Quiero destruir un ¡®picasso¡¯
El ansia de exhibir la victoria o la acci¨®n de simples perturbados sin causa han dejado muchos escombros de arte en la historia
Sin llegar al nivel criminal que alcanz¨® hace un a?o un hombre que arroj¨® a un cr¨ªo al vac¨ªo desde la Tate Modern, otro joven londinense se ha convertido en noticia al atacar un cuadro en el mismo museo. Shakeel Massey, de 20 a?os, est¨¢ detenido desde el s¨¢bado por intentar romper un Busto de mujer en el que Picasso represent¨® a su musa, Dora Maar, en 1944.
Pero Massey sigue el camino de otros muchos.
La ambici¨®n de poder y el ansia de exhibir la victoria ha dejado demasiados escombros de arte a lo largo de la historia: los v¨¢ndalos destruyeron todo el arte que pudieron al invadir Roma, los luteranos destruyeron esculturas, im¨¢genes y arte de las iglesias cat¨®licas en toda Europa; los talibanes volaron los budas de Bamiy¨¢n para demostrar la potencia de su nueva era; el Estado Isl¨¢mico hizo trizas restos arqueol¨®gicos de Palmira y as¨ª, sucesivamente, los vencedores han dejado su huella derribando s¨ªmbolos de los vencidos. Aunque el arte se lo pierda. Aunque la historia sufra. Coleccionamos ejemplos.
Pero volvamos a Londres. El caso de los atacantes individuales como Massey no cumple el mismo patr¨®n que los asaltos colectivos, pero en ellos hay tambi¨¦n un punto de exhibici¨®n, de convertirse en el centro de la noticia o de contagiarse por un momento de la fama del genio agredido. A excepci¨®n tal vez de la Venus del espejo de Vel¨¢zquez, que fue acuchillada por una sufragista en 1914, grandes obras emblem¨¢ticas han sido masacradas o atacadas por simples perturbados sin causa que vieron en el David o La Piedad de Miguel ?ngel, la Gioconda de Leonardo, La ronda de la noche de Rembrandt (tres veces), un mural de Rothko (tambi¨¦n en la Tate Modern) y otras de Duchamp unos enemigos a batir. Con ¨¢cido, con cuchillos, con martillos.
Medirse con el genio, mirarle de t¨² a t¨², destruir en lugar de crear ha movido a esos agresores, en general hombres frustrados, algunos escapados de psiqui¨¢tricos, otros diagnosticados con trastornos, a levantarse contra las obras del genio con un narcisismo enfermizo. Dario Gamboni lo cuenta en La destrucci¨®n del arte (C¨¢tedra), un libro fundamental sobre el motor de esa extra?a patolog¨ªa que convierte al arte en v¨ªctima y, al museo, en templo de iconoclasia.
El atacante de La ca¨ªda de los condenados, de Rubens, en M¨²nich (1959), por ejemplo, arroj¨® ¨¢cido al cuadro y declar¨® al juez que necesitaba "sobresaltar al mundo" para comunicar algo extremadamente importante para el futuro de la humanidad. No lo habr¨ªa conseguido, dijo, con un incendio forestal. (De aquel mensaje tan importante, por cierto, no recordamos nada). El agresor de la Piedad de Miguel ?ngel combinaba "desarraigo, narcisismo herido y ansia de reconocimiento", algo parecido al de la Gioconda (1956). Radovan Karadzic, psiquiatra adem¨¢s de criminal de guerra serbio, hizo poemas alabando la destrucci¨®n. Hitler, mediocr¨ªsimo artista antes que dictador, acab¨® disfrutando de la destrucci¨®n de ciudades y poblaciones, seg¨²n las citas de Erick Fromm recogidas por Gamboni. Los atacantes de la Piedad (1972) y y la Ronda de la noche (1975) declararon ser hijos de Dios. Y el agresor del David de Miguel ?ngel en Florencia (1991) era un pintor frustrado que declar¨® su envidia ante el genio italiano. Perturbados, siempre, incapaces de aceptar la genialidad ajena.
La iconoclasia, en suma, es tan vieja como el arte, y el af¨¢n de destrucci¨®n emerge en ocasiones con m¨¢s fuerza que la creaci¨®n. Y lo peor es que sucede, lo sabemos, no solo en el arte, no solo en los museos, sino all¨ª donde pueda nacer cualquier forma de belleza y emoci¨®n.
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