Camino a Finisterre
Tras aquel deseo de vagabundeo se escrib¨ªa el camino por el que transitaron la devoci¨®n y la aventura europeas del medioevo
Dante en la Vita nuova la describe como la peregrinaci¨®n m¨¢s larga que pudiera hacerse en el marco geogr¨¢fico y pol¨ªtico del Occidente medieval. El Camino por excelencia era aquel que un¨ªa el centro de Europa con el extremo m¨¢s alejado, el Finisterre occidental, l¨ªmite de lo representable y principio de un mundo ignoto sobre el que la fantas¨ªa de la ¨¦poca hab¨ªa imaginado los seres m¨¢s extra?os e inquietantes. Frente al mar, hecho de abismos y sombras, la luz serena de la V¨ªa L¨¢ctea marcaba la ruta de quienes hab¨ªan elegido caminar en la direcci¨®n de Compostela. Otros eleg¨ªan el camino de Oriente, cuyo destino ser¨¢ Jerusal¨¦n, la ciudad santa hacia la que se dirigir¨¢n los pasos de peregrinos y cruzados, unidos por el sello de la fe y terciados por tantos otros acontecimientos que las cr¨®nicas medievales y los libros de viaje narran desde la confusi¨®n deliberada que suele acompa?ar las historias alimentadas por la fantas¨ªa.
Jacques Le Goff ha contado ese mundo poblado de viajeros, peregrinos, gir¨®vagos y devotos que de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, sin m¨¢s norte que los mapas imprecisos de las cr¨®nicas que la tradici¨®n oral transmit¨ªa, caminaban hacia aquellos lugares que la fe hab¨ªa protegido, con especial aura, cercanos del cielo y la salvaci¨®n. Una mezcla extra?a de piedad y aventura pone en marcha a unos y otros que eligen la peregrinaci¨®n como forma de vida, transformando as¨ª el espacio oscuro de la tierra en lugares luminosos que todav¨ªa siguen hoy narrando aquellas historias.
De ella nos quedan los libros de viaje, cr¨®nicas sorprendentes que dan cuenta de forma detallada de lugares y costumbres, de voces secretas y leyendas lejanas, de breves fragmentos de historia y de impensables aconteceres. Son ellos, desde aquel primer peregrino que en torno a 1130 caminara hacia Compostela y cuyo relato est¨¢ custodiado en el Codex Calixtinus hasta los viajeros tard¨ªos, afanados m¨¢s por oficios terrenales que celestiales, los que van tejiendo la red compleja de historias y geograf¨ªas que han pasado a formar la gu¨ªa del peregrino. Leonardo Olschki reconoc¨ªa que fueron estas cr¨®nicas de viajes y peregrinaci¨®n los primeros referentes emp¨ªricos a la hora de reconstruir m¨¢s tarde la historia de la ¨¦poca. Tras aquel deseo de vagabundeo cosmopolita se iba escribiendo el camino por el que transitaron la devoci¨®n y la aventura europeas del medioevo. No importa si las razones de aquella peregrinaci¨®n fueran una mezcla de errancia cultural y deseo de nuevos mirabilia. La fascinaci¨®n que produc¨ªa el viaje se desplazaba hacia el relato o la cr¨®nica, dando lugar a una narraci¨®n en la que el orden de las cosas y del mundo no era otro que el que dictaba la imaginaci¨®n, obstinada en pensar la frontera que delimitaba con dificultad lo imaginado y lo vivido.
M¨¢s all¨¢ del espacio y del tiempo, son la memoria y su relato los que van dando cuenta de los hechos. Lejos del lugar natal, todo parece nuevo, fascinante. La fe descansar¨¢ en la poblada ruta de reliquias que como estelas luminosas marcan el camino. Para otros, m¨¢s cercanos a los juegos de la curiosidad, ser¨¢n otras las circunstancias que soliciten el empe?o de los ojos. Y al ritmo que los l¨ªmites que separan el mundo sagrado del mundo real crezcan, entrar¨¢ en juego un nuevo tipo de exotismo que relegar¨¢ la peregrinaci¨®n a un segundo plano frente a la primac¨ªa de la vida aventurera. Los ojos cambiar¨¢n y una nueva mirada escrutar¨¢ las ¡°maravillas del mundo¡± que Marco Polo o Jean de Mandeville narrar¨¢n.
Lo que puede hoy considerarse historia regresa bajo otras formas y rituales, hallando en las etapas del viejo Camino un nuevo lugar que cada uno interpreta desde las razones profundas de su disposici¨®n. Ya no somos vagabundos occitanos ni peregrinos impulsados por la fe con la que esperan hallar en el final del viaje la promesa de salvaci¨®n. T. S. Eliot lo recordaba al pensar la vida moderna como una forma de errancia sin templo, sin lugar salv¨ªfico al que acudir o en el que protegerse.
El viaje vuelve a ser la forma que mejor expresa esa errancia, una forma de aventura en la que coinciden vivir y conocer.
En efecto, para la tradici¨®n moderna el viaje fue el m¨¦todo por excelencia del aprendizaje y la escritura. Esta se inventa o se construye como el relato de un viaje y de la deriva a la que est¨¢n sometidos los acontecimientos. S¨®lo desde la proximidad de la variaci¨®n de lugares y hechos, de gentes y lenguas, parec¨ªa posible el afirmarse de una comprensi¨®n de lo humano. No importa que este descubrimiento de lo otro acarree el desconcierto o la emoci¨®n, la extra?eza o el entusiasmo. Winckelmann, dedicado a ordenar las colecciones antiguas en la Villa Albani, o Goethe, en pa?os menores, asomado a la ventana de su habitaci¨®n del Corso romano, tal como aparece en el boceto de Tischbein, pueden ser registros de esta pasi¨®n o de aquel desconcierto, pero en ambos casos son ya el resultado de una experiencia que s¨®lo el viaje puede producir. Para todos ellos y para nosotros vale la anotaci¨®n que en 1558 Du Bellay escribiera en sus Regrets: Heureux qui comme Ulysse, a fait un beau voyage.
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