Wagner: el principio es el final
Robert Carsen y Heras Casado arrancan una prometedora y pol¨ªtica Tetralog¨ªa en en el Real
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La forma circular, conceptual, del anillo, de cualquier anillo, sugiere que Robert Carsen ha empezado su Tetralog¨ªa desde el final. El preludio de El oro del Rin, tumultuoso en sus entra?as, precursor de la trama musical hasta el ¨²ltimo estertor, le sirve para escenificar una estampida humana, gentes corriendo, escapando de un poder abstracto, acaso del derrumbamiento del Valhalla.
De hecho, el viaje no comienza en el lecho del r¨ªo, sino en la escombrera de un vertedero. La destrucci¨®n es el presupuesto de la reconstrucci¨®n. Por eso termina El oro del Rin en la ceremonia de inauguraci¨®n de la fortaleza. No la erigen los dioses n¨®rdicos, sino los tiranos. Vestidos de esmoquin. Y secundados por el oro que llevan a cuestas los soldados en una escena de enorme poder teatral, como si el viento de los metales soplara desde los tubos de los ca?ones.
Carsen plantea as¨ª la ¨®pera de Wagner en la dial¨¦ctica del opresor y del oprimido, pero tambi¨¦n pronostica la devastaci¨®n de la naturaleza y traslada los extremos aleg¨®ricos de la codicia como trasunto de la perdici¨®n de la humanidad. El oro es un pal¨ªndromo. Oro. Principio y final. Final y principio.
El eterno retorno permite situar la ¨®pera en cualquier tiempo, en cualquier lugar. Carsen ubica su Tetralog¨ªa en un espacio industrial sin agua ni bosques. Y en el contexto de una tiran¨ªa contempor¨¢nea que sirve de palanca a la extorsi¨®n de la clase proletaria.
Tiene m¨¢s de pol¨ªtica que de mitolog¨ªa la concepci¨®n comprometida de Carsen. Subordina las tramas y las subtramas a una dramaturgia de angustia y claustrofobia, aunque el planteamiento de asfalto y gr¨²as no acosa la m¨²sica de Wagner.
Toda su fuerza tel¨²rica prevalece gracias a la tensi¨®n musical de Pablo Heras Casado, cuyo debut en el gran repertorio wagneriano explica que la ¨²ltima funci¨®n en el Teatro Real tuviera por fuerza m¨¢s enjundia que la primera.
Superado el rito de iniciaci¨®n, inscrito en la hermandad, alistado en la secta de los sacerdotes, el maestro granadino explora con instinto y audacia el desaf¨ªo de la megaloman¨ªa wagneriana. La intensidad de la lectura reanima el foso de los nibelungos, como si estuvieran en una forja haciendo alquimia con la partitura.
Y no debe confundirse intensidad con volumen, por mucho que el desenlace opulento de la ¨®pera permita lucirse a la orquesta igual que antes lo hab¨ªa hecho entre l¨ªneas, entretejiendo con escr¨²pulo la trama crom¨¢tica -un arrecife de coral,? m¨¢s que el vientre de un r¨ªo misterioso- arropando la proeza ol¨ªmpica de los cantantes.
Extraordinario el Alberich de Samuel Youn, digna la decadencia de Sarah Connolly, precario el Wotan, de Greer Grimsley, pero v¨¢lido en t¨¦rminos dramat¨²rgicos. Porque Carsen lo despoja de toda la divinidad. Le devuelve la vista del ojo para degradarlo a la categor¨ªa del s¨¢trapa. Y para convertirlo en arquetipo de una humanidad que subordina el misterio a la ignorancia, lejos del cauce de los r¨ªos, cegada por los destellos del oro y expuesta al abismo y la tormenta t¨®xica con los que Carsen nos anuncia La valquiria.
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