La culpa ahogada en una pinta de Guinness
La accidentada lectura del 'Ulises', de Joyce, me llev¨® a recorrer algunos lugares del circuito del protagonista
Cuando en 1967 realic¨¦ mi primer viaje a Dubl¨ªn, acababa de leer Retrato del artista adolescente, de James Joyce, e imaginaba a aquel alumno del colegio Belvedere en la penumbra de la capilla durante los ejercicios espirituales, oyendo la voz cavernosa del padre jesuita que describ¨ªa minuciosamente los estertores de la agon¨ªa, la putrefacci¨®n del cuerpo pasto de los gusanos y el merecido castigo del fuego eterno. Esas pl¨¢ticas hab¨ªan dejado el terror consolidado en su alma, solo atemperado por el sabor dulz¨®n del confesonario, donde el adolescente era acariciado por un confesor meloso con suaves pescozones en las mejillas con los que le ayudaba a liberar sus pecados de la carne.
Ese l¨¦gamo cenagoso del que el escritor extrajo las mejores p¨¢ginas de su literatura se lo aplic¨® al alma de Leopold Bloom, el protagonista del Ulises, una novela contra la que yo libraba una batalla siempre perdida en una infame edici¨®n argentina de tapas amarillas. Alg¨²n d¨ªa conseguir¨¦ terminar este maldito libro ¨Cme dec¨ªa¨C como quien logra superar una grave enfermedad, hasta el punto que yo entonces no lograba distinguir a Leopold Bloom del propio Joyce porque los sent¨ªa unidos bebiendo la misma pinta de cerveza Guinness en el pub Davy Byrnes, en Duke Street, cuya espuma les tostaba a ambos el bigote. Desde entonces llevo asociada la culpa y el remordimiento a la cerveza negra. Cuando entr¨¦ por primera vez en el pub?Davy Byrnes, tambi¨¦n ped¨ª, como Leopold Bloom, un s¨¢ndwich de queso gorgonzola y una pinta de Guinness y la beb¨ª junto a unos parroquianos que abrevaban con furia cat¨®lica acodados en una barra rematada con una curva femenina de art d¨¦co.
Para llegar a esta primera parada tuve que atravesar el bullicio de Grafton Street, llena de mujeres pelirrojas como las que hab¨ªa visto en las pel¨ªculas del Oeste disparando desde las carretas contra los indios o haciendo tartas de calabaza y de hombres semejantes a aquellos granjeros con calzones de felpa y tirantes, a quienes los cuatreros sorprend¨ªan siempre arreglando el tejado de casa. Estos tipos en los pubs de Dubl¨ªn cantaban y empu?aban con el mismo ardor una pinta de cerveza Guinness que al d¨ªa siguiente en la iglesia de santa Teresa de ?vila abr¨ªan el misal de cantos dorados con las manos rudas llenas de pecas.
En los salones del hotel Shelbourne, frente al parque de Saint Stephen's Green, donde a la hora del t¨¦ se extasiaba lo m¨¢s elegante de Dubl¨ªn, una camarera me dijo que hab¨ªa estado en Espa?a.
¡ªFui siguiendo al padre Peyton, que promov¨ªa el rosario en familia. Encontr¨¦ que en Madrid hab¨ªa una gran libertad de costumbres. Me pareci¨® que era Babilonia comparado con Dubl¨ªn. Aqu¨ª los s¨¢bados, todav¨ªa los hombres siguen emborrach¨¢ndose solos y las mujeres se quedan en casa limpi¨¢ndoles los zapatos para ir el domingo a misa.
La accidentada lectura del Ulises me llev¨® a recorrer algunos lugares del circuito del protagonista, la torre Martelo, la tienda Brown Thomas, la farmacia Sweny's, donde Leopold Bloom compraba jabones en forma de lim¨®n para ir a unos ba?os p¨²blicos, la Biblioteca Nacional, que era Scylla y Charybdis. En el restaurante The Bailey, frente al pub Davy Byrnes, se conservaba la puerta original de Ecles Street 7, la casa de donde el 16 de junio de 1904 Leopold Bloom inici¨® su periplo de 24 horas, durante el cual este hombre vulgar, que se hab¨ªa desayunado con un ri?¨®n de cerdo asado y que llevaba una patata en el bolsillo de la chaqueta, iba liberando un fluido de la conciencia como un excipiente de sus sue?os inconfesables, ese fondo cenagoso que sustenta la vida de cualquier ciudadano corriente, mientras su mujer, Molly Bloom, le esperaba en la cama hasta altas horas de la madrugada con el deseo palpitando como una babosa.
Molly pod¨ªa ser Nora Barnacle, la mujer de Joyce, una chica de Galway que trabajaba en el hotel Finn's junto al Trinity College, a la que encontr¨® mirando un escaparate de la calle Nassau. Sin duda, el Dubl¨ªn actual ya es otro, pero de aquel primer viaje guardo una sensaci¨®n de tedio provinciano, ahogado cada s¨¢bado en un r¨ªo de cerveza Guinness que desembocaba en la misa del domingo con la admonici¨®n del cura desde el p¨²lpito. Uno pod¨ªa f¨¢cilmente convertirse en un alegre explorador de iglesias y de pubs, McDaids, O'Donoghue's, Mulligan's, The Long Hall,?Keogh's y, de nuevo?Davy Byrnes. En la discoteca Rumours, tal vez estar¨ªa la camarera del hotel Shelbourne bes¨¢ndose en la oscuridad con su novio, sudorosa y reprimida, bajo la voz aterciopelada de Neil Diamond. Dadle duro, muchachos, que ma?ana domingo os espera el padre Purdon en el confesonario.
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