Caracas o Kiev
EL PA?S adelanta un cap¨ªtulo del libro ¡®Los restos de la revoluci¨®n¡¯ de la periodista Catalina Lobo-Guerrero
El cielo de Caracas era una gran pista de baile para las guacamayas que giraban en el aire, con sus alas abiertas y colas largas de plumas amarillas, naranjas, magenta y cian. Daba envidia verlas haciendo piruetas tan libres. Algunas se acercaban a las ventanas y balcones de los apartamentos. Se posaban coquetas y altaneras a exigir trozos de mango y cambur con sus picos negros, y a observar con esos ojos chiquititos y redond¨ªsimos a los que viv¨ªamos dentro de las jaulas.
Para salir de cada casa o apartamento no bastaba con girar una manija. Antes de poner un pie afuera hab¨ªa que cruzar la puerta de reja superpuesta a la de la entrada, que por lo general era met¨¢lica y reforzada con varias chapas de seguridad. Las barreras de hierro o aluminio cubr¨ªan tambi¨¦n muchas ventanas y balcones, hasta en un s¨¦ptimo piso. Se pod¨ªa vivir con todo abierto, circulaban el aire fresco y los mosquitos, pero me impresionaba tanto que algunos apartamentos tuvieran la vista enrejada.
La clase alta hab¨ªa instalado cercas el¨¦ctricas y alarmas alrededor de sus predios. Cerraron sus calles con alcabalas y vigilantes de turno que monitoreaban los alrededores con c¨¢maras de seguridad. Blindaron sus carros, cromaron sus vidrios y empezaron a utilizar escoltas, puerta a puerta. Los que no pod¨ªan pagar esos servicios ¡ªla mayor¨ªa¡ª pon¨ªan cerraduras adicionales, candados y cadenas gruesas, y reforzaban las tapias con picos de botellas o alambres de p¨²as. Cada casa, cada apartamento, era un no pase, no entre. Y adentro, muy adentro, la alerta interior, personal y cotidiana, sin importar la condici¨®n social, era un no salga.
Todos, en teor¨ªa, corr¨ªamos peligro. Si sal¨ªamos a trotar, aunque fuera en grupo; si qued¨¢bamos atrapados en una cola en la autopista o en una luz roja; si tom¨¢bamos un taxi o una camioneta por puesto; si sal¨ªamos a comer a un restaurante o hac¨ªamos fila a las afueras del automercado; incluso, si sal¨ªamos a trabajar a las seis de la ma?ana. En cualquier momento, y casi que en cualquier lugar, pod¨ªamos ser v¨ªctimas del crimen; de las bandas de los pranes que, aunque estuvieran tras las rejas, segu¨ªan delinquiendo a trav¨¦s de otros, m¨¢s libres que las guacamayas. Ning¨²n plan de la Polic¨ªa o de cualquier otra fuerza de seguridad pod¨ªa evitar que el hampa tocara a la puerta, llegara hasta esa ¨²ltima reja protectora y se metiera a violentarnos dentro de la jaula.
Trataba de no pensar en eso, a pesar de que las estad¨ªsticas de crimen y asesinato se hab¨ªan disparado y Caracas era una de las tres ciudades m¨¢s violentas del mundo. Yo segu¨ªa caminando por las calles, tomando el metro y metrob¨²s, utilizando las l¨ªneas de taxi, y algunas noches sal¨ªa, porque era imperdonable, como me lo hab¨ªa dicho un amigo, que tambi¨¦n mataran la alegr¨ªa de la noche caraque?a.
Yo no entend¨ªa su nostalgia por otras lunas m¨¢s rumberas y legendarias, como en la que Freddie Mercury, despu¨¦s de horas de concierto, hab¨ªa terminado desayunando en una arepera a la madrugada, como cualquier otro pana. Los conciertos de grandes artistas y bandas cada vez eran menos. Los locales cerrados cada vez eran m¨¢s.
Pero junto con algunos c¨®mplices, que entend¨ªan que mantener la condici¨®n de criaturas nocturnas irresponsables era la ¨²nica forma de superar la man¨ªa de encerrarse por instinto de preservaci¨®n, siempre encontr¨¢bamos alg¨²n lugar. Porque hab¨ªa que seguir viviendo y hab¨ªa que seguir bailando, aunque gast¨¢ramos un fajo cada vez m¨¢s gordo de billetes en ser felices por un ratico, y aunque la pol¨ªtica terminara mezcl¨¢ndose en la rumba, como gotas amargas entre los vasos de licor. Nos neg¨¢bamos a practicar esa forma de protecci¨®n deprimente que usaban tantos a nuestro alrededor, al caer la tarde: el toque de queda autoimpuesto.
Solo empec¨¦ a practicarlo cuando llegaron las guarimbas a mi cuadra.
De d¨ªa, de noche.
Caracas o Kiev.
Durante el d¨ªa, los caf¨¦s y restaurantes de ese peque?o Soho caraque?o que era el ¨¢rea de Altamira y Los Palos Grandes, donde yo viv¨ªa, estaban abiertos. Los kioscos de la prensa, los negocios de pel¨ªculas piratas, los salones de belleza y panader¨ªas atend¨ªan a sus clientes habituales, como si nada. La gente paseaba sus perros, hac¨ªa pagos en el banco, sudaba en el gimnasio y paraba en la licorer¨ªa por un par de cervezas.
Pero al caer la tarde, todo cambiaba. Las tiendas bajaban las santamar¨ªas, los caf¨¦s apagaban las luces. Nadie sal¨ªa a trotar o a pasear a sus mascotas. Los buses y los carros que se mov¨ªan por la avenida Francisco de Miranda dejaban de circular. Y los heladeros haitianos ¡ªa quienes les compraba raspaditos de coco con leche condensada¡ª se llevaban el til¨ªn til¨ªn de sus carritos lo m¨¢s lejos posible.
Empezaba la hora Kiev.
El Gobierno iba a caer como estaba cayendo por esos d¨ªas el de Ucrania. Me lo dijeron varios chamos que se concentraban en la plaza Altamira antes del atardecer para librar una batalla contra ¡°la dictadura¡±, como lo hab¨ªan hecho antes, en ese mismo lugar, los militares okupas, los l¨ªderes y seguidores de la oposici¨®n tras cada elecci¨®n, reforma o decreto arbitrario del Gobierno, y los grupos de se?oras cat¨®licas y marianas, que daban la vuelta en procesi¨®n, rosario en mano, y con una figura de la Virgen Mar¨ªa a la cabeza. La pobre estatua, que ocupaba un rinconcito de la plaza, amanecer¨ªa decapitada m¨¢s de una vez en venganza.
La Altamira era el lugar com¨²n de las protestas opositoras en Caracas, donde los periodistas podr¨ªamos encontrar a los manifestantes en acci¨®n. Los hab¨ªamos visto all¨ª el 12 y el 18, y volver¨ªan el resto de los d¨ªas de febrero de 2014. Los chamos llegaban en la tarde con sus bandanas, sus m¨¢scaras antigas improvisadas ¡ªcon botellas de pl¨¢stico y medias veladas¡ª, sus palos, sus piedras y las manos sucias de armar c¨®cteles molotov. Se preparaban como pudieran para enfrentar r¨¢fagas de perdigones, lacrim¨®genas y chorros de agua que les lanzaban los tanques ballena.
Desde mi apartamento no alcanzaba a tener una vista del lugar preciso donde se daban los enfrentamientos, pero el ruido de las motos de los guardias, que pasaban frente a mi edificio, me alertaba que la confrontaci¨®n estaba por comenzar a unas cuadras, donde los j¨®venes ya los esperaban. Como el resto de los vecinos, corr¨ªa a guardarme y a cerrar las ventanas. Me quedaba entre mis cuatro paredes y esperaba a que pasara el humo lejano que flotaba en el aire con un leve olor a lacrim¨®genas. Estaba lo suficientemente lejos como para no ahogarme y no tener que escuchar todos los gritos y estallidos en la plaza. Cuando la rutina de combates terminaba, el canto de las ranas en el jard¨ªn eran un consuelo ante el m¨¢s extra?o silencio.
En la esquina donde viv¨ªa, mis vecinos pintaron un letrero gigante con tiza sobre el pavimento que dec¨ªa S. O. S. Instalaron barricadas improvisadas sobre las calles, que decoraron con cintas amarillas de NO PASE. Las armaron con lo que seguramente ten¨ªan arrumado y escondido, quiz¨¢s entre un cl¨®set, debajo de una escalera, en un garaje o dep¨®sito: un asiento cojo, un gabinete sin puerta, tablas que sobraron de alguna cama, cajas viejas de cart¨®n. Juntaron todo con piedras, con ramas y ¨¢rboles secos, con sus bolsas de basura fresca y unos costales llenos de escombros que sacaron de un edificio cercano en remodelaci¨®n.
Toda la mugre acumulada y los objetos olvidados se transformaron, en cuesti¨®n de horas, en elementos fundamentales de resistencia, bastiones de protesta en la v¨ªa p¨²blica, defensa estrat¨¦gica contra el chavismo. Y yo trataba, pero no lograba entenderlo. ?Cu¨¢l era la l¨®gica de autoencerrarse? ?Qu¨¦ beneficio ten¨ªa chuparse el humo de la propia basura quemada? ?A qu¨¦ gobierno malvado era que iban a tumbar as¨ª?
La temporada de guarimbas me permiti¨® conocer mejor las sombras de mis vecinos. Se asomaron por primera vez el 23 de febrero de 2014, de madrugada. El ruido de sus voces me despert¨® y me par¨¦ a mirar por la ventana. A¨²n estaba oscuro, pero pod¨ªa ver las siluetas de un grupo de cuatro o cinco ¡ªtodos hombres¡ª movi¨¦ndose en la calle. Ten¨ªan entre sus manos una guaya met¨¢lica que atravesaron de lado a lado, encima de la barricada, para impedir que cualquier carro o moto circulara. Era algo as¨ª como un refuerzo invisible, pero letal. Por esa idea ¡ªesa p¨¦sima idea¡ª un motorizado que llevaba domicilios hab¨ªa muerto decapitado en otra calle.
Alg¨²n vecino disidente hab¨ªa llamado a la Polic¨ªa para alertarlos de la trampa mortal. Varios agentes en moto llegaron y les ordenaron retirarla. Desde los otros apartamentos, algunos con luces apagadas, otros encendidas, aparecieron otras sombras que reclamaban y carajeaban. Pero ninguno de los due?os de esas voces, que se asomaban a las ventanas en pijama, con los ojos medio hinchados y el pelo revolcado, baj¨® para apoyar a los cuatro que se las daban de valientes, pero cuando llegaron los guardias, no hicieron nada.
Las esposas, los hijos, las madres de los cuatro astutos de la guaya, se paraban durante el d¨ªa a defender la barricada. Su t¨¢ctica consist¨ªa en machucar cucharas de palo contra una olla. Durante horas. Solo paraban para almorzar, quiz¨¢s las necesitaban a ellas y, sobre todo, a sus instrumentos en la cocina.
Una tarde no aguant¨¦ m¨¢s su tacataca. Baj¨¦ a la calle, camin¨¦ hasta la barricada y le ped¨ª a una de las se?oras si pod¨ªan tomarse otro receso. Me mir¨® como si fuera una cucaracha y, al percibir mi acento de extranjera, me insult¨®. No iba a dejar de tocar su olla. Sus hijos peque?os ¡ªcada uno con una sart¨¦n y una cacerola en la mano¡ª, tampoco. Si no me la calaba, bien pod¨ªa irme del pa¨ªs.
Me fui a mi apartamento, en el ¨²ltimo piso, desde donde los observ¨¦ ese d¨ªa y todos los d¨ªas de guarimba. Cada vez que escuchaba que algo pasaba en la calle, en la barricada, corr¨ªa hasta la ventana y me asomaba con mi c¨¢mara y el zoom al m¨¢ximo. Les disparaba. Los capturaba. Los congelaba en im¨¢genes. Era mi peque?a venganza ¡ªsecreta e in¨²til¡ª contra los autonombrados due?os y se?ores de la esquina, los que bloquearon durante d¨ªas, no solo el paso de los carros y las motos, sino tambi¨¦n el de los peatones; los que no ten¨ªan inconveniente en amenazar, hasta con pu?os, a los que no estaban de acuerdo con su control territorial. El peor insulto, la palabrota que los talibanes de mi cuadra descargaban, como una grave sentencia, sobre los que se opon¨ªan a sus decisiones arbitrarias, era: ¡°chavista¡±.
Los restos de la revoluci¨®n
Editorial: Aguilar, 2021
Formato: 592 p¨¢ginas
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.