Primera entrada de un dietario
?Qui¨¦n era yo? En ese instante me sent¨ªa una sustancia perpleja mientras caminaba por las callejuelas del barrio antiguo Yuyuan, llenas de tiendas abarrotadas de pelucas y m¨¢scaras
Hace 10 a?os, el d¨ªa 1 de enero de 2015, empec¨¦ a escribir este dietario, sin saber ad¨®nde me iba a llevar ese r¨ªo de palabras. He aqu¨ª la primera entrada. Abro el peri¨®dico y leo que en la celebraci¨®n del a?o nuevo en Shangh¨¢i se ha producido una avalancha en la que ha habido 36 muertos y 47 heridos. Ha ocurrido durante los ¨²ltimos minutos de esta Nochevieja en la zona del Bund. La avalancha ha sido debida a que una empresa publicitaria comenz¨® a lanzar desde la ventana del ...
Hace 10 a?os, el d¨ªa 1 de enero de 2015, empec¨¦ a escribir este dietario, sin saber ad¨®nde me iba a llevar ese r¨ªo de palabras. He aqu¨ª la primera entrada. Abro el peri¨®dico y leo que en la celebraci¨®n del a?o nuevo en Shangh¨¢i se ha producido una avalancha en la que ha habido 36 muertos y 47 heridos. Ha ocurrido durante los ¨²ltimos minutos de esta Nochevieja en la zona del Bund. La avalancha ha sido debida a que una empresa publicitaria comenz¨® a lanzar desde la ventana del hotel Cathay, una gran cantidad de billetes de 100 d¨®lares falsos y la gente se dispuso a matarse bajo esa lluvia de dinero, materia de todos los sue?os del capitalismo que en China ya ha tomado carta de naturaleza. ¡°De repente, no nos pod¨ªamos mover y empec¨¦ a escuchar gritos de socorro¡±, dijo un testigo. El poder econ¨®mico de China se present¨® ante el mundo como un desaf¨ªo en los Juegos Ol¨ªmpicos de 2008. Por fortuna los chinos no tienen Dios. Solo nos faltaba otro Dios monote¨ªsta adorado por 1.400 millones de fan¨¢ticos en Oriente, en lucha abierta contra los tres dioses col¨¦ricos de Occidente, los de los cristianos, musulmanes y jud¨ªos.
Recuerdo que en el a?o 1986 estuve en Shangh¨¢i hospedado en ese viejo hotel Cathay, que entonces se llamaba De la Paz, el nuevo nombre impuesto por el mao¨ªsmo para borrar su pasado imperialista. El Cathay era el hotel de las novelas de aventuras de Vicki Baum, por donde pasaron los personajes de Somerset Maughan, los h¨¦roes de Conrad y trascurren escenas de La condici¨®n humana, de Andr¨¦ Malraux. Mi habitaci¨®n conservaba un destartalado vestigio de los tiempos de esplendor; conten¨ªa armarios en los que se pod¨ªa entrar caminando y la taza dorada del retrete se hallaba en lo alto de cinco pelda?os alfombrados como un trono; en aquella cama con baldaquino de seda ra¨ªda de noche el soplido de las sirenas de los barcos que bajaban por el r¨ªo Whangpoo hacia los mares del Sur me hac¨ªan creer que hab¨ªa todav¨ªa fumaderos de opio y burdeles en la calle Szechuan, g¨¢nsteres con esmoquin blanco vigilando las fichas y los dados en las timbas donde acud¨ªan los reyes de la prostituci¨®n en coches con los cristales antibalas tintados y en la sala de fiestas del hotel cantaba, rodeada de elegantes rufianes, una misteriosa dama con el pelo laqueado y la falda abierta hasta la cintura. El mao¨ªsmo hab¨ªa barrido todo aquello. En la habitaci¨®n hab¨ªa arraigado tal vez desde principios de siglo ese dulce olor a melaza que desprenden las maderas nobles y tratando de dormir arrullado por las mand¨ªbulas de la carcoma que estaba devorando una de las patas de la cama me preguntaba cu¨¢ntos aventureros, mercaderes, amantes, asesinos, escritores, artistas habr¨ªan cabalgado sus sue?os en este lecho con baldaquino de palosanto.
Hab¨ªa llegado a Shangh¨¢i por la noche cuando el hormiguero estaba apagado. Al d¨ªa siguiente por la ma?ana me ech¨¦ a la calle y en la calzada Nanking me vi de pronto aplastado por la humanidad. Miles, cientos de miles de cuerpos humanos todos con el mismo rostro formaban torbellinos como sifones en cada esquina y por uno de ellos fui engullido para ser transportado en volandas entre piernas y brazos sin ninguna direcci¨®n salvo la que marcaba a ciegas la propia corriente humana hasta una plazoleta donde romp¨ªan confusas oleadas de carne. Con una sensaci¨®n de naufragio finalmente qued¨¦ arrumbado contra el pretil del r¨ªo jadeando con las costillas maceradas y hubo un momento en que se me acerc¨® un chino joven, bien trajeado, plant¨® su cara a unos tres de palmos de la m¨ªa y con un inter¨¦s desmedido me pregunt¨® en un ingl¨¦s balbuciente: ?qui¨¦n eres? Eso quer¨ªa yo saber ¡ªpens¨¦¡ª en medio de aquella humanidad pegajosa que me rodeaba. Aquel joven me dio su tarjeta y me dijo que si hab¨ªa ido a China por negocios contara con ¨¦l. Me propuso montar a medias una peluquer¨ªa de se?oras o un bar con chicas guapas. El tipo, tal vez, me hab¨ªa confundido con un occidental que trabajaba de alguna empresa mixta. Sin que acertara a contestarle, dio media vuelta y se perdi¨®.
?Qui¨¦n era yo? En ese instante me sent¨ªa una sustancia perpleja mientras caminaba por las callejuelas del barrio antiguo Yuyuan, llenas de tiendas abarrotadas de pelucas y m¨¢scaras. El oleaje humano me dej¨® en la puerta de una pagoda que se hallaba a merced de las golondrinas. En su interior se veneraba a un Buda de jade y en el jard¨ªn me encontr¨¦ con un monje ciego sentado en un banco al pie de un sicomoro. No hab¨ªa edad en aquellos ojos blancos como huevos de paloma. Jurar¨ªa que ten¨ªa mil a?os. Por medio de una int¨¦rprete le ped¨ª un consejo para ser feliz. ¡°No pienses nunca¡±, me dijo, ¡°en las cosas que no has podido conseguir. El yo produce muchos gases. P¨¢smate ante el milagro de estar vivo. S¨¦ consciente de tu respiraci¨®n y olvida todo lo dem¨¢s¡±. A continuaci¨®n, me pregunt¨® qui¨¦n era yo. No supe qu¨¦ contestar.