Cuando las manos son de madera
Las figuras de Francisco Leiro parecen rudas y descomunales pero tienen alma

He estrechado la mano de algunos escultores, la de Chillida, la de Oteiza, la de Mart¨ªn Chirino, la de Andreu Alfaro, y todas eran grandes, anchas, recias, modeladas por la fuerza que tuvieron que realizar para someter a sus criaturas de hierro, de piedra o de barro. Ninguna de ellas tan poderosas como las del escultor Francisco Leiro (Cambados, Pontevedra, 1957), que al apretarlas ni crujen ni se doblan como tampoco lo hace la madera de pino o de roble, que es el material con que trabaja. El talante y la figura f¨ªsica de un gran escultor suele ser inseparable de su obra, como si su primera obligaci¨®n consistiera en esculpirse a s¨ª mismo. De cerca todos los grandes escultores parecen lo que son, pero Leiro lo parece tambi¨¦n de lejos. Rocoso, fuerte, con el ce?o bien amparado por un buen front¨®n. Si lo tienes delante y le oyes hablar es simplemente ese gallego con todas las circunvalaciones de la mente necesarias para que nunca le puedas definir ni atrapar. Si en el taller de Madrid o de Nueva York cae una gotera, no pasa nada, la deja caer; si en su casa de Cambados hay que arreglar el tejado o la chimenea, eso lo deja siempre para el a?o que viene. Lo ¨²nico importante es que la madera que acaba de encargar para su trabajo sea de buena calidad. Por ah¨ª no pasa.
Miguel ?ngel viajaba a las canteras de Carrara para elegir personalmente los bloques de m¨¢rmol blanco, sin vetas y de buen grano, y bajo su inspecci¨®n eran transportados hasta su taller de Roma o de Florencia. En el interior de cada uno de esos bloques informes estaba ya la figura que el artista hab¨ªa so?ado. La labor del escultor consist¨ªa en adentrarse en el m¨¢rmol con la maza y el cincel para rescatarla. A medida que se acercaba, desde el fondo la figura gritaba su nombre y al final La Piet¨¢, David o Mois¨¦s eran liberados. A Eduardo Chillida se le ve¨ªa muchas veces en la fragua iluminado por el fuego como a Neptuno gobernando el hierro incandescente; Jorge Oteiza luchaba ferozmente contra sus demonios que habitaban en sus cajas metaf¨ªsicas, entre el cubismo, el constructivismo y la abstracci¨®n de un espacio negativo, toda una contradicci¨®n con el car¨¢cter volc¨¢nico del artista que no cesaba de soltar lava.
En la remota antig¨¹edad los bosques eran espacios sagrados. Los druidas de la cultura celta, desde la edad del hierro, eran conscientes de que los ¨¢rboles pose¨ªan almas o sombras, masculinas y femeninas, que estaban presas en los troncos y estos hechiceros celtas sol¨ªan realizar ensalmos para rescatarlas, como hace hoy el escultor Francisco Leiro con el martillo y el escoplo. Cualquiera de sus esculturas produce la sensaci¨®n de ser el resultado de una gran pelea, en las que unas veces ha salido victorioso el escultor y otras derrotado por su gigantesca criatura. Verlo aqu¨ª, con la mano, que parece hecha de la misma madera, sobre el hombro de la escultura del Ba?ista, da la sensaci¨®n de que la acaba de domar. En la muestra de la galer¨ªa Marlborough se exhiben otras figuras rescatadas de sus sue?os, entre ellas la Madama, recuerdo de un juego infantil con el fuego, y el Busto parlante, que alude a un episodio del Quijote.
El escultor Leiro tiene el o¨ªdo hecho para percibir la voz l¨ªrica o angustiosa, que emerge de cada tronco de pino, de roble, de ¨¢lamo. Desde el fondo de la madera un recuerdo de la ni?ez, un cuento o¨ªdo alrededor del lar en noches de lobos, le excita los primeros golpes de gubia y nunca sabe qu¨¦ va a alumbrar al final de la batalla. Tal vez le llama un penitente que pugna por salir, una pla?idera que llora, un esclavo arrodillado que lucha por levantarse, una mujer abrazada a su amante, unos chupacabras, una ninfa, un endemoniado, un figurante de la santa compa?a que arrastra unas cadenas, cualquier alma en pena. El escultor se dispone a liberarlos con el hacha o la motosierra, que son los instrumentos con los que esculpe a los fantasmas, quienes solo tomar¨¢n forma esquivando los tajos violentos que el le?ador Leiro imparte para encontrarlos. Parecen rudas, descomunales y contorsionistas sus criaturas so?adas, pero una vez rescatadas del tronco del ¨¢rbol y puestas en pie en el taller, el artista les extrae su alma arb¨®rea, las cubre de colores vivos y airados, les transfiere una figura humana y comienzan a caminar.
El escultor Leiro transmite una sensaci¨®n de poder, que combina la rudeza expresionista con un humor galaico y una p¨¢tina neoyorquina. La personalidad de un artista es un don personal e intransferible. Si al estrecharle la mano no te cabe duda de que es escultor, tambi¨¦n cualquiera de sus obras vistas a distancia adivinas que solo pueden ser de Leiro y de nadie m¨¢s.
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