, a trav¨¦s de ese gesto, ha ejercido de fil¨®sofo. Las lecciones de dicho di¨¢logo est¨¢n en los textos que Lled¨® ha escrito, textos con los que, prolongando esa gran conversaci¨®n de la humanidad que es la cultura, venimos nosotros hoy convocados a dialogar. No otra constituye, en fin, la gran metalecci¨®n que deber¨ªamos retener de su magisterio (y, en lo posible, aplicarnos para ser capaces de prolongarla): la figura de Lled¨® resiste tan bien el paso del tiempo porque siempre ha hablado de las cosas que realmente importan.
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