Esnob de nacimiento
Tengo memoria de sonidos que me parecieron enigm¨¢ticos y maravillosos porque no me remit¨ªan a nada conocido
"La esencia del esnobismo es que uno quiere impresionar a otros¡±, escribi¨® Virginia Woolf. La cita de Woolf me define desde la infancia, antes de conocer a Woolf ni tener idea de su ensayo sobre el esnobismo.
El domingo a la noche, vi un filme sobre la m¨²sica contempor¨¢nea en Buenos Aires. Juan Villegas, su director, no se concentr¨® en el presente, sino que busc¨® algunos de los primeros cap¨ªtulos. Y all¨ª encontr¨® un m¨²sico que fue decisivo: Gerardo Gandini, seguramente conocido en Espa?a, donde recibi¨® el Premio Iberoamericano de la M¨²sica o, como se dice, el ¡°Cervantes¡± de la m¨²sica cl¨¢sica. Cuando ve¨ªa a Gandini en el filme de Villegas, pens¨¦ en mi juventud. En los sesenta, el teatro Col¨®n organizaba conciertos matutinos. Eran gratuitos, de modo que cualquier estudiante, como yo misma entonces, pod¨ªa sentarse en las butacas anchas y aterciopeladas de la lujosa platea, un espacio inaccesible para nosotros que, del Col¨®n, solo conoc¨ªamos el lejano y a¨¦reo para¨ªso, donde nos apoy¨¢bamos en las barandas y escuch¨¢bamos de pie largos conciertos, agradecidos de que esa ubicaci¨®n remota estuviera al alcance de nuestras posibilidades econ¨®micas.
En esos matutinos conciertos dominicales de la ¡°gran sala¡±, Gandini dirig¨ªa la Filarm¨®nica, que tocaba m¨²sica contempor¨¢nea. Hoy no recuerdo cu¨¢les fueron las obras de esa m¨²sica ¡°rara¡±. Pero tengo memoria de sonidos que me parecieron desconcertantes, enigm¨¢ticos y maravillosos porque no me remit¨ªan a nada conocido.
Antes de esa experiencia de mis 20 a?os, hab¨ªa visto y escuchado, en el auditorio de La Plata, una ciudad muy pr¨®xima a Buenos Aires, el ballet Apollon musag¨¨te, de Stravinski. Mi familia, donde todos se peleaban constantemente, durante una de esas guerras locales, me hab¨ªa enviado de ¡°vacaciones¡± a la casa de una t¨ªa. Su hija, estudiante universitaria, consider¨® que pod¨ªamos endomingarnos para ir al bosque de La Plata, que tiene (o ten¨ªa) un auditorio, donde Apolo y las musas danzaron.
Todo lo que puedo recordar son violines tocando sonidos incomprensibles, que no parec¨ªan responder a ninguna de las combinaciones habituales en Chopin o Mozart (que era lo ¨²nico que yo hab¨ªa escuchado antes). Al darme cuenta de que esa m¨²sica era ¡°otra cosa¡±, ca¨ª fascinada. No pude decir que ¡°me gustaba¡±, pero descubr¨ª que all¨ª se abr¨ªa un camino que era nuevo e impredecible. Amor a primera vista.
El filme de Juan Villegas se llama Los trabajos y los d¨ªas, como el poema de Hes¨ªodo. Pero, en este caso, los personajes no vienen de la mitolog¨ªa. Son electricistas, atrecistas y escen¨®grafos de una sala peque?a, en los s¨®tanos del Col¨®n, que la est¨¢n preparando para el concierto de la noche. Esos ¡°trabajos¡± de organizaci¨®n material y de administraci¨®n de recursos hacen posible la m¨²sica que se escucha en el final del filme. Trabajan no solo los iluminadores, los escen¨®grafos y todos los oficios que montan la escena ocupada, poco despu¨¦s, por los artistas. Trabajar¨¢ el p¨²blico que tenga la ocurrencia de meterse en una de estas sesiones de m¨²sica que todav¨ªa no ha sido domada por la repetici¨®n secular de v¨ªtores y aplausos.
En su filme, Villegas acert¨® al poner el trabajo en primer plano. Esa tambi¨¦n fue mi experiencia con la m¨²sica del siglo XX en la que me introdujo Stravinski en los bosques de La Plata y a la que jur¨¦ amor y fidelidad desde entonces, ofreciendo trabajo a cambio del placer de la escucha.
Con la m¨²sica, y tambi¨¦n con la literatura, nos atraviesan dos impulsos que tironean en direcciones diferentes. Est¨¢, por un lado, el placer del reconocimiento. Volviendo a mi infancia, yo ped¨ªa a quien pudiera tocarla al piano que repitiera por cent¨¦sima vez la famos¨ªsima Fantas¨ªa impromptu, de Chopin. La sab¨ªa de memoria y solo buscaba que el piano me recordara lo que sab¨ªa. La madre de la muchacha que me llev¨® a escuchar a Stravinski en los bosques de La Plata estaba obligada a tocarla cada vez que la visit¨¢bamos. Se lo ped¨ªa mi padre, que solo escuchaba Chopin y jam¨¢s otro m¨²sico, como si hubiera firmado un contrato con el romanticismo. En mi casa, con su vasito de brandi a mano, repet¨ªa un ¨²nico disco de las polonesas, interminablemente. Como llegaba de trabajar, a todos nos parec¨ªa que la repetici¨®n figuraba dentro de su derecho al descanso.
Por cierto, nada de esto pude escuchar en el bosque de La Plata cuando mi prima y yo fuimos al Apollon musag¨¨te, una obra ¡°f¨¢cil¡± de Stravinski, que para m¨ª fue dif¨ªcil. Sin embargo, el apellido Stravinski me impresion¨® por su doble exotismo: lo ruso y lo nuevo. No pod¨ªa adivinar la cantidad de Stravinski que pasar¨ªa por mi vida desde aquel entonces, cuando empec¨¦ a interesarme precisamente por lo desconocido.
Esnob de nacimiento, esa noche cambi¨® mi destino. Resolv¨ª dejar atr¨¢s a Chopin y quedarme en ese territorio sin mapa ni br¨²jula. No me perd¨ª, porque alguna gente misericordiosa ayud¨® a esa chica interesada por lo que ignoraba. Me eduqu¨¦ como esnob, para ser capaz de impresionar a otros y merecer la definici¨®n de Virginia Woolf sobre el esnobismo.
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