Piedad
La ¡®Piedad¡¯ de K?the Kollwitz me escupe que a nada de lo que pueda escribir vale la pena dedicarle tiempo
Hace unos d¨ªas hablaba con la escritora Mar Garc¨ªa Puig sobre lo interesante de las estructuras fragmentarias. Quiz¨¢s fue aquella r¨¢pida conversaci¨®n que tuvo lugar en un contexto de celebraci¨®n la excusa que, de alguna manera, he encontrado para mostrarme as¨ª en este texto, a trocitos, con el cuerpo cansado y la cabeza llena de una serie de pensamientos que se comportan con patetismo para ocupar el primer puesto. Pienso en el fin de semana robado a la rutina con mi sobrina de siete a?os que lleva flores a la tumba de la bisabuela y el caos de sentimientos que la experiencia ha generado, en las pinturas nuevas y c¨®mo empiezo a ser capaz de ver a trav¨¦s del blanco, en el anhelo del abrazo de mi marido, en el pr¨®ximo viaje (de nuevo a Pompeya), en los libros de Herta M¨¹ller que me esperan en la librer¨ªa desde hace m¨¢s de una semana y los mails del librero con la misma respuesta confirmando que de hoy no pasa que vaya a recogerlos, en la relectura de La buena letra y el coraz¨®n inflamado, en el mueble de planos que escapa a mi presupuesto, en la posible mudanza.
Todas las cosas buenas que parece que asomen a la vuelta de la esquina quedan salpicadas por un dolor terrible y cruel, lleno de violencia. La Piedad de K?the Kollwitz me taladra el cerebro, aunque las flores de la tumba de la bisabuela o el color del pelo de mi sobrina, el olor del aguarr¨¢s, el placer del abrazo del marido, lleguen a m¨ª amorosamente. La Piedad de Kollwitz me atormenta desde mucho antes de haber conversado con Mar Garc¨ªa Puig sobre lo interesante de lo fragmentario y me escupe que a nada de lo que pueda escribir en esta p¨¢gina vale la pena dedicarle tiempo.
Parad, pensamientos. Y para, cuerpo, de imprimar cartones, de tensar y grapar telas, de limpiar las mesas de tinta, de cargar con maderas, de limpiar de nuevo todos los cristales del taller y de la galer¨ªa, de observarte en el espejo y que te duela la arruga que hab¨ªas decidido defender. Justo al a?o de haber perdido a su hijo Peter en la guerra, K?the Kollwitz escribi¨®: ¡°Trabajo en una peque?a escultura que es el resultado de mis experimentos por retratar la edad adulta. Se ha convertido en una especie de Piet¨¤. La madre est¨¢ sentada, su hijo yace en sus rodillas¡±.
Salgo del pueblo, como cada ma?ana, y llego a Barcelona. Aparco, y antes de entrar en el taller pienso en ir a tomar un caf¨¦ rico para leer un poco, para ver si mi cerebro-taladro me da una tregua. Quiz¨¢s escriba un texto sobre la belleza de la palabra matriz. Matriz de cobre, de madera, de aluminio, matriz que pulimos y desengrasamos, que trabajamos con materiales grasos y barnices, matriz que atacamos con ¨¢cidos y gubias y que despu¨¦s estampamos en papeles de alto gramaje. Pero me siento en el caf¨¦ y, antes de poder sonre¨ªr porque Joanna Walsh me retrata ¨Dcomo a tantas otras¨D en mi relaci¨®n con los libros ¨D¡±en tiempos t¨² tambi¨¦n pensaste que la acumulaci¨®n era un logro¡±¨D, miro el m¨®vil y veo a una madre de rodillas abrazada a un ni?o amortajado con una tela blanca.
La violencia y gravedad de las im¨¢genes que nos llegan desde Gaza me paraliza. Quiero gritar, pero siento que soy una hormiguita. Me planteo pintar la escena, pero s¨¦ que el dolor que puede llegar a sentir esa madre arrodillada est¨¢ muy lejos de lo que yo haya podido sentir nunca y me pregunto si ser¨ªa l¨ªcito apropiarme de ello, si servir¨ªa de algo o si se reducir¨ªa a un acto pat¨¦tico de paternalismo. El arte es el ¨²nico lugar donde podemos permitirnos todas las licencias, pero este genocidio me obliga a separarlo por primera vez de la vida.
La madre mece al ni?o muerto, se balancea y lo acaricia a trav¨¦s de la tela blanca, le susurra al o¨ªdo en medio del desastre. ¡°5 de octubre de 1914. Carta de despedida de Peter. Como si volvieran a cortar el cord¨®n umbilical que nos une al ni?o. La primera vez para vivir, la segunda para morir¡±.
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