Volver a d¨®nde
El mundo posterior al confinamiento, sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio a?adido de las mascarillas
Ahora es cuando no tengo ganas de salir a la calle. El mundo de despu¨¦s, sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio a?adido de las mascarillas. A media ma?ana, en el calor seco y candente de Madrid ¡ª¡°un horno de ladrillo babilonio¡±, dec¨ªa Herman Melville del calor de Nueva York¡ª el tr¨¢fico es el mismo de otros veranos por ahora, quiz¨¢s con un grado mayor de encono, porque la temperatura sube cada a?o, y porque los conductores de coches y de motos parecen ansiosos por compensar el tiempo perdido, la gasolina no gastada, los cl¨¢xones no apretados con gustosa violencia durante meses de silencio. En un atasco, un conductor ofendido por algo se baja de su furgoneta, llega a zancadas al coche que ten¨ªa delante, intenta abrir la puerta y, como no puede, da pu?etazos en la ventanilla. En ese momento el tr¨¢fico empieza a moverse: ahora el conductor agresivo tiene que volver a toda prisa a su veh¨ªcu?lo para eludir la furia de los que se enfurecen y pitan contra ¨¦l. Me acuerdo de la observaci¨®n de la presidenta de la Comunidad de Madrid sobre el ¡°ambientillo¡± que crean en la ciudad los atascos de los fines de semana por la noche: tambi¨¦n su observaci¨®n, de gran agudeza cient¨ªfica, de que la contaminaci¨®n causada por el tr¨¢fico no tiene efectos nocivos sobre la salud. Me acuerdo de todo eso y procuro volver cuanto antes al refugio de mi casa, teniendo gran cuidado de no encontrarme en un paso de peatones cuando los motores de los coches rugen de impaciencia can¨ªbal en el momento en que el sem¨¢foro en verde empieza a parpadear.
Inconfesablemente, hay cosas de las que siento nostalgia. A la ca¨ªda de la tarde me asomo al balc¨®n y miro uno por uno los balcones y las ventanas a los que se asomaban a diario esos vecinos a los que me uni¨® durante m¨¢s de dos meses la fraternidad del aplauso. Algunas de esas ventanas ya est¨¢n tapadas por las copas de las acacias en las que por entonces a¨²n no hab¨ªan brotado las hojas. Las miro y me acuerdo bien de cada una de las personas que se asomaban a ellas: la anchura de la calle marca una distancia en la que no llegan a distinguirse bien los rasgos, pero s¨ª los tipos humanos, la edad, hasta el car¨¢cter. Si alguien no aparec¨ªa una tarde, ya nos preocup¨¢bamos: quien abr¨ªa su ventana o se apoyaba en la baranda de su balc¨®n saludaba con la mano, uno por uno, a los vecinos del otro lado de la calle. Seg¨²n pasaba el tiempo, seguir saliendo a aplaudir era una se?al de vehemencia en el compromiso, en la defensa de la sanidad p¨²blica: tambi¨¦n indicaba que uno pertenec¨ªa al grupo de los aplausos de las ocho de la tarde, no al de las cacerolas de una hora m¨¢s tarde. Las ventanas que se abr¨ªan a las nueve estaban bien cerradas a las ocho. Pero para un o¨ªdo musical tambi¨¦n hab¨ªa una belleza en el sonido de las cacerolas, aunque uno habr¨ªa preferido que sonaran por una causa noble: era, sobre todo con una cierta lejan¨ªa, un clamor met¨¢lico como de m¨²sica gamel¨¢n indonesia. Tambi¨¦n, a esa hora del atardecer, a m¨ª me despertaba asociaciones ac¨²sticas: era a esa hora cuando volv¨ªan del campo los reba?os de ovejas y cabras en los atardeceres de verano, con los sonidos variados de los cencerros.
Hemos visto con nuestros propios ojos una ciudad posible que est¨¢ siendo abolida antes de llegar a existir
Fue hace nada, y es como si hiciera mucho tiempo. Adquir¨ªamos costumbres que se volv¨ªan invariables de un d¨ªa para otro, y que dotaban de una forma pautada al curso de las horas mon¨®tonas del encierro. El aplauso de las ocho de la tarde era una de ellas. En cuanto fue posible salir para hacer ejercicio, yo adquir¨ª la costumbre de echarme a la calle a las nueve de la ma?ana, y ahora la conservo, porque en ese tiempo encuentro algo del frescor y la quietud arc¨¢dica que ya ha desaparecido en el resto del d¨ªa, y que solo vuelve de verdad en las primeras horas matinales del fin de semana. Hemos visto con nuestros propios ojos una ciudad posible que est¨¢ siendo abolida antes de llegar a existir. Yo la veo tambi¨¦n, en parte, cuando salgo al balc¨®n despu¨¦s de cenar, hacia las nueve y media de la noche, cuando todav¨ªa hay una gran claridad en el cielo pero ya se ha puesto el sol, cuando empieza a levantarse una brisa que alivia de todas las horas de calor sostenido del d¨ªa, del horno babilonio. Es otra costumbre. Hasta hace muy poco, hab¨ªa mucha gente caminando a esa hora, la de los paseos permitidos, cuando a¨²n no estaban abiertos los bares y la gente paseaba como en otras ¨¦pocas remotas que ahora nos vuelven a la memoria, paseaba por pasear, sin ir a ninguna parte en concreto, por el gusto de salir a la calle y de encontrarse.
Hab¨ªa mucha gente, y pocos coches todav¨ªa. Hoy, esta noche, me he sentado en el balc¨®n, en una silla de jard¨ªn, y he puesto el port¨¢til en otra frente a m¨ª, para no perderme mi espect¨¢culo diario mientras escrib¨ªa. Hay par¨¦ntesis de antiguo silencio cuando se cierran los sem¨¢foros. Hay gente que pasa en bici, por uno de los pocos carriles decentes de la ciudad, y corredores en¨¦rgicos que van hacia el Retiro, y otros que vuelven, fatigados y absueltos. Mientras escribo el cielo ha pasado del azul suave a un azul de tinta china en el que se recorta con precisi¨®n el gajo de la luna en cuarto creciente. A esta hora los vencejos han desaparecido ya del cielo. Me fijo que en el halo alrededor de la luz de las farolas ya revolotean muy pocos insectos. Algunos de los signos delatores del cambio clim¨¢tico suceden sin que los advierta casi nadie: qui¨¦n va a notar que han desaparecido los enjambres de insectos en torno a las farolas, en las noches de verano. A los murci¨¦lagos y a las salamanquesas les ser¨¢ m¨¢s dif¨ªcil encontrar alimento. Algo que hemos vislumbrado en los meses de encierro es la feracidad asombrosa que recobra la vida natural en cuanto cede en algo el castigo de la rapacidad humana contra ella. En mi calle ha parado un momento el tr¨¢fico y he vuelto a o¨ªr voces de gente que charla caminando, el ladrido de un perro contra un fondo de calma. Otra forma de vivir ser¨ªa posible.
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