El diablo de la ruptura
¡®TintaLibre¡¯ reproduce un relato de Sara Barquinero sobre los ins¨®litos mecanismos a los que se acude al afrontar una crisis sentimental

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Hace unos siete u ocho a?os yo viv¨ªa en una residencia de estudiantes mientras comenzaba mi tesis. A tenor de lo que va a contarse aqu¨ª, es dif¨ªcil decidir si mis circunstancias habitacionales fueron una bendici¨®n o todo lo contrario. El inicio de curso fue dif¨ªcil, pues tuve problemas con la gesti¨®n de mi beca (no hace falta que me prodigue en c¨®mo los tr¨¢mites con el ministerio pueden ser un infierno, por mucho que sean un infierno necesario), no me sent¨ªa del todo c¨®moda con el tema de tesis o el director y estaba bastante perdida respecto a qu¨¦ ten¨ªa que hacer. Del a?o acad¨¦mico anterior arrastraba un insomnio recurrente (fruto de una vida desordenada en lo que a horarios se refiere) y cierta angustia existencial (fruto, por sonrojante que resulte admitirlo, de problemas rom¨¢nticos). En octubre, mi ?pareja? (el uso de las comillas da cuenta de los problemas intr¨ªnsecos de la situaci¨®n) me dej¨®, que era justo lo que me faltaba para volverme loca.
La suerte quiso que otro de mis compa?eros de residencia tambi¨¦n fuese mareado y abandonado por su novia m¨¢s o menos por las mismas fechas. Hay gente que es capaz de mantener la dignidad en cualquier situaci¨®n, pero dir¨ªa que, en general, cuando a uno lo abandonan por sorpresa se convierte en una persona inaguantable: siempre quiere hablar de lo mismo sin que el tema arroje resultados o novedades, pues la conclusi¨®n natural de las conversaciones es que nada se puede hacer (te han abandonado), aunque aquel que sufre sea muy capaz de darle una nueva perspectiva a su ruptura a ra¨ªz de algo que record¨® la otra noche, una pista min¨²scula escondida en un suceso sin importancia del verano de 2015 que quiz¨¢s amerita repasar cada conversaci¨®n que mantuvo con su expareja durante los d¨ªas previos a que le diera la patada. Hasta los amigos m¨¢s fieles acaban hartos y, en retrospectiva, nadie puede culparlos, por mucho que te decepcionen cuando resoplan con disimulo en el epicentro de tu dolor. Que a una la abandonen a la vez que a un amigo o vecino es un regalo, pues ambos firman un acuerdo t¨¢cito por el cual se aguantar¨¢n mutuamente ad infinitum, altern¨¢ndose para contar una y otra vez sus penas hasta la n¨¢usea. A mi compinche de ruptura me referir¨¦ como ¡°Lusifel¡±, pues no quiere que use su nombre.
Durante aquellos meses ambos nos impusimos un ritual diario para salvaguardar nuestro orgullo y nuestra cordura: todas las tardes nos fum¨¢bamos un porro en su cuarto, habl¨¢bamos de nuestros exnovios malvados (la suya se llamaba Eva, el m¨ªo Juan; ninguno de ambos se merece la elegancia de un pseud¨®nimo), nos ech¨¢bamos el tarot para saber si regresar¨ªan o si encontrar¨ªamos el amor en otra parte y escuch¨¢bamos m¨²sica. Muchas veces (cosa que no nos pegaba a ninguno) pon¨ªamos Lusifel, de Yung Beef, y nos dec¨ªamos el uno al otro que la pr¨®xima vez nosotros ser¨ªamos los malos, los que abandonan: en cuanto sonaban dos compases de la canci¨®n, nos sent¨ªamos como un fucker y una mujer fatal en potencia, por mucho que llev¨¢semos una semana sin lavarnos el pelo, nuestro m¨¢s ¨ªntimo deseo fuese que nuestros exnovios malvados regresasen y fu¨¦semos en realidad los dos t¨ªos m¨¢s pringados de Madrid. ¡°Yo antes era un ¨¢ngel, me llamaba Gabriel; pero eso era antes, hoy te voy a joder¡±, dec¨ªa Yung, y sus palabras escond¨ªan la promesa de un futuro sin sufrimiento, en el que nosotros llevar¨ªamos la sart¨¦n por el mango.
Las preguntas siempre eran las mismas. Las respuestas de las cartas solo nos daban pie a repetir una y otra vez las mismas conversaciones, daba igual si lo que hab¨ªa era un Sol, una Sacerdotisa o un cinco de copas bocabajo. En cuanto empez¨® a hacer fr¨ªo, dejamos de abrir la ventana para fumar. Aunque nos hab¨ªamos entregado a las terapias alternativas fruto de la desesperaci¨®n, Lusifel y yo segu¨ªamos confiando en la psicolog¨ªa convencional, como aquellos que concilian el m¨¦dico de cabecera y el home¨®pata. Lusifel acud¨ªa a hablar de Eva con una psic¨®loga cada quince d¨ªas (aunque ya iba antes de conocerla). Por mi parte, en una tarde de desesperaci¨®n que pas¨¦ en casa de mis padres (esto es, en mi ciudad, muy lejos del tarot, Lusifel y la marihuana), acab¨¦ buscando en internet al primer psic¨®logo que estuviera dispuesto a atenderme ese mismo d¨ªa. Fue una mala decisi¨®n. Era un p¨¦simo terapeuta, aunque su despacho era estupendo: muchos libros viejos, t¨ªtulos y enciclopedias, un retrato de Freud y otro de Piaget a cada lado de su rostro bobo. Lo primero que hizo fue extenderme una receta ilimitada de Orfidal (que al principio hizo maravillas, pero que luego termin¨® de fastidiar mi proceso natural de sue?o) y hacerme una serie de preguntas sobre mi primera infancia que yo consideraba completamente irrelevantes para mi situaci¨®n. Por supuesto, cuando se lo dec¨ªa (acabamos manteniendo una car¨ªsima consulta telef¨®nica semanal hasta que me hart¨¦), ¨¦l enarbolaba contra m¨ª el cl¨¢sico argumento de la Resistencia a la Curaci¨®n que surg¨ªa en cada sujeto cuando su h¨¢bil terapeuta toca las cuerdas m¨¢s fr¨¢giles de su maltrecha alma. Yo trataba de explicarle que no se trataba de eso, que mi infancia hab¨ªa sido, en general, muy feliz, que estaba dispuesta a hablar de asuntos dolorosos de mi pasado (como una de mis primeras parejas; un tipo horrible), pero que no encontraba ning¨²n alivio o iluminaci¨®n en hablar de mis profesores de preescolar o en si mi madre me dejaba comer solo media bolsa de Oreos con la merienda. A partir de la tercera o cuarta sesi¨®n, comenz¨® a hablarme de su hija, una chica de siete u ocho a?os a la que yo le hab¨ªa recordado cuando me hizo la entrevista preliminar; y una vez que el nombre de su hija sali¨® por primera vez ya nunca abandon¨® nuestras consultas: yo le contaba no s¨¦ qu¨¦ minucia de mi relaci¨®n con Juan, ¨¦l en cambio quer¨ªa ahondar en un detalle de la sesi¨®n previa sobre c¨®mo siempre me pon¨ªan un cero en el cuaderno de matem¨¢ticas por buenas notas que sacase y qu¨¦ me hac¨ªa sentir eso. Acababa siendo yo la que escuchaba una an¨¦cdota de su hija en el colegio que ten¨ªa (vagamente) algo que ver con mi historia personal.
Muchas veces se me olvidaba llamarlo, sobre todo si me tocaba sesi¨®n por la tarde. Lusifel y yo sol¨ªamos reunirnos sobre las seis y dedicar un par de horas al an¨¢lisis pormenorizado de nuestra situaci¨®n, que casi nunca hab¨ªa cambiado desde el d¨ªa previo. ?l liaba un porro, yo llevaba las cartas y repet¨ªamos las mismas preguntas mientras fum¨¢bamos. Al principio consult¨¢bamos los significados de las cartas en El Tarot de Tiziana, una web estupenda y muy educativa, pero a partir de cierto punto nos sab¨ªamos los significados de memoria, sobre todo de las que m¨¢s nos sal¨ªan: la Torre, la Luna, el tres, cinco, siete, nueve y diez de espadas; el cinco de pent¨¢culos. Todas ten¨ªan un significado horrible y poco alentador que no requer¨ªa de altas dosis interpretativas (en el diez de espadas, por ejemplo, un tipo aparece atravesado por diez de estas, lo cual no resulta muy alentador si le has preguntado algo as¨ª como: ¡°?Ser¨¦ feliz con Eva alguna vez?¡±), as¨ª que no puede decirse que nos arroj¨¢semos al tarot porque nos daba falsas expectativas sobre nuestro futuro. Creo que el principal valor de esas sesiones resid¨ªa en que nos d¨¢bamos infinito tiempo para hablar sin sentir que los otros no nos estaban escuchando (nuestros amigos menos solidarios, mi psicoanalista preocupado por su hija) o que solo nos aguantaban porque les pag¨¢bamos dinero.
En cualquier caso, mis ausencias reiteradas no terminaban de molestar a mi psicoterapeuta, que eleg¨ªa pensar que no eran m¨¢s que otra prueba de que era un estupendo profesional, pues no paraba de ocasionar la m¨ªtica Resistencia a la Curaci¨®n con su pericia: me resist¨ªa tanto que se me olvidaba hasta asistir. Adem¨¢s, aunque la consulta no se produjera, yo segu¨ªa pagando, no por mi respeto a la escuela psicoanal¨ªtica (bah) sino porque quer¨ªa seguir teniendo acceso directo al Orfidal. En este punto podr¨ªa pensarse que t¨¢citamente estoy con aquellos que piensan que la psicolog¨ªa, la psiquiatr¨ªa o la autoayuda son herramientas defectuosas que ser¨ªan completamente innecesarias en una sociedad libre con lazos comunitarios fuertes (esto es, hablar¨ªas de tus problemas con unos amigos sin nada mejor que hacer que escucharte en lugar de hacerlo con tu psic¨®logo: un Lusifel incansable pod¨ªa ser mucho m¨¢s efectivo que un psic¨®logo, quod erat demonstrandum). No creo que esto sea del todo cierto. Una prueba de que en nuestro caso la compa?¨ªa o el uso de sustancias que aplacaran el dolor no eran suficiente es que no avanz¨¢bamos. Siempre hac¨ªamos las mismas preguntas. Siempre nos segu¨ªa fastidiando el mismo diez de espadas. Siempre nos reun¨ªamos en la habitaci¨®n de Lusifel, y durante gran parte de nuestras respectivas rupturas (estoy hablando de tal vez un mes) hubo un tendedor lleno de ropa como elemento decorativo junto a la ventana de mi amigo. Al final esa ropa deb¨ªa estar m¨¢s maloliente que antes de ser lavada por primera vez pues, como coment¨¦ antes, a partir de cierto punto dejamos de molestarnos en abrir la ventana para fumar. El Principio de Realidad brillaba por su ausencia entre esas cuatro paredes, m¨¢s all¨¢ de por la rid¨ªcula presencia de unos dibujos que ya nos sab¨ªamos de memoria.
Solo hizo acto de presencia gracias a la marihuana, o m¨¢s bien a su ausencia, pues hubo un momento en el que por fin se le acab¨®. Despu¨¦s de un breve coqueteo con el hach¨ªs (que, por cierto, nos dio un miembro del personal de nuestra Residencia que dec¨ªa consumirlo a diario; y era tan potente que la ¨²nica vez que lo fum¨¦ me hizo tener una poderosa crisis existencial al ver con Lusifel el tr¨¢iler de la pel¨ªcula Looper; lo cual me hizo rehusar a volver a probarlo), decidimos que ten¨ªamos que comprar m¨¢s. Por suerte, yo hab¨ªa tenido un vecino en el pasado que ten¨ªa su propia plantaci¨®n en casa y cuyo m¨®vil a¨²n conservaba. Fuimos a visitarlo.
Ese d¨ªa llov¨ªa, nos recuerdo empapados bajando las escaleras de Gregorio Mara?¨®n. Wilson (ese era el nombre del camello, un adulto de unos cuarenta y cinco a?os) solo tuvo que abrirnos la puerta del edificio, pues manten¨ªa la suya propia siempre abierta, algo que a m¨ª me hab¨ªa perturbado en bastantes ocasiones cuando a¨²n ¨¦ramos vecinos. Nunca le hab¨ªa comprado nada (mis d¨ªas de tarot y Lusifel fueron mi primer escarceo con la marihuana, que hasta entonces siempre hab¨ªa rechazado) y me imaginaba que ser¨ªa algo r¨¢pido e higi¨¦nico, pero lo cierto es que lo primero que hizo Wilson fue invitarnos a que nos sent¨¢ramos en su sal¨®n destartalado, con el sof¨¢ puesto cara a la pared e infinitas camisetas de imitaci¨®n tiradas por el suelo, dentro de sus bolsitas de pl¨¢stico. Aunque el tema inicial de conversaci¨®n fueron, de hecho, las camisetas (¡±esta vale cien pavos, esta ciento cincuenta; en original, me refiero¡±) enseguida detect¨® nuestro estado de ¨¢nimo y comenz¨® a hablarnos de desamor para intentar que nos qued¨¢semos con ¨¦l un poco m¨¢s. Tampoco ten¨ªamos otra opci¨®n, pues, aunque le hab¨ªamos dado el dinero en efectivo nada m¨¢s llegar, ¨¦l no se decid¨ªa a darnos la marihuana. En un momento apareci¨® por ah¨ª su hijo, un chico de unos diecisiete o dieciocho a?os que parec¨ªa un secundario de Breaking Bad y que se meti¨® en su cuarto a cantar sobre una base de rap despu¨¦s de aceptarle un porro a su padre. ¡°?Su madre? Una puta¡±, dijo Wilson, y este no hizo nada por defenderla, o quiz¨¢s ya no le escuch¨®. ¡°Ten¨¦is que buscarlo en el YouTube, es bueno¡±, nos dijo, y frunci¨® el ce?o en un gesto de concentraci¨®n profundo. ¡°?C¨®mo te llamas, hijo?¡±, le grit¨®, lo cual a¨²n sigue haci¨¦ndonos re¨ªr. ¡°Para que estos chicos te busquen¡±.
Tras varias vueltas a los mismos temas, por fin nos dio lo nuestro y tambi¨¦n un consejo: que endureci¨¦ramos nuestro coraz¨®n, el amor era para idiotas. Eso era m¨¢s o menos lo que nos repet¨ªamos Lusifel y yo cada vez que escuch¨¢bamos Lusifel, pero escucharlo de la boca de Wilson, el porrero m¨¢s grande con el que jam¨¢s hab¨ªa mantenido una conversaci¨®n, me hizo sentir rid¨ªcula, pues pocas cosas te pueden hacer desconfiar de tu propio juicio m¨¢s que darte cuenta de que est¨¢s o has estado de acuerdo con un colgado del que te apartar¨ªas si te lo cruzases por la calle. Wilson y su casa no eran solo el mejor anuncio antidrogas que jam¨¢s hab¨ªamos visto, sino una advertencia de ad¨®nde pod¨ªamos llegar si persist¨ªamos por ese camino.
Ese fue el primer aviso. Aun as¨ª, decidimos fumarnos la marihuana. El segundo, al menos para m¨ª, vino d¨ªas m¨¢s tarde: otra pregunta m¨¢s sobre Eva con su amenazante carta de espadas como respuesta, de nuevo el gesto desolado de Lusifel mientras se encend¨ªa otro porro. Me di cuenta de que me aburr¨ªa, que hab¨ªa algo en ¨¦l que resultaba pat¨¦tico. Con toda certeza, a ¨¦l le pas¨® lo mismo conmigo, puede que incluso antes que a m¨ª, porque empezamos a hablar de otros temas despu¨¦s de pasar por encima por nuestros respectivos desamores. En alg¨²n momento, yo tuve que marcharme de esa residencia y por fin cambi¨¦ de psic¨®logo, y Lusifel se enamor¨® de otra chica. Nunca volvimos a ver a Wilson.
Sara Barquinero es autora de la novela Los escorpiones (Lumen, 2024).
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