Mientras pasaban los estorninos
Un d¨ªa recibe una llamada de tel¨¦fono: ¡°?Sabes qui¨¦n ha muerto?¡±. A continuaci¨®n, esa voz pronuncia el nombre de un amigo de la infancia, o la de aquel compa?ero con el que discut¨ªas de literatura, o aquella ni?a enamorada a la que llevaba a ver ¡®Di¨¢logo de Carmelitas¡¯
Aquella Valencia de los a?os cincuenta del siglo pasado ol¨ªa a caf¨¦ torrefacto y a ese aliento dulz¨®n a pozo ciego que emerg¨ªa de las alcantarillas, solo atemperado a veces por los aires frescos, vegetales que proven¨ªan de la huerta. Miguel, despu¨¦s de tanto tiempo, a¨²n sigue oyendo el estruendo que causaban los miles de estorninos a la hora de buscarse acomodo en los grandes pl¨¢tanos de la Gran V¨ªa para pasar la noche. Eran los l¨ªvidos atardeceres de oto?o e invierno y en la esquina de Balanz¨¢ con la cafeter¨ªa Lauria de la plaza del Caudillo alguien voceaba: ¡°?Ha salido Jornada, el diario de la tarde!¡±. El peri¨®dico tra¨ªa noticias de f¨²tbol en las que el nombre de Puchades estaba como siempre en primera p¨¢gina. En la cartelera de espect¨¢culos se anunciaban las pel¨ªculas Vacaciones en Roma, Las nieves del Kilimanjaro y Las diab¨®licas. Gracia Imperio actuaba en el teatro Ruzafa en una revista de Colsada, titulada Metidos en harina, con Zor¨ª, Santos y Codeso. En ese tiempo era muy apreciado el hecho de que en el bar el limpiabotas supiera tu nombre y lo pronunciara con respeto mientras sacaba lustre a tus zapatos de dos tonos, blanco y caf¨¦, con o sin rejilla.
A estas alturas de la vida, Miguel es capaz de provocarse las l¨¢grimas cuando oye la melod¨ªa de la pel¨ªcula Candilejas, que le lleva a aquel momento en que tom¨® la decisi¨®n de ser escritor. La hab¨ªa mantenido en secreto por simple pudor, puesto que tem¨ªa que levantara las burlas de sus amigos y ni siquiera se lo hab¨ªa confesado a aquella ni?a enamorada a la que esperaba en las escaleras de Correos para llevarla al cine por la tarde o al teatro Eslava, donde aquellos d¨ªas de oto?o pon¨ªan la obra Di¨¢logo de Carmelitas, de Bernanos. Pese a todo, ahora, despu¨¦s de tantos a?os, aquel deseo de ser escritor, que pod¨ªa ir acompa?ado de una emoci¨®n sagrada, no la puede desligar de aquel hedor del urinario p¨²blico en los bajos de la plaza del Caudillo, donde hab¨ªa muchas pegatinas con anuncios de remedios contra la blenorragia. Pasaban los estorninos en bandadas que oscurec¨ªan el cielo formando oleajes. Y aquel a?o, cuando los estorninos desaparecieron al final del invierno, en su viaje tambi¨¦n se llevaron a Dios.
Durante alg¨²n tiempo la fe, que ya daba por perdida, a¨²n pudo sustentarse mediante la est¨¦tica del gregoriano y del aroma de incienso, que a veces antes de entrar en clase en la facultad de derecho o¨ªa y respiraba con placer en la iglesia del Patriarca. Entrando a mano derecha estaba el confesionario donde Miguel se arrodillaba alguna ma?ana a confesar sus pecados. Soportaba los suaves pescozones de los dedos del confesor con olor a rap¨¦ con los que trataba de sacarle la parte oscura de su alma. Pero Miguel quer¨ªa ser escritor y en ese debate a¨²n estaba en el medio el Dios de Jacques Maritain, de Fran?ois Mauriac, de Le¨®n Bloy, de Rumano Guardini. Frente a estos intelectuales cat¨®licos estaban de otra parte las prostitutas del barrio chino a las que quer¨ªa redimir mediante un fervoroso apostolado.
Un d¨ªa Miguel se atrevi¨® a confesar a un amigo del colegio que estaba escribiendo una novela. Y este le dijo: ¡°Si est¨¢s escribiendo una novela, no puedes llevar corbata. C¨®mprate una pipa y un jersey de cuello alto. Lo primero es salir bien en la foto de la solapa¡±. Miguel recuerda aquella tarde que bajo el estruendo de los estorninos al salir del cine donde pon¨ªan Candilejas se quit¨® la corbata y la arroj¨® con desprecio en una papelera. Se sent¨ªa inflamado por un sentimiento al que no sab¨ªa dar nombre. Bien, un d¨ªa escribir¨ªa historias, viajar¨ªa por el mundo, publicar¨ªa libros en los que los h¨¦roes correr¨ªan aventuras y todo eso. Miguel piensa a veces que a Dios se lo llevaron de su vida los estorninos una tarde radiante de primavera.
Ha pasado el tiempo. Las hojas amarillas de los ¨¢rboles han ca¨ªdo sobre la memoria una y cien veces. Al final de la tarde, entre dos luces, Miguel en los momentos de depresi¨®n puede provocarse las l¨¢grimas al o¨ªr las canciones de aquellos d¨ªas. Las hojas muertas. De repente, un d¨ªa recibe una llamada de tel¨¦fono: ¡°?Sabes qui¨¦n ha muerto?¡±. A continuaci¨®n, esa voz pronuncia el nombre de un amigo de la infancia, o la de aquel compa?ero con el que discut¨ªas de literatura, o aquella ni?a enamorada a la que llevaba a ver Di¨¢logo de Carmelitas. La voz a?ade. ¡°Te quer¨ªa mucho. Creo que deber¨ªas venir a su entierro¡±. Y mientras Miguel decide ir o no ir, suena esta canci¨®n: ¡°?Oh! Me gustar¨ªa tanto que te acordaras de los d¨ªas felices en que ¨¦ramos amigos. Por aquel entonces la vida era m¨¢s bella. Y el sol, brillaba m¨¢s que hoy. ?Ves? No he olvidado. Las hojas muertas se amontonan a raudales. Los recuerdos y la a?oranza tambi¨¦n. Y el viento del norte los lleva a la fr¨ªa noche del olvido. Ves, no he olvidado la canci¨®n que me cantabas cuando me amabas y yo te amaba¡±.
Babelia
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