Tensiones irresueltas
Segunda entrega de 'El anillo del nibelungo' de Richard Wagner en el Teatro Real
Rebobinemos. Hace poco m¨¢s de un a?o se vio en el Teatro Real la v¨ªspera, o el pr¨®logo, de las tres jornadas que integran El anillo del nibelungo, la colosal odisea dram¨¢tico-musical de Richard Wagner. Al final de El oro del Rin, tras la tormenta desatada por Donner, los dioses se trasladan al Valhalla sobre un prodigioso arco¨ªris que se eleva hasta la fortaleza por encima del valle. Entonces el fen¨®meno ¨®ptico se transmut¨® en una extra?a nevada cuyo verdadero sentido solo alcanzamos a comprender ahora. Nacida en su momento para representarse en tan solo dos d¨ªas contiguos (con sendas dobles funciones) de un maratoniano fin de semana en la ?pera de Colonia, esta producci¨®n de Robert Carsen conectaba de forma perceptible los comienzos y los finales de las sucesivas entregas de la tetralog¨ªa, y aquella nieve cuyo simbolismo resultaba dif¨ªcil de entender no era m¨¢s que el presagio de la tormenta que sirve justamente de punto de arranque de La valquiria. Muchos meses despu¨¦s hay que volver a situarse mentalmente en aquella casilla: esta es una partida larga y espaciada en el tiempo.
La valquiria
M¨²sica de Richard Wagner. Stuart Skelton, Adrianne Pieczonka, Ren¨¦ Pape, Tomasz Konieczny y Ricarda Merbeth, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Direcci¨®n musical: Pablo Heras-Casado. Direcci¨®n de escena: Robert Carsen. Teatro Real, hasta el 28 de febrero.
De hecho, todo empez¨® a su vez justamente con un gran rebobinado, ya que Wagner comenz¨® redactando lo que a la postre acabar¨ªa siendo el final de la epopeya: La muerte de Sigfrido. Para comprender c¨®mo y por qu¨¦ se hab¨ªa llegado hasta all¨ª necesit¨® de nada menos que tres precuelas ¨Cmuy distintas y, a la vez, complementarias¨C, con lapsos entre una y otra que se completan solo en parte en el curso de la acci¨®n posterior. En La valquiria, por ejemplo, reencontramos ¨²nicamente a dos de los personajes que aparec¨ªan en El oro del Rin: Wotan y su esposa Fricka. El resto han desaparecido, del mismo modo que esta ¨²ltima ¨Caunque invocada in absentia por Hagen en Ocaso de los dioses, al igual que hacen Hunding, Siegmund, Wotan y Br¨¹nnhilde al final del segundo y el tercer actos de La valquiria¨C se encuentra por completo ausente en las dos ¨²ltimas jornadas.
Lo que m¨¢s individualiza a la primera jornada de El anillo del nibelungo respecto a la v¨ªspera que la antecede es, sin duda, su traslado al mundo de los humanos y, sobre todo, la irrupci¨®n ¨C¡°erupci¨®n¡± tambi¨¦n servir¨ªa¨C del amor, referido, s¨ª, en El oro del Rin, pero nunca explicitado como tal: la lascivia de Alberich no tiene nada que ver con ¨¦l. Ahora, en cambio, constituye la esencia absoluta del primer acto, cuando el proceso de anagn¨®risis que va cuajando lenta y retrospectivamente entre Siegmund y Sieglinde acaba desembocando en una desenfrenada pasi¨®n fraternal y, de resultas de ella, en la procreaci¨®n del h¨¦roe que dar¨¢ t¨ªtulo a la siguiente entrega. En el Anillo, los sucesos van anud¨¢ndose implacablemente, con la misma inevitabilidad con que las nornas van tejiendo la cuerda del destino.
Pero en La valquiria hay otras tres parejas no menos importantes: la formada por Wotan y Fricka, la que integran el dios de dioses y su hija predilecta, Br¨¹nnhilde, y el matrimonio sin amor que Sieglinde se vio forzada a contraer con Hunding. Como diosa del matrimonio, Fricka representa el viejo orden, sumida en la irresoluble contradicci¨®n de ver c¨®mo ella no es la madre de ninguno de los once hijos de Wotan que desfilan por el drama: ocho de las nueve valquirias, nacidas de una mujer innominada, probablemente humana; Br¨¹nnhilde, hija de Erda, la diosa de la Tierra; y los propios gemelos Siegmund y Sieglinde, concebidos con otra mujer mortal, una volsunga ("W?lsung", leemos una y otra vez en los incongruentes sobret¨ªtulos). En el Anillo no hay matrimonios felices: las dos parejas de La valquiria son desdichadas y est¨¦riles. El verdadero amor solo nace fuera del matrimonio, al margen de las normas. Hunding es el hombre brutal, desp¨®tico, vengativo, salvaje, apegado a su clan, que solo concibe a una esposa como una mujer sojuzgada por su voluntad. Las tres parejas mantienen largos di¨¢logos, por trechos monologados, que constituyen la esencia del drama. Y a lo largo de ellos van aflorando las tensiones que director y cantantes tienen que sacar a la luz y graduar cuidadosamente, porque en Wagner nada es repentino, inexplicado (o inexplicable, como sucede en tantas y tantas ¨®peras) ni soslayable.
As¨ª, el primer acto se halla dominado por la tensi¨®n sexual entre Sieglinde y Siegmund, que deviene por fin en incestuosa, aunque, como anot¨® Schopenhauer en su copia del libreto, el tel¨®n baja justo a tiempo (¡°r¨¢pidamente¡±, escribe as¨¦pticamente Wagner, que vio en el perseguido y amenazado Siegmund a una suerte de ¨¢lter ego). Luego asistimos a la tensi¨®n conyugal entre Wotan y Fricka, que encarnan tesis irreconciliables, aunque a la postre es ella quien, tras acorralar al dios frente al espejo de sus propias contradicciones, logra imponer su criterio. El tri¨¢ngulo se cierra con la tensi¨®n paternofilial entre Wotan y Br¨¹nnhilde, la m¨¢s importante y fecunda de todas, la que presenta m¨¢s dobleces y la que, en fin de cuentas, se convertir¨¢ en el motor de la acci¨®n. Ella se humaniza, deja de ser diosa y, al sentir compasi¨®n ante el destino fatal de Siegmund y Sieglinde, decide ayudar a ambos, pagando al final muy cara su desobediencia. Habr¨¢ que esperar a Siegfried para que sea recompensada su osad¨ªa y se vea liberada de su castigo. De la empat¨ªa que le despierta el amor incondicional que inflama a sus dos hermanos pasar¨¢ a experimentar a?os despu¨¦s ese mismo sentimiento en carne propia. Y justamente con el futuro fruto nacido de aquel primer amor: los dioses, no lo olvidemos, son eternos.
Para plasmar todo este complejo entramado de tensiones, Wagner se vale no solo del texto que conf¨ªa a los cantantes, sino tambi¨¦n, y de manera a¨²n m¨¢s prominente, de un arsenal de motivos mel¨®dicos y arm¨®nicos repartidos entre la orquesta ¨Ca menudo yuxtapuestos de forma simult¨¢nea¨C que experimentan una metamorfosis incesante a fin de poder contar tambi¨¦n ellos, sin palabras, cuanto acontece, ha acontecido e, incluso, acontecer¨¢ en el escenario. Y muy especialmente, claro, lo inefable. Y aqu¨ª es donde radica la grandeza de Wagner y su obra de arte total: el andamiaje b¨¢sico de la trama funciona como un mecanismo de relojer¨ªa y hace que aquella se cierre siempre magistralmente sobre s¨ª misma, pero una lectura literal o literalista se pierde todo lo importante. Estas obras nos invitan ¨Cexigen casi¨C a ahondar, descubrir, reflexionar, y comprender.
Una puesta en escena es justamente eso: una lectura o, mejor a¨²n, una propuesta de lectura que el director ofrece al p¨²blico. En Wagner, la panoplia de posibilidades es casi infinita, y con cada uno de los enfoques (filos¨®fico, hist¨®rico, ahist¨®rico, mitol¨®gico, moral, pol¨ªtico...) se despliega a su vez un abanico de distintas opciones. Pretender abarcarlo todo y pecar de ambicioso supone una condena segura al fracaso, una trampa en la que, como ya vimos en El oro del Rin, Robert Carsen no se mostraba dispuesto a caer. Su mirada parec¨ªa antropoc¨¦nica al mostrar una naturaleza degradada y denigrada por el ser humano, al tiempo que se revelaba muy poco complaciente con los dioses, caricaturizados casi como figuras ramplonas, mediocres, con Wotan convertido en un oficial chusquero, fr¨¢gil y apocado. Su mejor virtud es que es poco intrusiva, sin interferir en el texto, mientras que su peor defecto es que apenas toma partido: ni sus leves a?adidos ¨Ccasi siempre en forma de soldados¨C a una escenograf¨ªa m¨ªnima heredada de El oro de Rin aportan nada relevante, ni el movimiento f¨ªsico y psicol¨®gico de los personajes aparenta obedecer a un plan maestro. Tampoco parecen importarle gran cosa al director canadiense los s¨ªmbolos ¨Cla lanza de Wotan, Nothung hecha pedazos tras impactar supuestamente con ella, la roca en la que habr¨¢ de dormir Br¨¹nnhilde su largu¨ªsimo sue?o¨C y la muerte de Hunding riza el rizo de la abstracci¨®n.
Stuart Skelton compone un Siegmund muy cre¨ªble, desde el fugitivo exhausto del comienzo hasta el amante incondicional del segundo acto: quiz¨¢ ning¨²n momento de las casi cinco horas de representaci¨®n super¨® en emoci¨®n a sus dos ¡°W?lse!¡± largamente exclamados. Y al final del acto arriesg¨® tanto que estuvo a punto de emular a Jon Vickers en Bayreuth en 1958. Adrianne Pieczonka cant¨® con enorme inteligencia, no intentando nada por encima de sus posibilidades actuales, lo que se tradujo en una Sieglinde muy intimista, a ratos casi lieder¨ªstica, con frases de enorme musicalidad y reservando las efusiones para momentos muy contados, como cuando recibe los restos de Nothung (aunque aqu¨ª no son tales) de manos de Br¨¹nnhilde tras revelarle su embarazo en el tercer acto. En Ricarda Merbeth, lejos tambi¨¦n de su esplendor vocal, las intenciones superan a la realidad y su valquiria suena con demasiada frecuencia destemplada en el agudo e incolora en el grave, sin el arrojo juvenil que deber¨ªa caracterizarla. Tampoco en el anuncio de la muerte de Siegmund del segundo acto, una de las cimas musicales absolutas de la ¨®pera, logr¨® transmitir su condici¨®n de digna hija de Erda: sabia, serena y elocuente a un tiempo.
Tomasz Konieczny es un Wotan con una voz notable lastrada por dos serios problemas: su tendencia a un canto mon¨®tono que le impide profundizar en el insondable fondo psicol¨®gico del personaje (que eclosiona sobre todo en el largo mon¨®logo confesional del segundo acto) y las dificultades para mantener un canto noble y expresivo cuando apiana. Aun as¨ª, hemos ganado muchos enteros con respecto al Wotan de El oro del Rin, si bien tanto ¨¦l como Greer Grimsley nos han ofrecido a un dios muy poco divino y sin la crueldad que aqu¨ª le lleva nada menos que a cometer un filicidio, am¨¦n de la terrible venganza con que castiga a su hija m¨¢s querida. Parece claro que Carsen siente escasa simpat¨ªa por el personaje, pero pocas cosas se entienden en el Anillo sin acudir a las complejidades, las contradicciones y los infinitos recovecos de Wotan. En su duro enfrentamiento dial¨¦ctico con ¨¦l, Daniela Sindram es una Fricka m¨¢s g¨¦lida que airada. Ren¨¦ Pape, en su breve papel como Hunding, no es tampoco el que fue, pero eso no le impide dar un recital de dicci¨®n y de canto wagneriano, que consiste en utilizar la voz como si fuera un instrumento m¨¢s integrado en la orquesta, no desgajado de ella.
A su vez, en un mundo ideal, los instrumentistas deber¨ªan tocar con la flexibilidad con que los cantantes manejan sus voces, algo que apenas pudo escucharse por la direcci¨®n casi siempre en exceso m¨¦trica y r¨ªgida de Pablo Heras-Casado. Llamaba la atenci¨®n, claro, la convivencia de cantantes curtidos en mil batallas wagnerianas frente a la biso?ez de un director que est¨¢ afrontando ahora su primer Anillo. En realidad, la situaci¨®n so?ada para el responsable de cualquier teatro ser¨ªa poder contar con cantantes maduros pero a¨²n en su esplendor vocal y con un director musical con un gran bagaje te¨®rico y pr¨¢ctico para sacar el mayor partido de ellos y convertir a la orquesta no en acompa?ante sino en copart¨ªcipe del drama. Heras-Casado empez¨® su Valquiria, sin embargo, con una tormenta inicial olvidable y confusa, demasiado r¨¢pida ("tempestuoso", indica simplemente Wagner), con los cinquillos y las semiescalas ascendentes y descendentes del motivo de Siegmund (una derivaci¨®n del de Wotan, de quien a¨²n no ha podido liberarse) en violonchelos y contrabajos agapazados bajo los incesantes seisillos de violines y violas: el conjunto son¨® m¨¢s a una obertura de concierto que al presagio de la inminente aparici¨®n de un hombre que huye acorralado por sus enemigos. El primer acto fue en general desnortado, falto de poso e intensidad, demasiado desligado de lo que suced¨ªa en escena, y con una traducci¨®n tambi¨¦n r¨ªtmicamente imprecisa del motivo de Hunding: las dos negras, ?el silencio!, las dos fusas, el tresillo, el anf¨ªmacro final. Cuanto m¨¢s n¨ªtidamente articulado se traduzca, m¨¢s ominoso resulta.
Posteriormente logr¨® alzar el vuelo en momentos puntuales de las escenas centrales del segundo acto (el director granadino parece m¨¢s af¨ªn a los pasajes est¨¢ticos que a los m¨¢s arrebatados, donde la din¨¢mica se le desmanda y las piezas se le desbaratan) para volver a las andadas en el tercero, iniciado por una cabalgata de las valquirias de nuevo emborronada y coronado por una pobre despedida de Wotan, traducida m¨¢s como una suma deshilachada de diversas partes que como el gran arco unitario que es: si esta m¨²sica no despierta escalofr¨ªos de emoci¨®n es que algo est¨¢ fallando. En la orquesta se mostr¨® m¨¢s consistente la madera que el metal, mientras que la cuerda tampoco brill¨® como en sus mejores tardes bajo otras batutas (y Capriccio viene de inmediato a la memoria). La partitura es, c¨®mo negarlo, agotadora (supera el millar de p¨¢ginas) y exigent¨ªsima para todos, la orquesta ha simultaneado los ensayos y, a partir de ahora, las representaciones con las de La flauta m¨¢gica y una obra como esta jam¨¢s puede contar con el tiempo suficiente de preparaci¨®n. Quiz¨¢ por ello hubo excesivos desequilibrios entre secciones orquestales y dentro de ellas: al final, quedaron demasiadas tensiones sin resolver, porque musicalmente quedaron expresadas a medias y porque Wagner, claro, deja cabos sueltos. Continuar¨¢.
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