Algunas lecciones aprendidas en la hamaca
Una galer¨ªa de libros y escritores que marcaron los veranos lectores del autor
Desde aquellos largos veranos de la adolescencia en los que tumbado en la hamaca combat¨ªa el tedio leyendo, algunos autores han dejado un sello indeleble en mi memoria literaria. Reconozco haber recibido un aprendizaje insoslayable de Albert Camus, de quien, al principio, solo me atra¨ªa la imagen est¨¦tica que proyectaba en las fotos: pero m¨¢s all¨¢ de su gabardina de trinchera y del cigarrillo Gitanes que humeaba entre sus dedos lo que me sedujo fue el placer sin culpa frente al absurdo, como una pulsi¨®n del sol sobre la pi...
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Desde aquellos largos veranos de la adolescencia en los que tumbado en la hamaca combat¨ªa el tedio leyendo, algunos autores han dejado un sello indeleble en mi memoria literaria. Reconozco haber recibido un aprendizaje insoslayable de Albert Camus, de quien, al principio, solo me atra¨ªa la imagen est¨¦tica que proyectaba en las fotos: pero m¨¢s all¨¢ de su gabardina de trinchera y del cigarrillo Gitanes que humeaba entre sus dedos lo que me sedujo fue el placer sin culpa frente al absurdo, como una pulsi¨®n del sol sobre la piel, que liberaba su tersa escritura. Lo imaginaba adolescente subido a los topes del tranv¨ªa bajando hacia las playas de Argel a pegarse un ba?o. O sentado en una terraza siguiendo con la mirada a las muchachas de faldas floreadas que pasaban por el bulevar. En el discurso de aceptaci¨®n del Premio Nobel de Literatura subray¨® el compromiso moral del escritor: no estar nunca de parte de quienes hacen la historia sino de cuantos la sufren.
Joseph Conrad me ense?¨® que a la hora de embarcarse hay dos clases de marineros: los que lo hacen apesadumbrados porque dejan atr¨¢s mujer, hijos, amigos y placeres sedentarios y los que suben a bordo felices por haber logrado sacudirse de encima deudas, pendencias y falsas promesas de amor poniendo todo un oc¨¦ano por medio durante un largo tiempo. Conrad pertenec¨ªa a esta segunda clase de marineros. Tambi¨¦n como escritor era de los que sab¨ªa de lo que hablaba porque lo hab¨ªa vivido, gozado, sufrido, re¨ªdo, llorado, todo de primera mano. Conrad no tiene una sola p¨¢gina rid¨ªcula.
En cambio, la lectura de Viaje al fin de la noche, de Celine, me llen¨® de dudas de las que a¨²n no he logrado salir. La sensaci¨®n de ruptura que daba la forma rota y desenfadada de escribir, su est¨¦tica de la maldad puesta al servicio de un arrebatado nihilismo hizo estragos en las librer¨ªas. ?Puede la dureza de coraz¨®n ser un excipiente de la belleza? ?Puede el arte ser una eximente de la maldad de su creador? Lo ignoro todav¨ªa. Es bien sabido que el ¨¦xito unido al resentimiento suele generar una carga muy explosiva.
Virginia Woolf realizaba el mismo juego est¨¦tico que ejerc¨ªan sus amigos del Grupo de Bloomsbury, en ella mucho m¨¢s arriesgado porque era su forma de romper el dogal que la ahogaba, una actitud radical que la convertir¨ªa en una bandera del feminismo, pese a que viv¨ªa rodeada de enfermeras y doncellas, de maletas y ba¨²les de loneta para viajes y regresos, de fiestas e invitados. En aquel tiempo de moral victoriana vestir pantalones de hombre, ser sufragista, fumar en p¨²blico cigarrillos egipcios, dar charlas en un c¨ªrculo obrero siendo una se?orita de alta sociedad y enamorarse de su amiga la poeta Vita Sackville-West, esposa de un lord, y vivir con ella una relaci¨®n l¨¦sbica, fue para Virginia Woolf un juego, pero esta escritora comenz¨® a labrar una literatura en la que el tiempo se convert¨ªa en un fluido de la conciencia. Fue la primera en o¨ªr voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente. Y por eso ha pasado a la historia.
Leyendo a Scott Fitzgerald imaginaba que Par¨ªs era entonces un barrio con el que so?aban los seres privilegiados de Nueva York y la Costa Azul una proyecci¨®n solar de Par¨ªs. La literatura de este escritor estaba llena de toldos blancos y azules, de sombreros flexibles y ba?adores femeninos con rayas de avispa, pantalones de pliegues y chaquetas de color manteca. En ese espacio galopaban o navegaban a bordo de s¨ª mismos Scott Fitzgerald y su mujer Zelda, sin que para ellos las noches terminaran nunca; ¨¦l siempre felizmente ebrio, ella fr¨ªvola, inestable, bell¨ªsima e imaginativa. Al principio de la galopada era una de esas parejas rutilantes que al entrar en una fiesta hace que los m¨²sicos, llenos de admiraci¨®n, paren la orquesta. Scott Fitzgerald consigui¨® describir con intensidad, gracia y maestr¨ªa la pompa de jab¨®n que se estableci¨® en el aire de Par¨ªs y de Nueva York en el periodo de entreguerras dentro de la cual sonaba m¨²sica de jazz, bailaban criaturas vanas, hab¨ªa grandes fiestas como la cima de todos los sue?os y m¨¢s all¨¢ un Martini, dos, tres y luego nada, la destrucci¨®n.
Este absurdo vital nada ten¨ªa que ver con el nihilismo po¨¦tico, lleno de humor, de Samuel Beckett de quien supe que solo tenemos dos certezas: la de haber nacido y la de que tenemos que morir y que la vida no es m¨¢s que un breve caos entre dos silencios eternos, una danza alucinante que nos vemos obligados a bailar, del mismo modo que el sol sale todos los d¨ªas porque no tiene otra alternativa.
Y al final, para los d¨ªas de lluvia en oto?o de mi vida estaba Pessoa, en cualquiera de sus heter¨®nimos, siempre Pessoa y sobre todo aquel viaje a Casc¨¢is en tranv¨ªa o a Sintra en un Chevrolet imaginario donde recibi¨® en el camino el beso volado de una ni?a que cre¨ªa que era un pr¨ªncipe el que pasaba. Estos son algunas lecciones aprendidas en aquella hamaca ya vieja que hoy est¨¢ arrumbada en alg¨²n trastero.