El falsificador que vend¨ªa ¡®vermeers¡¯ falsos a los nazis
Babelia ofrece un extracto de 'El expolio nazi', de Miguel Martorell, en el que el profesor analiza el saqueo de obras de arte durante el Tercer Reich
Babelia ofrece un fragmento de 'El expolio nazi' (Galaxia Gutemberg), del profesor Miguel Martorell, sobre el enloquecido mercado art¨ªstico de la Europa dominada por el Tercer Reich, donde proliferaron los fraudes art¨ªsticos ante la intensa demanda de pinturas de los viejos maestros flamencos, italianos o neerlandeses. Una ¨¦poca llena de marchantes, coleccionistas, falsificadores y timadores dispuestos a hacer negocio. El libro t¨ªtulo a las librer¨ªas el 11 de marzo.
EL FALSIFICADOR EN SU LABERINTO
Pintor correcto, cuya obra original estaba impregnada de un tono simb¨®lico y m¨ªstico, Han van Meegeren era un hombre resentido porque apenas cosech¨® ¨¦xito a lo largo de su vida. Pero acabar¨ªa alcanzando la genialidad como creador de Vermeers. Vermeer fue redescubierto a mediados del siglo xix por el historiador del arte T¨¦ophile Thor¨¦, quien escribi¨® en 1866 la primera monograf¨ªa sobre el pintor. Hasta finales del xix era un artista casi desconocido: todav¨ªa en 1881 un coleccionista pudo comprar en una subasta en La Haya La joven de la perla por dos florines y medio. Pero a comienzos del siglo xx su obra se revaloriz¨® hasta alcanzar los precios de Rembrandt, y en el periodo de entreguerras descubrir un Vermeer era para cualquier marchante como hallar el Santo Grial. En los a?os veinte y treinta aparecieron en el mercado numerosas obras a su estilo, retratos o pinturas de g¨¦nero, falsificaciones o cuadros de ¨¦poca retocados para aparentar que hab¨ªan salido de su mano. Alguno de ellos proced¨ªa del pincel de Van Meegeren. Era el caso de La joven con el sombrero azul, que los Thyssen hab¨ªan comprado en 1930 al marchante Paul Cassirer. Un trabajo tan h¨¢bil y perfecto que Max J. Friedl?nder lo aval¨® en su momento, y la autor¨ªa real de Van Meegeren no se descubri¨® hasta los a?os cincuenta.
Como observ¨® en 1968 Theodore Rousseau, que a estas alturas ya no era el joven oficial de la OSS que persegu¨ªa a Alois Miedl al final de la guerra, sino el reputado conservador jefe del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, Van Meegeren, mediocre al pintar en su propio estilo, tuvo un arranque de genialidad cuando lo hizo como si fuera otro. Comprendi¨® que se sab¨ªa muy poco sobre la vida de Vermeer, que apenas se conservaban obras de su juventud, y que una de ellas era religiosa: Cristo en la casa de Marta y Mar¨ªa. Con estos mimbres, concibi¨® una idea tan audaz como soberbia. En vez de recrear las pinturas de madurez, aquellas de car¨¢cter secular y mundano, protagonizadas por hombres o mujeres en espacios dom¨¦sticos, aprovechar¨ªa la ignorancia sobre sus primeros a?os para forjar toda una etapa en la vida del pintor: la fase b¨ªblica, los Vermeer ?que deb¨ªan de haber existido?, una serie limitada de cuadros que el artista habr¨ªa realizado en su juventud para una iglesia cat¨®lica clandestina en los Pa¨ªses Bajos, de mayor¨ªa protestante en el siglo xvii, y que llegaron a manos de Van Meegeren sin que este precisara jam¨¢s c¨®mo hab¨ªa ocurrido.
Sent¨® las bases del nuevo estilo con La cena de Ema¨²s, que elabor¨® entre 1936 y 1937, cuyo descubrimiento subyug¨® a marchantes, coleccionistas y directores de museo de todo el mundo, y que adquiri¨® el Museo Boijmans de R¨®terdam en 1938 por algo m¨¢s de medio mill¨®n de florines. En los a?os siguientes aparecieron otras cinco. La ¨²ltima fue Cristo y la ad¨²ltera. Desmantel¨® la impostura en julio de 1945 Joseph Piller, un oficial del ej¨¦rcito neerland¨¦s. Antes de hacerlo p¨²blico, consult¨® a varios expertos. El rumor que circulaba hasta la fecha en el mundo del arte era que Van Meegeren, con ayuda de alg¨²n c¨®mplice, habr¨ªa robado los cuadros a un mismo coleccionista. Pero si exist¨ªan dudas acerca de si Van Meegeren era o no un ladr¨®n, pocos cuestionaron que las pinturas fueran de Vermeer. Hasta el punto de que Van Meegeren, un fascista radical que respald¨® a los nazis durante la ocupaci¨®n, fue acusado de colaboracionista tras la guerra por vender al Tercer Reich obras maestras del patrimonio pict¨®rico neerland¨¦s.
Con el fin de evitar la c¨¢rcel, el falsario reconoci¨® que los Vermeer de la etapa b¨ªblica que hab¨ªa colocado en el mercado eran obra suya, un aut¨¦ntico fraude. Pero el enga?o era de tal calidad y tantos expertos hab¨ªan ca¨ªdo en la trampa que, para su desesperaci¨®n, casi nadie le crey¨® o ¨C?al menos?¨C reconoci¨® creerle porque la reputaci¨®n del mundo del arte neerland¨¦s, que hab¨ªa festejado cada nueva aparici¨®n, estaba en entredicho. Pocos estaban dispuestos a reconocer que aquel falsificador excepcional hab¨ªa conseguido enga?ar a historiadores y cr¨ªticos de arte, marchantes y galeristas, directores y conservadores de museos. Para demostrar que era el padre de los Vermeer b¨ªblicos, tuvo que pintar una nueva obra de la serie: Cristo en el templo. Solo as¨ª convenci¨® a los esc¨¦pticos y suaviz¨® su condena. Cuando el juicio se celebr¨® en octubre de 1947, el fiscal ya hab¨ªa permutado los cargos de colaboraci¨®n con el enemigo por los de falsificaci¨®n y fraude. Fue condenado a un a?o de c¨¢rcel, pero no lleg¨® a cumplirlo porque falleci¨® el pen¨²ltimo d¨ªa de 1947.
MORRALLA
Van Meegeren era un maestro de la impostura. Otros de su talla proliferaron en el per¨ªodo de entreguerras e hicieron fortuna durante la Segunda Guerra Mundial: el italiano Icilio Joni, especialista en primitivos italianos, o el belga Jef van der Veken, restaurador de la colecci¨®n de ?mile Renders y experto falsificador de pintura flamenca. A su modo, los tres eran artistas excepcionales, grandes falsarios. Pero otros muchos fraudes de peor calidad proliferaron en el enloquecido mercado art¨ªstico de la Europa dominada por el Tercer Reich.
Ante la intensa demanda de pinturas de los viejos maestros flamencos, italianos o neerlandeses, abundaron los marchantes, coleccionistas, falsificadores, de mejor o peor aptitud, o simples timadores dispuestos a hacer negocio con los incautos: algunas imitaciones eran magn¨ªficas, hechas sobre tablas o lienzos de la ¨¦poca o con pigmentos obtenidos al raspar viejas pinturas aut¨¦nticas de escasa val¨ªa; otras hab¨ªan sido retocadas y restauradas al tunt¨²n. Abundaban las atribuciones sospechosas; las im¨¢genes de escuela o de taller vendidas como si fueran creaci¨®n del maestro de turno; las copias realizadas durante los siglos xviii o xix, y que por ello pose¨ªan una p¨¢tina de antig¨¹edad; las tablas recortadas para eliminar imperfecciones o las obras del mont¨®n sobrescritas con la firma de grandes pintores. Y no faltaban expertos dispuestos a ganar un dinero extra avalando cualquier mixtificaci¨®n. La codicia abri¨® las puertas a la estafa. Miedl se mov¨ªa en ese mundillo como pez en el agua.
Las falsificaciones son producto del mercado. ?Si no hubiera un mercado del arte no existir¨ªan los falsificadores?, observa en 1976 la pintora Edith Sommer en una escena de F for Fake, la pel¨ªcula de Orson Welles sobre el falsificador Elmyr de Hory. Pero no dependen solo de la existencia misma del mercado: tambi¨¦n de su estado de ¨¢nimo. Escasean cuando permanece est¨¢tico y se multiplican cuando crece la demanda y se muestra fren¨¦tico, escribi¨® en 1968 Theodore Rousseau. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron una plaga. ?En el mercado franc¨¦s del arte ¨C?consignaba en diciembre de 1943 un corresponsal de The New York Times?¨C abundan las falsificaciones. Numerosos fraudes han acabado en las colecciones privadas de los nazis?. Par¨ªs estaba ?atestada de falsificaciones?, reiteraba un informe aliado. Y los alemanes eran, en esta ocasi¨®n, las v¨ªctimas de la picaresca. No solo compraron fraudes sobre pinturas que encajaban en el canon oficial nazi. Picaban tambi¨¦n con la pintura moderna: obras de Corot, de Renoir, de Modigliani o de Picasso. Las pinturas de este ¨²ltimo ?alcanzaban precios alt¨ªsimos en todo el planeta y, obviamente, resultaban muy f¨¢ciles de falsificar?.
Fuera por amor al arte, por invertir en valores s¨®lidos o por asegurarse un futuro tranquilo, los invasores se mostraban ansiosos por comprar. E imbuidos de aquella ansiedad impregnada de codicia, puestos a adquirir sin tasa ni control, recibieron un n¨²mero considerable de copias, fraudes e imposturas. Las autoridades alemanas fueron conscientes de este aluvi¨®n y llegaron a establecer en 1943 una Oficina Central para combatir las falsificaciones art¨ªsticas, organismo que no sirvi¨® de nada. Salvo notorias excepciones, muchos eran trabajos burdos, mediocres, pues como observ¨® en 1944 el historiador y cr¨ªtico de arte Marcel Fischer, en ¨¦poca de paz, cuando hay tiempo para reflexionar y analizar una adquisici¨®n con calma, el falsificador debe hacer un esfuerzo mayor por convencer a sus posibles clientes y los fraudes suelen ser de mayor calidad.
Todo cab¨ªa en el delirante mercado europeo durante la guerra, plagado de nuevos ricos que deseaban invertir su fortuna en un valor seguro como el arte, pero que carec¨ªan de un gusto refinado y del conocimiento suficiente como para distinguir una obra maestra de una maula. O de coleccionistas inexpertos sin criterio que se las daban de entendidos y estaban dispuestos a pagar una fortuna por un cuadro bonito o result¨®n. El propio Hitler tuvo entre sus principales proveedores a Maria Almas-Dietrich, viuda de un comerciante turco de alfombras de origen jud¨ªo, amiga de Heinrich Hoffmann y madre de una ¨ªntima amiga de Eva Braun.
Almas-Dietrich pose¨ªa una peque?a tienda de alfombras y obras de arte de segunda categor¨ªa en M¨²nich y consigui¨® introducirse en el entorno de Hitler. Carec¨ªa de criterio y talento, pero acab¨® siendo una de sus principales proveedoras, para terror de los historiadores del arte que asesoraban al F¨¹hrer, quienes recib¨ªan escandalizados sus remesas de cuadros: el Museo de Linz le compr¨® unas 270 pinturas, buena parte de las cuales eran de mala calidad o falsas. ?He mostrado al F¨¹hrer la acuarela que envi¨® con su carta del 8 de mayo de 1942, y ambos consideramos que es una obvia falsificaci¨®n?, escrib¨ªa Martin Bormann a la galerista en mayo de 1942. ?Esto demuestra una vez m¨¢s lo importante que es en el futuro estudiar muy cuidadosamente todas las pinturas antiguas?. La admonici¨®n no sirvi¨® para nada: ni Almas-Dietrich tuvo m¨¢s cuidado, ni Hitler dej¨® de comprarle cuadros.?
Busca 'El expolio nazi'
Autor: Miguel Martorell
T¨ªtulo: El expolio nazi
Editorial: Galaxia Gutenberg, 2020
Tapa dura, 520 p¨¢ginas / 23,90 euros ¨C Ebook / 15 euros
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