Lea un adelanto de ¡®El lamento del mafioso¡¯, epopeya policial en la era dorada del jazz
Ray Celestin lleva su ambiciosa serie hist¨®rica a Nueva York en el a?o 1947. Sinatra, Dean Martin y otros protagonistas se mezclan con una apasionante historia criminal
El lamento del mafioso (Alianza Editorial, traducci¨®n de Mariano Antol¨ªn) contin¨²a la ambiciosa serie de Ray Celestin, empe?ado en seguir el rastro de la historia del jazz y mezclarlo con lo mejor del policial. Ya sorprendi¨® con Jazz para el asesino del hacha y confirm¨® todo con la apabullante El blues del hombre muerto. Esta es la tercera entrega.
???????????????????????????????????????????????????? CAP?TULO 2
Se dirigieron hacia el norte por el Midtown, dejando atr¨¢s TimesSquare y su arco¨ªris nocturno. Atajaron por la 7, luego por la 52. Pasaron delante de los clubs de jazz de Swing Street, que todav¨ªa lat¨ªan con el ne¨®n, la m¨²sica y el movimiento. Tomaron Madison arriba, que estaba m¨¢s callada, como respetando la hora. Las cl¨¢sicas fachadas de sus oficinas y bloques de apartamentos estaban impregnadas de quietud y sombras, lo que las hac¨ªa parecer mausoleos, como si la calle estuviera bordeada de criptas. Gabriel imagin¨® que la ciudad entera era una necr¨®polis, con esqueletos detr¨¢s de cada puerta.
El taxi tom¨® la calle 61 y hubo se?ales de vida: el Copacabana, situado en la que por otra parte era una anticuada calle residencial en la zona m¨¢s rica del Upper East Side. A¨²n hab¨ªa una serpenteante cola de gente en la acera, esperando para entrar. Hab¨ªa porteros y taxistas y trasnochadores que se dirig¨ªan a casa. La agitaci¨®n propia de un club nocturno. El sonido sordo de la m¨²sica estremec¨ªa el aire. Se detuvieron detr¨¢s del cami¨®n que transmit¨ªa para la radio aparcado junto a la entrada del Copa Lounge, en la puerta de al lado. Gabriel se ape¨® de un salto, pag¨® la carrera y alz¨® la vista hacia el anuncio: ?Nunca una versi¨®n que no sea aut¨¦ntica ni una consumici¨®n m¨ªnima?. Gabriel lo pas¨® andando, hasta la misma entrada del Copa. Los porteros abrieron el cord¨®n, dej¨¢ndole pasar. ?l les dio las gracias con un asentimiento de cabeza.
Entr¨® al vest¨ªbulo y baj¨® la escalera, y el sonido de la orquesta aument¨®; luego se abrieron las puertas al sal¨®n de baile y la m¨²sica le golpe¨® como una onda expansiva. El pase del espect¨¢culo de las dos de la madrugada estaba llegando a su cl¨ªmax; Carmen Miranda en el escenario se contoneaba con un ajustado vestido de sat¨¦n, el pa?uelo de su cabeza conten¨ªa medio frutero. Detr¨¢s de ella un conjunto de Sirenas de la Samba part¨ªa corazones con sus caderas, imitando los movimientos de Miranda con perturbadora precisi¨®n.
El club estaba cerca de su aforo completo: setecientas personas dispersas por los diversos pisos, entreplantas y gradas. En las escaleras y rampas que conectaban todo eso, encargados y camareros iban de un lado para otro. El Copa hab¨ªa empezado siendo un intento modesto de traer el glamur de la vida nocturna de los hoteles de R¨ªo de Janeiro al fr¨ªo norte, pero se hab¨ªa hecho tan popular que hab¨ªan tenido que ampliar constantemente el espacio. Abrieron una cocteler¨ªa en el piso alto y la emisora WINS empez¨® a transmitir un programa de radio desde all¨ª: el lugar de reuni¨®n m¨¢s famoso y sus despampanantes chicas. ?Y est¨¢ invitado!
Luego alguien decidi¨® convertirlo en una pel¨ªcula: Copacabana, protagonizada por Groucho Marx y Carmen Miranda. Como la pel¨ªcula requer¨ªa una banda sonora, el Copa tambi¨¦n se convirti¨® en una canci¨®n:
?Vamos al Copacabana?. Esta canci¨®n era la que en ese momento estaba bailando Carmen Miranda. A la cantante-bailarina-actriz brasile?a la hab¨ªan contratado en el club para que actuara cinco semanas como parte de la gira de publicidad de la pel¨ªcula, y la canci¨®n constitu¨ªa el cl¨ªmax del espect¨¢culo. Mientras sus caderas se contoneaban al ritmo del retumbar at¨®mico de las congas, Gabriel pase¨® su mirada por la multitud.
En la barra Frank Sinatra y Rocky Graciano estaban totalmente enfrascados en una especie de competici¨®n de limbo con un par de chicas? que Gabriel crey¨® reconocer de los carteles de teatro de la calle 42. Pod¨ªa apreciar el efecto de la bencedrina en sus ojos. Una de las chicas cay¨® a la 27 moqueta y todos se partieron de risa. Frank dio una palmada en el hombro de Rocky, como si algo les hubiera salido bien, y puede que as¨ª fuera.
Detr¨¢s de ellos hab¨ªa unas cuantas estrellas cinematogr¨¢ficas de segunda fila y la mitad de los jugadores del equipo de los Yankees, que hab¨ªan acudido al club todas las noches desde que un mes antes ganaran el Campeonato de B¨¦isbol. Algunos hombres de la familia Bonanno
deambulaban por all¨ª con mujeres que pod¨ªan ser sus esposas, novias o queridas. Miembros de las otras cuatro familias de la Mafia de Nueva York estaban dispersos por all¨ª. En uno de los palcos de arriba, protegido por la oscuridad de algunas palmeras falsas y columnas con espejos, Gabriel distingui¨® a O'Dwyer, el alcalde, sentado a una mesa con una multitud de tipos trajeados, revolviendo con una paletilla para c¨®cteles un triste mai tai. El alcalde alz¨® la vista, y entre el clamor de los que bailaban sus ojos se encontraron con los de Gabriel. Se saludaron con la cabeza uno al otro. O'Dwyer fue elegido con el apoyo de Frank Costello, jefe de la familia? Luciano, propietario nada secreto del Copacabana y el hombre que hab¨ªa encargado a Gabriel dirigir el club. Gabriel intent¨® distinguir a los otros hombres de la mesa del alcalde, pero estaban demasiado en sombra. Uno de ellos sac¨® una pastilla de una pitillera y se la meti¨® en la boca. Mientras la orquesta acomet¨ªa un crescendo, Gabriel ech¨® una ¨²ltima mirada a la sala y se volvi¨® a sentir abrumado por lo que ve¨ªa, la idea de que a esto era a lo que hab¨ªan llegado, que aquella decadencia era lo que hab¨ªa tra¨ªdo la paz, el resultado final del mundo haci¨¦ndose pedazos, la matanza de millones y sombras ardiendo en las paredes. Se preguntaba, como le pasaba con frecuencia, si quiz¨¢ el mundo no hab¨ªa muerto con la conflagraci¨®n, y todos ellos se limitaban a arrastrar su existencia en un limbo, una necr¨®polis, y ¨¦l era el ¨²nico que lo notaba.
La orquesta lleg¨® al final de la canci¨®n con una avalancha de redobles de las congas y estallido de los metales. Se elev¨® una especie de rugido de la multitud y la gente se abraz¨®, bes¨¢ndose algunos. Los ojos brillaban.
Miranda hizo una reverencia.
El maestro de ceremonias agarr¨® el micr¨®fono y anunci¨® que la orquesta se tomar¨ªa un descanso pero que se quedar¨ªan con Martin y Lewis para que siguieran entretenidos. Dean Martin apareci¨® en el escenario con un whisky en la mano; Jerry Lewis, con las manos en los bolsillos. Martin dio las gracias al maestro de ceremonias y le se?al¨® con un dedo mientras este abandonaba el escenario.
¡ªDetr¨¢s de un triunfador ¡ªdijo¡ª hay una suegra sorprendida. El de la bater¨ªa dio un redoble. La multitud se parti¨® de risa. Gabriel dio la espalda a todo eso, se dirigi¨® a una puerta con un cartel de ?Solo personal? y penetr¨® en un pasillo gris fr¨ªo y h¨²medo. La puerta se cerr¨® tras ¨¦l y amortigu¨® la mayor parte del sonido. Despu¨¦s de unas cuantas esquinas, lleg¨® a su despacho, abri¨® la puerta con su llave y se introdujo dentro. Era un espacio sin ventanas, tan gris como el pasillo, con un olor a?ejo a humedad. Estaba dominado por una mesa cubierta por pa?o verde en la que tres hombres contaban montones de dinero. Pon¨ªan el dinero en pilas, sujetaban los billetes con gomas, los colocaban en bandejas, chupaban l¨¢pices, escrib¨ªan listas. El recuento era complicado, una lista de lo que en realidad ganaban, una lista de lo que se declarar¨ªa a Hacienda, una lista de lo que recib¨ªan los due?os, una lista de lo que se llevar¨ªan de extranjis Costello y la Mafia. Gabriel probablemente era la ¨²nica persona de la operaci¨®n capaz de seguir la pista de todo aquello.
Cerr¨® la puerta con llave y se dej¨® caer en su sill¨®n, y los dos pasaportes dieron la impresi¨®n de estar haci¨¦ndole un agujero en la chaqueta. Seis a?os de planificaci¨®n, faltaban diez d¨ªas, y a ¨¦l una vez m¨¢s le dominaba el nerviosismo. Encendi¨® un cigarrillo y not¨® que Havemeyer, el hombre de m¨¢s edad de los que estaban sentados alrededor de la mesa contando los montones, le echaba una ojeada.
¡ª?Qu¨¦ pasa? ¡ªpregunt¨® Gabriel.
¡ªCostello quiere verte ¡ªdijo Havemeyer, sin dejar de contar.
El p¨¢nico golpe¨® el pecho de Gabriel y se extendi¨® por su torso.
¡ª?Est¨¢ aqu¨ª? ¡ªpregunt¨®.
Havemeyer neg¨® con la cabeza. Termin¨® de contar el mont¨®n, le puso una goma alrededor, lo dej¨® en la bandeja y marc¨® un punto en la lista. Solo entonces se volvi¨® para mirar a Gabriel. El celof¨¢n color lima de su visera atrap¨® el rayo de encima de su cabeza y mand¨® un brillo verde chill¨®n a su cara, haciendo que pareciese un personaje de uno de los c¨®mics que Sarah dejaba dispersos por el apartamento.
¡ªLlam¨® ¡ªdijo Havemeyer¡ª. Dej¨® un mensaje por medio de Augie.
¡ª?Ha dicho lo que quer¨ªa? ¡ªpregunt¨® Gabriel. Entonces comprendi¨® que era una pregunta est¨²pida. La ciudad ten¨ªa pinchados los tel¨¦fonos de Costello, y aunque este hab¨ªa contratado a un especialista en telefon¨ªa para que los dejara limpios, solo trataba de negocios en persona.
¡ª?Qu¨¦ crees t¨²? ¡ªdijo Havemeyer.
Gabriel trat¨® de calmarse. Puede que Costello tuviera un trabajo para ¨¦l y todo fuese bien. O puede que Costello se hubiera enterado y ya le estuvieran cavando la tumba a Gabriel.
¡ª?Est¨¢s sudando? ¡ªpregunt¨® Havemeyer.
Gabriel neg¨® con la cabeza.
¡ªEs la lluvia.
Pareci¨® que el viejo le cre¨ªa, porque asinti¨® y volvi¨® a sus cuentas. Uno de los hombres puso una bandeja con dinero encima de la caja fuerte del rinc¨®n, un objeto rechoncho de hierro colado cuya forma a Gabriel siempre le hab¨ªa recordado una bomba. Otro de los hombres abri¨® la puerta de la caja fuerte, y los billetes de d¨®lar fueron engullidos por la oscuridad de su interior. Si todo era una ilusi¨®n, si en realidad hab¨ªan descendido al infierno, aquella bomba era el horno que alimentaba el sue?o.
Seis a?os de planificaci¨®n, quedaban diez d¨ªas, y a ¨¦l le hab¨ªa llamado el jefe de todos los jefes.
Babelia
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