¡®Pijotero¡¯, un toro de bandera

Mientras la sombra aplaud¨ªa a rabiar, el sol gritaba "fuera del palco". Los primeros vitoreaban al torero y los otros se acordaban con educaci¨®n de la estirpe del presidente. Pasaba el reloj de las ocho y cuarto y Las Ventas era un hervidero mientras Miguel ?ngel Perera paseaba las dos orejas. Cuando se apag¨® el fervor, el us¨ªa escuch¨® una bronca de campeonato. ?Bendita pol¨¦mica que siempre acompa?¨® a las grandes tardes de toros!

Lo curioso del asunto es que el culpable de tan grande algarab¨ªa no estaba all¨ª. Desde hac¨ªa un par de minutos yac¨ªa ya sin vida, a pocos metros, en el desolladero, en manos de los habilidosos carniceros.

Pijotero se llam¨®, de 549 kilos de peso, de la ganader¨ªa de Fuente Ymbro, un toro casta?o de aut¨¦ntica bandera. No se le concedi¨®, injustamente ¡ªese s¨ª que fue un pecado presidencial¡ª la vuelta al ruedo, pero ya goza, sin duda, de la gloria que merecen los toros de verdad; de bella estampa, astifinos pitones, veloz en los primeros compases, alegre y pujante en el caballo, alegre y largo y banderillas, y un espect¨¢culo en la muleta. As¨ª fue Pijotero, aunque el que se march¨® por la Puerta Grande fue su matador, Perera, que estuvo a la altura de su oponente en los primeros compases de la faena, pero no alcanz¨® el cl¨ªmax para pasear con todos los honores los m¨¢ximos trofeos. Pero el triunfalismo reinante, el p¨²blico bullanguero y la extrema generosidad del presidente se lo llevaron en volandas.

Perera se mostr¨® muy dispuesto en las ver¨®nicas de recibo, ganando terreno en cada una de ellas. Pijotero empuj¨® con los ri?ones al caballo, humillado siempre, galop¨® en banderillas, y mientras el torero brindaba al Rey don Juan Carlos, el toro esperaba impaciente en los medios.

Hasta el centro del anillo se dirigi¨® el torero y, desde all¨ª, a no menos de veinte metros de distancia le ense?¨® la muleta. El toro la vio y acudi¨® como un rayo a su encuentro con profundidad en la embestida, fijeza y un ritmo espectacular. Y as¨ª sucedi¨® hasta en tres ocasiones, en las que se luci¨® con un toreo largo y hondo, encimista, a veces, que quiz¨¢ que emborron¨® la deslumbrante imagen de un toro de encastada nobleza y un torero en saz¨®n.

Por el lado izquierdo ya nada fue igual. Acudi¨® el animal con la misma calidad, pero con menos acometividad. Y otra tanda final hubo por la derecha en la que ¡®Pijotero¡¯ busc¨® la pa?osa con verdadera fruici¨®n.

Pero la faena hab¨ªa sido larga en exceso. Y lo bueno debe ser breve, necesariamente. El toro era un atleta extraordinario, pero no una m¨¢quina. Cuando Perera mont¨® la espada estaba claro que la faena era de una oreja por su err¨®neo empecinamiento, pero los pa?uelos y el presidente decidieron lo contrario.

Ese toro fue el verdadero triunfador de la tarde aunque en este momento cuelguen sus carnes en un pincho y pronto se coman su rabo en un estofado. Pero ni los despojos ni una sabrosa salsa har¨¢n olvidar que guardaron el alma de un toro bravo, creador de emoci¨®n, gozo y belleza.

Hubo m¨¢s toros de triunfo, pero no hubo toreros. Bueno, hombres de luces, s¨ª, pero el fulgor de sus trajes no transmitieron la claridad de sus corazones.

Finito -casi 28 a?os ya de alternativa- ense?¨® pronto sus credenciales. Vino a ¡®verlas venir¡¯; que quiere decir a esperar un toro de carril que le permitiera expresar lo mucho, que, supuestamente, lleva dentro. De buena condici¨®n fue su primero, pero el torero se perdi¨® en probaturas y precauciones, despegado, fuera cacho, vistoso en los adornos y vac¨ªo en el toreo. Y ante el cuarto fue un torero a la fuga, afligido y desfigurado.

La plaza recibi¨® con una ovaci¨®n a Urdiales cuando se rompi¨® el pase¨ªllo, pero el riojano no respondi¨® a las expectativas. Dificultoso pareci¨® su primero en sus manos y la labor fue altamente mon¨®tona; el quinto levantaba la cara y el torero escondi¨® su alma hasta m¨¢s ver.