El borrador infalible
Rubens es un Spielberg de las superproducciones visuales del Barroco, un Cecil B. DeMille del catolicismo belicoso de la Contrarreforma
La mano del artista dibuja o pinta a toda velocidad sobre una superficie cualquiera: una hoja de papel, una tabla de peque?o formato que ha encontrado en el desorden del taller. La elecci¨®n es tan r¨¢pida, tan descuidada en apariencia, que el papel puede tener en el reverso unas cuentas garabateadas, y la tabla haber sido usada para un boceto previo. La mano con el pincel o el carboncillo se mueve a la misma velocidad infalible con que se mover¨¢n las de un m¨²sico improvisando sobre el teclado, explorando en busca de algo que no se sabe bien lo que es, porque ser¨¢ preciso haberlo hecho para averiguarlo.
El artista Peter Paul Rubens suele trabajar en formatos enormes, en composiciones de mucha complicaci¨®n que cuando est¨¢n colgadas de un muro parece que van a desbordarse sobre el espectador en una catarata de abundancia: santos, ¨¢ngeles voladores, caballos, m¨¢rtires, leones, columnas, aludes de alimentos y de piezas de caza, ej¨¦rcitos en combate. El taller de un artista as¨ª se parece m¨¢s a un plat¨® de Hollywood que a los estudios de los pintores modernos, con sus soledades tortuosas de trabajo monacal. El taller de Rubens ser¨ªa un espacio enorme, lleno de gente, de ayudantes que preparasen colores y lienzos y fueran completando las partes menos comprometidas, de maniqu¨ªes con trajes, de estatuas de yeso, de maquetas, de modelos que posaran como extras para papeles gen¨¦ricos, santos, pastores en adoraci¨®n, espectadores de milagros. Rubens es como un Spielberg de las superproducciones visuales del Barroco, un Cecil B. DeMille del catolicismo belicoso de la Contrarreforma. Su imaginaci¨®n pl¨¢stica, su destreza t¨¦cnica se combinan con las cualidades organizativas y ejecutivas propias de un director en la era de los grandes estudios. Igual que en el caso de muchos de ellos, el esplendor de sus creaciones tiene tambi¨¦n algo de desmedido y de impersonal, una sospecha de vacuidad ret¨®rica, de manufactura a gran escala. A Rubens las instituciones eclesi¨¢sticas y las monarqu¨ªas cat¨®licas de las primeras d¨¦cadas del siglo XVII le encargan montar desfiles de pompa ceremonial con carros mitol¨®gicos y arcos del triunfo de madera y cart¨®n, porque un gran pintor ha de ser tambi¨¦n un consumado escen¨®grafo, y tambi¨¦n le encargan que pinte desfiles y pompas semejantes para cubrir los muros ingentes y los techos de sus palacios. El espectador ha de ser abrumado por tales despliegues de poder¨ªo, simult¨¢neamente religioso y pol¨ªtico, en una ¨¦poca en que la religi¨®n y la pol¨ªtica alimentan guerras de exterminio y hogueras de quema de herejes por el coraz¨®n de Europa.
Rubens es un Spielberg de las superproducciones visuales del Barroco, un Cecil B. DeMille del catolicismo belicoso de la Contrarreforma
Hect¨¢reas agotadoras de pinturas de Rubens llenan museos, muros, techos, c¨²pulas de palacios y de iglesias. Uno circula por sus proximidades como bajo las naves y las columnatas de lujo insolente de la bas¨ªlica de San Pedro en Roma. Es un arte de propaganda beligerante, de ortodoxia cat¨®lica literalmente en pie de guerra contra la Reforma protestante. Exalta justo todo aquello que la Reforma ha querido abolir: el culto a los santos, a sus milagros y a sus reliquias; la veneraci¨®n de la Virgen Mar¨ªa; la supremac¨ªa espiritual y terrenal de la Iglesia; y sobre todo, abarc¨¢ndolo todo, es un arte que exalta el lujo, la omnipresencia, la fascinaci¨®n de las im¨¢genes, precisamente porque los herejes han querido abolirlas. El arte de Rubens celebra las im¨¢genes como un ant¨ªdoto y un desmentido de la austeridad visual del protestantismo, de una manera semejante a como el cine, la televisi¨®n y la publicidad americana, en los a?os de la Guerra Fr¨ªa, celebraban la abundancia y el esplendor de los bienes de consumo frente a la disciplinaria escasez del mundo comunista.
Como en todo arte de propaganda belicosa, Rubens no se permite la menor sutileza en el retrato del enemigo ni en el j¨²bilo por su derrota. La rueda del carro de la Iglesia triunfal aplasta las cabezas de los herejes y de los paganos. La lanza de san Jorge atraviesa las fauces abiertas del drag¨®n vencido y pisoteado igual que la espada o la lanza del arc¨¢ngel san Miguel traspasa el cuello de un demonio. El sadismo pormenorizado de las torturas eleva todav¨ªa m¨¢s la santidad de los m¨¢rtires que las padecen sin vacilar ni en su virtud ni en su fe. Una muerte pelada como una calavera de Ensor arrastra por los cabellos a la Eva pecadora que est¨¢ siendo expulsada del para¨ªso.
Ahora, en el Museo del Prado, descubrimos algo como los storyboards de aquellas superproduccciones, los bocetos que dibuj¨® y pint¨® Rubens para prepararlas. Nuestra visi¨®n del artista cambia de pronto, porque esos borradores lo vuelven cercano a nosotros, nos lo hacen m¨¢s inteligible, como si se nos acercara en el tiempo. Una pintura de enorme formato requiere mucha preparaci¨®n, mucho tiempo, un cierto n¨²mero de colaboradores. Adem¨¢s, ha de ser vista a una cierta distancia, en un espacio p¨²blico, como aquellos cines lujosos en los que proyectaban las pel¨ªculas b¨ªblicas de Hollywood. El boceto se ve casi a la misma distancia que separaba el ojo de la mano del pintor. La rapidez de su ejecuci¨®n ha quedado impresa en los trazos, igual que los tanteos y las incertidumbres, las ocurrencias repentinas, los pasos en falso. En lo imperfecto y lo inacabado hay para nosotros una belleza mucho m¨¢s estimulante que la de la obra ya cumplida. En los cuadros percibimos la distancia que nos separa del tiempo en el que fueron pintados, y el pasado del que eran herederos. Vemos en Rubens la huella de Italia, del sentido tempestuoso del color de la pintura veneciana, Tiziano y Tintoretto, de las anatom¨ªas masculinas heroicas de Miguel ?ngel.
En los bocetos lo que vemos es el porvenir. La soltura de l¨ªneas, la rapidez caligr¨¢fica, las manchas de color que disgregan las formas, el atrevimiento en la expresi¨®n del erotismo o de la crueldad. Miro ese Rubens y ya no pienso en la Contrarreforma. Hay en ¨¦l una energ¨ªa que estalla sobre la superficie breve de la tabla, una vehemencia existencial que me recuerda a los visionarios de los or¨ªgenes del arte moderno, a Goya, a Delacroix, a G¨¦ricault: el perfil de indiferencia cruel de Dalila en una escena de negrura en la que Sans¨®n se debate contra los soldados me hace acordarme de la Salom¨¦ simbolista de Gustave Moreau. Qui¨¦n sabe si no hay un punto de esterilidad en el deseo de perfecci¨®n, en el cuidado excesivo que pone uno en lo que hace, si la obra acabada no ser¨¢ muchas veces la l¨¢pida que sepulta borradores memorables, posibilidades que habr¨ªan brillado sin necesidad de cumplirse.
Rubens. Pintor de bocetos. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 5 de agosto.
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