Viaje al cementerio literario de Venecia
Diez a?os despu¨¦s de su publicaci¨®n, se reedita el primer libro de Valeria Luiselli, 'Papeles falsos', formado por distintos ensayos de tema diverso, de la escondida tumba de Brodsky a la 'saudade' portuguesa. 'Babelia' adelanta el primer cap¨ªtulo
Cimitero di San Michele
Buscar una tumba en un cementerio es parecido a buscar un rostro desconocido entre la multitud. Ambas actividades generan en nosotros una misma manera de ver y de estar: a cierta distancia, cada persona podr¨ªa ser la que nos espera; cualquier l¨¢pida, la que buscamos. Para dar con una o con la otra, hace falta circular entre gente y mausoleos, esperar con toda paciencia hasta que suceda el encuentro. Hay que acercarse y escudri?ar cada inscripci¨®n o cada mueca, que tal vez sean cosas equivalentes, seg¨²n entiendo estos versos de Brodsky:
No me gusta la gente.
No soporto su apariencia.
Aferrado al gran ¨¢rbol de la vida,
cada rostro est¨¢ firmemente atorado
y no puede liberarse.
Para encontrar la tumba que buscamos, la inscripci¨®n definitiva, es preciso examinar con detenimiento las v¨¢rices del m¨¢rmol; para dar con el rostro del extra?o, comparar nuestras expectativas del perfil imaginado con la variedad de narices, barbas y frentes que tenemos delante; hay que leer las miradas de los desconocidos como se lee un epitafio, hasta encontrar la insignia precisa, el ?s¨ª, soy yo? lapidario del muerto que nos espera.
Igor Stravinsky (1887-1971)
?Si hay un aspecto infinito del espacio ¡ªescribe Joseph Brodsky¡ª, no es su expansi¨®n, sino su reducci¨®n, aunque s¨®lo sea porque ¨¦sta, por raro que parezca, siempre es m¨¢s coherente. Est¨¢ mejor estructurada y tiene m¨¢s nombres: c¨¦lula, armario empotrado, tumba?. El poeta cuenta que el promedio establecido de vivienda comunitaria en la antigua Uni¨®n Sovi¨¦tica era de nueve metros cuadrados por persona. En la repartici¨®n de metros, sus padres y ¨¦l resultaron afortunados, puesto que en San Petersburgo compartieron cuarenta metros cuadrados: trece punto tres metros cada uno: veintis¨¦is punto seis para sus padres, trece punto tres para ¨¦l: una habitaci¨®n y media para los tres.
Joseph Brodsky cerr¨® la puerta de esa casa en la calle Liteiny Prospect n.¡ã 24, un d¨ªa del a?o de 1972. Nunca volvi¨® a San Petersburgo, porque cada intento por visitar a sus padres deb¨ªa pasar por las manos de un bur¨®crata que consideraba injustificada la visita de un jud¨ªo disidente del Partido Comunista. No lleg¨® al entierro de su madre y tampoco al de su padre ¡ªuna visita ?sin objetivo?, dec¨ªa el oficio redactado por el se?or de detr¨¢s de la ventanilla. Sus dos padres murieron sentados en la misma silla de siempre, frente a la ¨²nica televisi¨®n del departamento en donde hab¨ªan vivido los tres.
Despu¨¦s de aquella habitaci¨®n y media, Brodsky tuvo un sinn¨²mero de cuartos, rec¨¢maras de hotel, casas, celdas, sillones-cama. Pero quiz¨¢ sea cierto que una persona s¨®lo tiene dos residencias permanentes: la casa de la infancia y la tumba. Todos los dem¨¢s espacios que habitamos son mera continuidad gris¨¢cea de esa primera morada, una sucesi¨®n indistinta de muros que finalmente se resuelven en la cripta o en la urna ¡ªexpresi¨®n m¨¢s ¨ªnfima de las infinitas divisiones de un espacio en donde puede caber un cuerpo humano.
Luchino Visconti (1906-1976)
A diferencia de muchos cementerios en Europa, San Michele no es un destino tan frecuente para el turismo necrol¨®gico intelectual y por eso no existen gu¨ªas ni mapas precisos, ni mucho menos una lista con las coordenadas de sus muertos c¨¦lebres, como los que hay a la entrada de cementerios como Montparnasse o el P¨¨re Lachaise. En San Michele se encuentran otros personajes conocidos ¡ªEzra Pound, Luchino Visconti, Igor Stravinsky, Sergei Diaghilev¡ª y sus tumbas est¨¢n se?aladas, pero en un letrero apenas visible, frente a la peque?a secci¨®n apartada donde reposan sus restos. Si uno no sabe que los extranjeros notables est¨¢n separados de los venecianos comunes ¡ªcomo si en una necr¨®polis tambi¨¦n fueran inevitables los ghettos art¨ªsticos¡ª, puede pasar horas deambulando entre los Antoninos, Marcelinos y Francescos, sin saber que nunca encontrar¨¢ ah¨ª ecos de los Cantos ni reverberaciones de La consagraci¨®n de la primavera.
San Michele es una isla rectangular, aislada de Venecia por un brazo de agua y una muralla. Vista desde un avi¨®n, la isla del cementerio podr¨ªa parecer un enorme libro de tapa dura: uno de esos diccionarios robustos, pesados, donde descansan eternamente las palabras como esqueletos en descomposici¨®n. Hay algo de ir¨®nico en el hecho de que Joseph Brodsky est¨¦ enterrado ah¨ª, frente a la ciudad en la que siempre estuvo y siempre quiso estar s¨®lo de paso. Tal vez el poeta hubiera preferido una sepultura lejos de Venecia. A fin de cuentas, la ciudad era para ¨¦l como un ?plan B? o, si se quiere una met¨¢fora m¨¢s literaria, una ?taca cuya fuerza atractiva consist¨ªa en estar siempre lejana, en ser siempre un lugar ef¨ªmero, imaginado. Se suma a esto que Brodsky declar¨® durante una entrevista que quer¨ªa ser sepultado en los bosques de Massachusetts, o que quiz¨¢s hubiese sido correcto que el cad¨¢ver regresara a su natal San Petersburgo. Pero supongo que no tiene sentido especular sobre los deseos p¨®stumos de una persona. Si la voluntad y la vida son dos cosas imposibles de separar, la muerte y el azar lo son tambi¨¦n.
Sergei Diaghilev (1877-1979)
Despu¨¦s de buscar la tumba de Brodsky durante varias horas y no haber encontrado siquiera la de Ezra Pound, estuve a punto de tirar la toalla. En lo que reun¨ªa fuerzas para encaminarme a la salida del cementerio, me sent¨¦ a la sombra de un ¨¢rbol y me fum¨¦ un cigarro.
En su ensayo Correr tras el propio sombrero, Chesterton dec¨ªa que de encontrarse frente a una vaca en una caminata por el campo, s¨®lo un verdadero artista podr¨ªa pintarla; mientras que ¨¦l, no sabiendo copiar las piernas traseras de los cuadr¨²pedos, prefer¨ªa pintar el alma misma de la vaca. Yo, que ni soy artista ni soy Chesterton, no sabr¨ªa c¨®mo hacer ninguna de las dos cosas. Nunca he sido como esa clase de personas ¡ªa las que envidio profundamente¡ª que son capaces de perderse en la meditabunda contemplaci¨®n del vuelo de un p¨¢jaro, en el trabajoso ir y venir de las hormigas, en la suspensi¨®n beat¨ªfica de una ara?a que cuelga en sus propias viscosidades. Soy, desafortunadamente, demasiado impaciente para encontrar poes¨ªa en los ritmos suaves de la naturaleza.
Pero en un cementerio no hace falta tener una sensibilidad especial hacia los reinos animal y vegetal: basta permanecer sentado en silencio lo que dura un cigarro prendido, para dejarse poseer por la vitalidad que florece entre las tumbas. Bajo los cipreses, como manecillas de gigantescos relojes de sol, el tiempo se ensancha y fluye. Quiz¨¢ sea el silencio mismo el que magnifique los aleteos fren¨¦ticos de los insectos; tanta calma, la que trastorne el l¨¢nguido reptar de los lagartos; tanta muerte, la responsable de animar las hojas m¨®rbidas de los chopos.
Bien dice un sabio desconocido: ?No hay nada m¨¢s fruct¨ªfero ni m¨¢s entretenido que dejarse distraer de una cosa por otra?. Estaba por apagar mi cigarro cuando estall¨® una algarab¨ªa de graznidos. Primero unos pocos, y luego decenas, tal vez centenares ¡ªcomo si el graznido, al igual que la risa, fuera algo contagioso entre las aves. Henri Bergson aseguraba que la risa s¨®lo puede surgir si su objeto es, o se asemeja, a lo propiamente humano; que un gato o un sombrero no pueden provocarnos risa, al menos que veamos en ellos una expresi¨®n, una forma, o una actitud humana. Puede ser. Puede que, al menos de lejos, esos graznidos de p¨¢jaro fueran como las carcajadas de viejos tuberculosos, y que s¨®lo por eso yo estallara tambi¨¦n en una carcajada en medio del silencio. En todo caso, si no me di por vencida en el empe?o de encontrar la tumba de Brodsky, fue por el buen humor que me provoc¨® de s¨²bito esa tertulia de gaviotas broncas. Si no encontraba al poeta, pod¨ªa al menos averiguar si s¨ª eran graznidos o m¨¢s bien viejos venezianos al borde de la muerte. Adem¨¢s, ?por qu¨¦ no correr tras una tumba o tras unos p¨¢jaros si Chesterton, tan gordo, tan digno y tan inteligente, era capaz de correr tras un sombrero?
Ezra Pound (1885-1977)
Las tumbas de los extranjeros c¨¦lebres del cementerio no s¨®lo se encuentran en un recinto apartado de los venecianos comunes (no vaya a ser que un gondolero se acueste junto a la mujer de Stravinsky), sino que incluso entre los extranjeros hay divisiones. Los rusos que frecuentaban Venecia, por un lado; los dem¨¢s, por otro. Lo extra?o e ir¨®nico es que Joseph Brodsky no descansa con la intelligentsia moscovita ni leningradense, sino en un recinto diferente, a un lado de su gran enemigo Ezra Pound. La tumba del ruso, a diferencia de las dem¨¢s, no est¨¢ se?alada en un cartel oficial del cementerio a la entrada del recinto, sino que alg¨²n alma benevolente escribi¨® su nombre con liquid paper entre el nombre del poeta de los Cantos y la flecha que indica la direcci¨®n de ambas tumbas:
Recinto Evang¨¦lico Ezra Pound (Iosif Brodskji) ¡ú
Imagin¨¦ que encontrar¨ªa al menos un pu?ado de groupies afanados en dejar un amuleto o un beso sobre la tumba de Brodsky. Pero quiz¨¢s Brodsky sea menos c¨¦lebre que Julio Cort¨¢zar o que Jim Morrison, y yo simplemente guardaba el mal sabor de boca que me hab¨ªan dejado tiempo atr¨¢s los cementerios franceses.
Pero en el Recinto Evang¨¦lico no hab¨ªa nadie. Nadie, salvo una anciana, cargada con todo tipo de bolsas de mercado llenas de b¨¢rtulos, parada frente a la tumba de Ezra Pound. No prest¨¦ mucha atenci¨®n y me encamin¨¦ directamente hacia el ruso, como si marcara mi bando: t¨² con Pound, pues yo con Brodsky.
Joseph Brodsky (1940-1996)
Sobre la tumba de Brodsky, inscrita con las fechas 1940-1996 y su nombre en cir¨ªlico, hab¨ªa chocolates, plumas y flores. Pero sobre todo, chocolates. No hab¨ªa, como suele haber en casi todas las tumbas de los cementerios italianos, un retrato del difunto incrustado en la l¨¢pida. Hab¨ªa esperado con ansiedad ver el ¨²ltimo rostro de Joseph Brodsky.
En su libro sobre Venecia, Marca de agua, Brodsky escribe: ?Por naturaleza inanimados, los espejos de los cuartos de hotel son a¨²n m¨¢s opacos a fuerza de haber visto a tantos. Lo que te devuelven no es tu identidad, sino tu anonimato?. De una forma laxamente parad¨®jica, el anonimato es una caracter¨ªstica de la ausencia: es la ausencia de caracter¨ªsticas. Un rostro joven es an¨®nimo; est¨¢ vac¨ªo de expresiones y de rasgos que lo identifican y nombran. A medida que envejece, adquiere las huellas que lo distinguen de los dem¨¢s. Una cara que se va arrugando es cada vez menos an¨®nima. Pero mientras un rostro envejece y adquiere mayor definici¨®n, se expone, al mismo tiempo, a m¨¢s y m¨¢s miradas de desconocidos ¡ªo, para seguir con la imagen de Brodsky, a m¨¢s espejos de cuartos de hotel por donde han pasado tantos reflejos que todos devuelven el mismo semblante, deshecho como sus camas deshechas. As¨ª, un rostro tambi¨¦n va perdiendo la definici¨®n que ha ido tomando con los a?os, como si a fuerza de ser visto tantas veces a trav¨¦s de ojos ajenos, tendiera a volver a su principio informe. De esta manera, el exceso de definici¨®n que adquiere un semblante con el tiempo, y que culminar¨ªa tal vez en un monstruoso exceso de identidad ¡ªen una mueca¡ª, se contrarresta con la simult¨¢nea p¨¦rdida de esa identidad. Es quiz¨¢ por ese motivo que todos los beb¨¦s y todos los ancianos se parecen entre s¨ª sin parecerse a nadie en particular. En el principio y en el trecho final los rostros son an¨®nimos.
Es l¨®gico, entonces, que un muerto ya no tenga rostro alguno. Las caras de los muertos deben ser, en todo caso, como las que vislumbr¨® Ezra Pound en el metro de Par¨ªs: ?P¨¦talos sobre una rama negra h¨²meda?.
Sobre la l¨¢pida de Brodsky no hab¨ªa ning¨²n retrato. Era justo que no existiera ese sello definitivo de identidad; era m¨¢s honesto el gris liso y opaco de la piedra ¡ªreflejo del anonimato de un hotelmensch por excelencia, hombre de muchos cuartos de hotel, muchos espejos, muchas caras. Mejor detenerse frente a la tumba y tratar de recordar alguna fotograf¨ªa de Brodsky sentado en una banca de Brooklyn, o traer a la memoria una de esas grabaciones de su voz, al mismo tiempo poderosa y quebradiza, como de quien ha pasado muchas horas en soledad y ha adquirido contundencia a base de dudar:
Un ¨¢rbol. Su sombra,
y la tierra;
las ra¨ªces que la penetran y se aferran.
Monogramas entretejidos.
Barro y piedras firmes.
Las ra¨ªces se entretejen y mezclan.
Las piedras tienen una masa propia
que las libra de la atadura
de un arraigo normal.
Esta piedra se sujeta firmemente.
Uno no puede moverla ni desenterrarla.
Las sombras de un ¨¢rbol atrapan al hombre,
como las redes a los peces.
El resultado de un encuentro largamente esperado con un desconocido suele ser decepcionante. Lo mismo con un difunto, s¨®lo que en este ¨²ltimo caso no hace falta disimular nuestra decepci¨®n: un muerto, en ese sentido, es siempre m¨¢s agradable que un vivo. Si al llegar frente a ¨¦l nos damos cuenta de que en realidad no ten¨ªamos nada que hacer ah¨ª, que lo entretenido era buscar su tumba y lo de menos era encontrarla ¡ª?qu¨¦ cosa dir¨ªan las piedras de Venecia que no le hayan dicho ya a Ruskin hace m¨¢s de un siglo y medio?¡ª, podemos darnos la media vuelta a los pocos minutos y el muerto no nos lo reprochar¨¢. Con los muertos no hace falta ser bien educados, aunque la religi¨®n haya intentado inculcarnos siempre un comportamiento absurdamente decoroso en las misas y en los cementerios. Guardar silencio, rezar y caminar despacio con la cabeza gacha, las manos dobladas a la altura del vientre, son costumbres que poco le importan a quien reposa bajo tierra.
Por eso result¨® tan oportuna la anciana que hab¨ªa estado parada junto a la tumba de Pound ¡ªseg¨²n me parec¨ªa hasta ese momento, en una meditaci¨®n profunda. La mujer se arrim¨® a la sombra del ¨¢rbol donde est¨¢bamos Brodsky y yo en un silencio ya inc¨®modo, y se empez¨® a rascar las piernas como si tuviera pulgas o lepra. Despu¨¦s de rascarse se acerc¨® un poco m¨¢s y se detuvo frente a la sepultura de Brodsky. Con toda tranquilidad, como quien efect¨²a labores dom¨¦sticas de rutina, empez¨® a guardarse los chocolates que le hab¨ªan dejado al poeta. Cuando hab¨ªa terminado con ¨¦stos, se guard¨® tambi¨¦n las plumas y los l¨¢pices. Despu¨¦s, como para no quedar mal, le dej¨® una flor que, supongo, se hab¨ªa robado de la tumba de Pound.
Imagin¨¦, por la familiaridad con la que se mov¨ªa entre las dos tumbas, que era una vieja amiga de los poetas, o quiz¨¢ la due?a de la pensi¨®n donde Brodsky se hosped¨® en algunos de sus viajes a Venecia. Le pregunt¨¦, t¨ªmida y balbettando en mi italiano fracturado, si hab¨ªa conocido a Joseph Brodsky, y si lo hab¨ªa venido a visitar. ?No, no ¡ªme dijo¡ª, sono venuta per visitare il mio marito, Antonino. Credo che Brodsky era un poeta famoso... ma non tanto come il bello Ezra?. La anciana suspir¨® y se agach¨® para rascarse otra vez las piernas; recogi¨® las bolsas pesadas, llenas de souvenirs necrol¨®gicos, y sali¨® del Recinto Evang¨¦lico, como los venados del poema de W. H. Auden que Brodsky siempre citaba: silently and very fast.
Papeles falsos. Valeria Luiselli. Sexto Piso. El libro, reeditado en motivo de su 10? aniversario, llegar¨¢ este lunes 21 a las librer¨ªas.
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