Lea en exclusiva los dos primeros cap¨ªtulos del final de la trilog¨ªa de ¡®El cuarto mono¡¯
J. D. Barker cierra con ¡®La sexta trampa¡¯ la serie protagonizada por uno de los psic¨®patas m¨¢s complejos de los ¨²ltimos tiempos
1
Tray
D¨ªa 5 ¨C 5:19
¡ªEh, caraculo, ?te parece que esto es un puto hostal o qu¨¦? Era una voz ¨¢spera, bronca. Siendo la hora que era, ten¨ªa que ser un polic¨ªa, un guardia de seguridad o quiz¨¢ alg¨²n propietario mosqueado. Fuera quien fuese, Tray Stouffer no se movi¨® de entre los pliegues del edred¨®n apestoso. A veces
se van, si te quedas lo bastante inm¨®vil. Se aburren.
Otra vez la bota: r¨¢pida, con fuerza. Directa al est¨®mago. Tray sent¨ªa ganas de ponerse a gritar, de agarrarle la pier-
na y defenderse. Pero no lo hizo. Se mantuvo perfectamente inm¨®vil.
¡ªMe cago en la... ?Que estoy hablando contigo!
Otra patada, m¨¢s fuerte que la anterior, justo en las cos- tillas.
Solt¨® un gru?ido. Se ci?¨® el edred¨®n con m¨¢s fuerza.
¡ª?Te haces una idea del efecto que ten¨¦is tus amigos y t¨² en el valor de los pisos cuando acamp¨¢is aqu¨ª fuera? Les met¨¦is miedo a los ni?os. La gente mayor no quiere salir del edificio. No deber¨ªan tener que pasar por encima de un mon- t¨®n de basura como t¨² s¨®lo para ir corriendo a la tienda.
Un propietario, entonces.
Tray ya se conoc¨ªa la cantinela.
¡ª?Sabes lo que hago yo aqu¨ª fuera a las cinco de la ma- ?ana mientras t¨² te echas la siestecita tan a gusto en nuestro portal? Pues acabo de salir de un turno de diez horas en la pasteler¨ªa Delphine. Y la noche anterior hice otras doce horas en ese agujero de mierda que tienen por cocina. Y me toca volver dentro de otras diez. Y lo hago para poder pagar esta casa. Lo hago para contribuir con lo m¨ªo. A m¨ª no me ver¨¢s viviendo en la calle como hac¨¦is vosotros, colgados de mier- da. ?B¨²scate un puto trabajo! ?Haz algo con tu vida!
No hab¨ªa ning¨²n tipo de trabajo para alguien de catorce a?os. No de los legales. No sin alguna forma de consenti- miento paterno, y eso s¨ª que no iba a pasar nunca.
Se prepar¨® para otra patada.
En cambio, el hombre agarr¨® el edred¨®n, lo levant¨® de golpe y lo lanz¨® hacia un lado. Aterriz¨® en un charco de nie- ve a medio derretir al pie de la escalera del portal.
Tray sinti¨® un escalofr¨ªo y se enrosc¨® a la espera de otro puntapi¨¦.
¡ªOye, pero si eres una chavala. S¨®lo eres una cr¨ªa ¡ªdijo el hombre, y la ira se desvaneci¨® de su tono de voz¡ª. Lo siento mucho. ?C¨®mo te llamas?
¡ªTracy ¡ªdijo ella¡ª. La gente me llama Tray.
Lament¨® aquellas palabras en el instante en que salieron de entre sus labios. Ya sab¨ªa lo que pasaba siempre que ha- blaba con uno de ellos. Era mejor mantener la boquita cerra- da, seguir siendo invisible.
El hombre se arrodill¨® con una bolsa de papel que le colgaba de la mano izquierda. No era muy mayor, veintitan- tos, quiz¨¢. Abrigo grueso. Pelo casta?o metido debajo de un gorro de lana de color azul marino. Lo que hab¨ªa en la bolsa ol¨ªa delicioso.
La sorprendi¨® fij¨¢ndose en la bolsa.
¡ªTray, me llamo Emmitt. ?Tienes hambre?
Ella asinti¨® con la cabeza, consciente de que eso tambi¨¦n era un error, pero s¨ª que ten¨ªa hambre. Mucha.
El hombre meti¨® la mano en la bolsa de papel y sac¨® una barra de pan peque?a. De la superficie crujiente sal¨ªa un humo que flotaba en el aire g¨¦lido de Chicago; por un ins- tante, Tray se olvid¨® del viento glacial que entraba desde el lago y que aullaba por la calle con cada soplido.
Le rugi¨® el est¨®mago, lo bastante fuerte para que ambos lo oyesen.
Emmitt parti¨® un trozo de pan y se lo dio. Tray lo devo- r¨® en un par de mordiscos, sin apenas preocuparse por mas- ticarlo. Quiz¨¢ fuese el mejor pan que hab¨ªa tomado en su vida.
¡ª?Quieres m¨¢s?
Tray asinti¨®, aunque sab¨ªa que no deb¨ªa.
Emmitt dej¨® escapar un resoplido. Alarg¨® la mano y le acarici¨® la mejilla con el lateral del ¨ªndice. Se le fueron los ojos de su rostro hacia la garganta, y su mirada se desliz¨® por debajo del cuello del jersey de Tray.
¡ª?Por qu¨¦ no entras conmigo? Puedes tomar todo el pan que quieras. Tengo m¨¢s comida, tambi¨¦n. Una ducha caliente. Una cama mullida. Yo...
Tray golpe¨® con ambas manos los hombros del t¨ªo, que, apoyado en una rodilla, ten¨ªa una postura en la que apenas guardaba el equilibrio y no estaba preparado para el impac- to. Rod¨® de espaldas, se le cay¨® la bolsa de la mano y se golpe¨® la cabeza contra la barandilla met¨¢lica de la escalera del edi- ficio.
¡ª?Ser¨¢s cabrona! ¡ªle grit¨®.
Tray ya estaba en pie antes de que ¨¦l se pudiese levantar. Cogi¨® la bolsa de papel, agarr¨® su mochila y baj¨® corriendo los cinco escalones, pill¨® el edred¨®n y sali¨® disparada por la calle Mercer. El t¨ªo no la iba a perseguir; rara vez lo hac¨ªan, pero de cuando en cuando...
¡ª?Que no te vuelva a ver por aqu¨ª, joder! ?La pr¨®xima vez que te pille, llamo a la polic¨ªa!
Cuando Tray se atrevi¨® a echar la vista atr¨¢s, Emmitt ya se hab¨ªa levantado, hab¨ªa recogido sus cosas y estaba entran- do por la puerta del edificio. Aun a esa distancia, la chica se imagin¨® capaz de sentir el calor de aquel pasillo.
No dej¨® de correr hasta que lleg¨® a las puertas del cemen- terio de Rose Hill. A esas horas estaban cerradas, pero ella estaba delgaducha, y un momento despu¨¦s ya se las hab¨ªa arreglado para colarse entre los barrotes de hierro y plantar- se al otro lado con la mochila y su edred¨®n a rastras.
Chicago ten¨ªa un buen n¨²mero de albergues, pero Tray ya hab¨ªa pasado por aquello. A esas horas, estar¨ªan cerrados a cal y canto. Todos cerraban las puertas en alg¨²n momento entre las siete de la tarde y la medianoche, y no te dejaban entrar en ninguno a las tantas de la madrugada. Y, aunque lo hiciesen, dar¨ªa lo mismo. Estar¨ªan llenos. A veces se mon- taban colas ya a mediod¨ªa, y nunca hab¨ªa espacio suficiente.
Adem¨¢s, Tray se sent¨ªa m¨¢s segura en la calle. Hab¨ªa ?Em- mitts? en todas partes, y m¨¢s en los albergues, y lo ¨²nico peor que tropezarse con un Emmitt en el portal de un edificio o en un callej¨®n a resguardo del viento era tirarte toda la noche encerrada en un albergue con uno de ellos. En ocasiones con m¨¢s de uno. Los Emmitts sol¨ªan juntarse para ir de caza en manada.
A ella no le daban miedo los cementerios. Despu¨¦s de dos a?os en la calle, Tray ya hab¨ªa dormido en todos al menos una vez. Rose Hill era uno de sus preferidos, por los mauso- leos: al contrario que en Oakwood o en Graceland, en Rose Hill no los cerraban con llave por la noche, y, aunque hab¨ªa varios vigilantes de seguridad, en una noche tan fr¨ªa como ¨¦sa se quedar¨ªan jugando a las cartas en la oficina, viendo la televisi¨®n o incluso durmiendo. Bien que los hab¨ªa visto ella por las ventanas.
Subi¨® por Tranquility Lane a trav¨¦s de la nieve reci¨¦n ca¨ªda. No le preocupaban mucho las huellas que iba dejando, sab¨ªa que el viento se ocupar¨ªa de ellas. Sin embargo, tampo- co hab¨ªa raz¨®n para correr riesgos, as¨ª que, al llegar a lo alto de la cuesta, en lugar de girar a la izquierda por Bliss Road, cruz¨® al otro lado para salir de Tranquility y se agach¨® para adentrarse en la peque?a arboleda que discurr¨ªa paralela a Bliss.
Aunque no hubiese farolas, la luna estaba casi llena, y, al divisar los reflejos del lago, Tray no pudo evitar detenerse a verlo. La superficie helada brillaba bajo la fina capa de nieve reci¨¦n ca¨ªda. Las estatuas de m¨¢rmol se alzaban mudas a lo largo de la orilla, con bancos de piedra entre una y otra. Qu¨¦ lugar tan tranquilo, tan silencioso.
En un primer momento Tracy no vio a la chica que esta- ba arrodillada al borde del agua y que miraba en la direcci¨®n opuesta. El pelo largo y rubio le ca¨ªa por la espalda. Parec¨ªa otra de tantas estatuas, inm¨®vil, contemplando el estanque de aquella manera. Ten¨ªa la piel palid¨ªsima, casi blanca, pr¨¢c- ticamente tan l¨ªvida como el color de su vestido confecciona- do con una tela tan fina que era poco menos que trasl¨²cida. Ten¨ªa las manos juntas a la altura del pecho, como si estuvie- se absorta en la oraci¨®n, con la cabeza ladeada.
Tray no dijo nada, pero se acerc¨® lo bastante como para percatarse de que la fina capa de nieve que lo revest¨ªa todo tambi¨¦n cubr¨ªa a la chica. Y cuando la rode¨® para colocarse a su lado, se dio cuenta de que no era una chica, ni mucho menos, sino una mujer. Su llamativa palidez, cada cent¨ªme- tro de ella, se interrump¨ªa con una delgada l¨ªnea roja que le surg¨ªa de debajo del pelo por un lateral de la cara. Otra l¨ªnea desde un lado del ojo izquierdo, en un hilo de l¨¢grimas car- mes¨ªes, y una tercera l¨ªnea que part¨ªa de la comisura de los labios y se los pintaba del rosa m¨¢s vivo.
Ten¨ªa algo escrito en la frente. No, espera, escrito no.
Ante sus rodillas, sobre la nieve, hab¨ªa una bandeja de plata, una de esas que te puedes encontrar en una cena ele- gante, en un restaurante caro, en uno de esos sitios que Tray ya sab¨ªa, incluso a los catorce a?os, que no ver¨ªa jam¨¢s, salvo en la tele o en el cine.
En aquella bandeja hab¨ªa tres cajitas blancas, las tres ce- rradas y bien atadas con un cordel negro.
Detr¨¢s de las cajitas, apoyado en el pecho de la mujer, hab¨ªa un letrero de cart¨®n no muy distinto de los que ella misma sujetaba cuando ped¨ªa dinero para comer, s¨®lo que Tray jam¨¢s hab¨ªa utilizado aquellas dos palabras en particu- lar. El letrero ¨²nicamente dec¨ªa:
Perd¨®neme, padre
Tray hizo lo ¨²nico que pod¨ªa hacer en ese momento.
Ech¨® a correr.
2
Poole
D¨ªa 5 ¨C 5:28
Hola, Sam:
Imagino que estar¨¢ confundido. Imagino que tendr¨¢ algunas preguntas.
S¨¦ que yo s¨ª las tuve. Las tengo. Claro que s¨ª.
Las preguntas son la base del saber, el aprendizaje, el descu- brimiento y el redescubrimiento. Una mente inquisitiva no levan- ta murallas que la a¨ªslen del exterior. Una mente inquisitiva es un almac¨¦n con un espacio ilimitado, un palacio de la memoria con infinitas plantas, infinitas habitaciones y lleno de objetos relu- cientes. Hay ocasiones, sin embargo, en que la mente sufre alg¨²n da?o, se derrumba una pared, y el palacio de la memoria necesi- ta alguna renovaci¨®n, las habitaciones se encuentran muy dete- rioradas. Su mente, me temo, encaja en esta segunda categor¨ªa. Las fotograf¨ªas que tiene a su alrededor, los diarios a su lado, son las claves que lo ayudar¨¢n a escarbar entre los escombros, a re- construir.
Estoy aqu¨ª para lo que necesite, Sam.
Aqu¨ª estar¨¦ a su disposici¨®n como siempre lo he estado.
Lo he perdonado, Sam. Quiz¨¢ otros tambi¨¦n lo hagan. Usted ya no es aquel hombre. Ahora es mucho m¨¢s que eso.
Anson
¡ª?Qu¨¦ es esto que tengo delante? ¡ªgru?¨® el agente espe- cial Frank Poole, mientras dejaba a un lado la hoja impresa. Cerr¨® los ojos y se presion¨® las sienes con el pulpejo de ambas manos. Ten¨ªa el peor de los dolores de cabeza. Hab¨ªa intentado dormir en el avi¨®n del FBI de regreso de Nueva
Orleans, pero le hab¨ªa resultado imposible. El tel¨¦fono sat¨¦- lite no hab¨ªa dejado de sonar. Ah¨ª estaba la oficina de campo del FBI en Nueva Orleans, que a¨²n avanzaba a paso de tor- tuga en el despacho de abogados de Sarah Werner y en el apartamento de la planta superior: s¨®lo nueve horas antes, Poole hab¨ªa descubierto el cad¨¢ver de la abogada, que lo mi- raba fijamente desde el sof¨¢ con los ojos lechosos, los restos putrefactos de la cena en el regazo y un orificio negro de bala en el centro de la frente. El forense hab¨ªa confirmado que llevaba muerta unas semanas, mucho m¨¢s de lo que Poole hab¨ªa pensado en un principio. Una vez identificada de ma- nera definitiva como Sarah Werner, aquello significaba que la mujer a la que hab¨ªan visto con Sam Porter en los ¨²ltimos d¨ªas, y que afirmaba ser Sarah Werner, en realidad no lo era. Se trataba de alg¨²n tipo de impostora, de una infiltrada. Jun- tos, hab¨ªan ayudado a huir de la c¨¢rcel local a una presidiaria y se la hab¨ªan llevado a la otra punta del pa¨ªs, a Chicago.
Entre una y otra llamada de la oficina de campo de Nue- va Orleans, era el compa?ero de Porter quien hac¨ªa que se iluminara la l¨ªnea del tel¨¦fono sat¨¦lite. Hab¨ªan encontrado a Porter en el Guyon, un hotel abandonado de Chicago. La presidiaria a la que hab¨ªa ayudado a escapar se encontraba en el vest¨ªbulo, muerta de un disparo. Porter estaba senta- do en un estado casi catat¨®nico en una habitaci¨®n de la cuar- ta planta, rodeado de fotos donde sal¨ªa ¨¦l mismo con el conocido asesino en serie Anson Bishop, el Cuarto Mono, con una pila de cuadernos a su lado y un port¨¢til con el mensaje anterior en la pantalla.
Por lo que le hab¨ªan contado, la Metropolitana de Chi- cago hab¨ªa vinculado aquel port¨¢til con una singular serie de muertes acaecidas en los ¨²ltimos d¨ªas: varias chicas j¨®venes ahogadas y resucitadas hasta que su cuerpo terminaba por venirse abajo definitivamente, y varios adultos asesinados de multitud de formas, todos ellos relacionados con la atenci¨®n m¨¦dica de un hombre llamado Paul Upchurch, que en aque- llos instantes se encontraba en un quir¨®fano del hospital Stroger.
Cuando Poole no estaba al tel¨¦fono con la oficina de campo de Nueva Orleans ni con el detective Nash, lo estaba
con la detective Clair Norton, que se encontraba en el hos- pital encarg¨¢ndose de una especie de brote epid¨¦mico, algo provocado por Bishop, Upchurch y, probablemente, alg¨²n otro.
La ¨²nica persona que no lo hab¨ªa llamado al tel¨¦fono sat¨¦lite era su inmediato superior, el agente especial al man- do Hurless, y Poole sab¨ªa que esa llamada no tardar¨ªa en llegar y que, joder, m¨¢s le val¨ªa tener algunas respuestas an- tes de que sonase.
¡ªD¨¦jame hablar con ¨¦l ¡ªdijo el detective Nash desde alg¨²n lugar a su espalda en la sala de observaci¨®n.
Poole continuaba con la cabeza hundida entre las manos.
¡ªDe eso nada.
Al otro lado de la ventana espejada, Porter permanec¨ªa sentado en una silla de metal, con el cuerpo encorvado sobre la mesa met¨¢lica a juego. No estaba esposado, y ahora Poole dudaba de que eso hubiera sido buena idea.
¡ªHablar¨¢ conmigo ¡ªinsisti¨® Nash.
Porter no hab¨ªa hablado con nadie. No hab¨ªa pronuncia- do una sola palabra.
¡ªNo.
¡ªSam no es un mal tipo. No forma parte de esto.
¡ªEst¨¢ metido hasta el cuello.
¡ªSam no.
¡ªLa mujer a la que ayud¨® a escapar de la c¨¢rcel ha sido hallada muerta de un tiro procedente del arma que se ha encontrado en poder de Porter. Tiene residuos de disparo por toda la mano. No ha hecho el menor intento de ocultar el arma ni de huir. Se ha quedado ah¨ª sentado esperando a que t¨² lo detengas.
¡ªNo sabemos si la ha matado ¨¦l.
¡ªNo est¨¢ negando haberlo hecho ¡ªreplic¨® Poole.
¡ª?l no la habr¨ªa matado a no ser que fuese en defensa propia.
Poole no le hizo caso.
¡ªHa llamado a la detective Norton, en el hospital Stro- ger, y le ha facilitado informaci¨®n que, simplemente, no po- dr¨ªa tener a menos que estuviese implicado. ?l ya sab¨ªa que Upchurch ten¨ªa un glioblastoma. ?C¨®mo conoc¨ªa siquiera el
nombre de Upchurch? Ya sab¨ªa lo de las dos chicas, detalles que no podr¨ªa conocer si no tuviese algo que ocultar.
¡ªYa has o¨ªdo a Clair. Ha dicho que Bishop se lo cont¨® a Porter.
¡ªBishop se lo cont¨® ¡ªrepiti¨® Poole con aire de frustra- ci¨®n¡ª. Bishop le cont¨® que le inyect¨® el virus del SARS a las dos chicas desaparecidas, que las dej¨® en esa casa con Up- church como si fueran una especie de caballo de Troya.
Poole a¨²n estaba intentando encontrarle el sentido a aquella parte. Kati Quigley y Larissa Biel, ambas desapare- cidas, ambas halladas en casa de Upchurch. Porter afirmaba que les hab¨ªan inoculado alguna variedad del virus del SARS. El hospital entero estaba en aislamiento mientras analizaban unas muestras de sangre con el objeto de determinar si aque- lla afirmaci¨®n era verdadera o falsa. En el mejor de los casos, ser¨ªa una suerte de bulo. En el peor...
¡ªBishop est¨¢ jugando con ¨¦l ¡ªdijo Nash¡ª. Es lo que hace siempre.
¡ªPorter le ha dicho a Clair que la ha cagado, que lo sent¨ªa much¨ªsimo. Un hombre inocente no dice este tipo de cosas.
¡ªUn hombre culpable huye, no se sienta en una habita- ci¨®n y se queda esperando a que llegue la polic¨ªa y lo atrape. Oculta sus huellas, desaparece.
¡ªHa robado pruebas ¡ªdijo Poole¡ª. Ha desobedecido ¨®rdenes. Se march¨® a Nueva Orleans, ayud¨® a sacar de la c¨¢rcel a una mujer y dej¨® un cad¨¢ver a su paso. Y otro aqu¨ª. ?ste es justo el motivo por el que no puedes hablar con ¨¦l: est¨¢s demasiado cerca para verlo. Olv¨ªdate de que es tu com- pa?ero, olv¨ªdate de que es amigo tuyo. F¨ªjate en las pruebas, m¨ªralo como a un sujeto desconocido. Mientras no seas capaz de hacerlo, no podr¨¢s ser objetivo. Y si no eres objetivo, en- tonces eres parte del problema.
Poole cogi¨® la hoja impresa y volvi¨® a estudiar el texto.
¡ª?D¨®nde est¨¢ el port¨¢til ahora?
¡ªArriba, en nuestro Departamento de Inform¨¢tica.
¡ªPues llama y diles que lo metan en una bolsa. No quie- ro que vuestra gente lo toque. Todo vuestro equipo est¨¢ com- prometido. El laboratorio del FBI lo desmontar¨¢ y analizar¨¢
los datos ¡ªdijo Poole¡ª. ?Qu¨¦ hay de las fotograf¨ªas y los cuadernos que encontraste en la habitaci¨®n donde estaba ¨¦l?
Nash no dijo nada.
¡ªNo me obligues a pregunt¨¢rtelo otra vez.
¡ªLas fotos siguen en el Hotel Guyon, habitaci¨®n 405. Hice que la fotografiasen y la precintasen. Tengo a un agen- te de uniforme vigilando la planta, dos m¨¢s en el exterior del edificio ¡ªinform¨® Nash¡ª. Me traje aqu¨ª los cuadernos, y yo mismo los registr¨¦ en el almac¨¦n de pruebas.
¡ªD¨¦jalo todo tal cual. Que tu gente no toque nada a partir de ahora.
Nash no respondi¨®.
Poole se levant¨®, y el movimiento hizo que la cabeza le latiese como si tuviera dentro una bola de bolos que le roda- ra de un lado al otro del cr¨¢neo y golpeara contra las paredes. Volvi¨® a frotarse las sienes.
¡ªMira, con esto te estoy haciendo un favor. Sea lo que sea lo que pasa con Sam, si llega a los tribunales, tu equipo y t¨² ten¨¦is que distanciaros. Si no lo hac¨¦is, cualquier abogado defensor que se precie os va a despedazar el caso. Empezar¨¢n con Sam, despu¨¦s ir¨¢s t¨², luego Clair, Klozowski y cualquier cosa que hay¨¢is tocado. De ahora en adelante eres un obser- vador. Todos lo sois. Cualquier otra cosa es un suicidio pro- fesional.
¡ªYo no abandono a mis amigos.
¡ªNo, pero a veces son ellos los que te abandonan a ti. Poole alarg¨® la mano hacia la puerta de la sala de inte- rrogatorios, tir¨® de ella para abrirla y entr¨®. El clic met¨¢lico de la puerta al cerrarse fue uno de los mayores estruendos que hab¨ªa o¨ªdo en su vida.
La sexta trampa, J.D. Baker, Destino. Traducci¨®n de Julio Hermoso. 608 p¨¢ginas. 20.90 euros.
J.D. Baker
Destino. Traducci¨®n de Julio Hermoso. 608 p¨¢ginas. 20.90 euros.
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