El f¨²tbol sin raz¨®n
?Qui¨¦n nos convenci¨® de que la magia se puede explicar?
Hace unos cuantos a?os, unos amigos me convencieron para disfrutar de un Bar?a-Madrid en el Bar Rampla, aut¨¦ntico templo del madridismo salvaje e irracional en un pueblo ya de por s¨ª poco dado a los formalismos y el comportamiento civilizado. A los de Campelo se nos conoce a ambos m¨¢rgenes de la R¨ªa de Pontevedra por ser gente pr¨¢ctica, sencilla, el tipo de personas que nunca permitir¨ªan que un sano intercambio de ideas impidiese una buena pelea. Como era joven y democr¨¢tico, me dej¨¦ arrastrar hasta all¨ª para pasmo de una clientela que, al verme llegar, comenz¨® a darse codazos y apuntar con el ment¨®n hacia la puerta como si hubiesen descubierto un nido del Vietcong. Se hizo un silencio sepulcral que yo confund¨ª con respeto pero que, pronto descubrir¨ªa, result¨® ser la calma que antecede a la tormenta.
La cosa marchaba dentro de los cauces l¨®gicos de la pasi¨®n hasta que Sergi Barju¨¢n despej¨® un bal¨®n con el brazo bajo palos. Entonces se produjo una avalancha de madridismo enfurecido hac¨ªa el sill¨®n de mimbre en el que yo disfrutaba del partido con una cerveza en la mano y un pitillo en la otra, casi podr¨ªa decirse que indefenso. Mi t¨ªo Manuel, el hermano menor de mi abuela, fue el primero en ponerme la mano encima, grande como un imperio. Me levant¨® por los aires, sin apenas esfuerzo, y me zarande¨® como una gallina mientras me reclamaba el penalti: los ojos encendidos en sangre y el aliento c¨¢lido, viscoso, con reminiscencias a tinto de Barrantes. Para evitar males mayores, se me ech¨® del local con escasos modales a mi juicio, acus¨¢ndome de ladr¨®n, de corrupto, de provocador, y alguien, no s¨¦ qui¨¦n, dijo desde el fondo de la masa soliviantada que ten¨ªa suerte de ser nieto de quien era y de que mi abuelo estuviese muerto, "o ¨¦l mismo te clavar¨ªa con estacas de la punta del muelle por catal¨¢n¡±. No le faltaba raz¨®n.
Eran d¨ªas en los que el comentario m¨¢s t¨¦cnico de cuantos de escuchaban en televisi¨®n era el famoso ¡°est¨¢ m¨¢s quemado que la moto de un hippie¡±, del genial Michael Robinson. Ahora, sin embargo, el f¨²tbol se ha llenado de conceptos casi cient¨ªficos, de frases sofisticadas, de poes¨ªa vulgar. Ya nadie dice que tal defensa no da una patada a un ba¨²l, o que tal delantero deber¨ªa ir al herrero, o que la derrota se debe a que la noche anterior se fueron todos de putas, no. Ahora todo tiene una explicaci¨®n razonada y la gente alega causas como la deficiencia en las transiciones ataque-defensa, el poco rigor en la presi¨®n alta o los inconvenientes de las giras de verano sobre la preparaci¨®n f¨ªsica adecuada para justificar lo que nunca hizo falta comprender. Recuerdo aquel d¨ªa en que el t¨ªo Manuel solicit¨® 12 penaltis antes de que su hijo le advirtiese de que el equipo que vest¨ªa de blanco era el Sevilla¡
?Qui¨¦n nos convenci¨® de que la magia se puede explicar? Mi difunto abuelo dir¨ªa que un catal¨¢n, seguro.
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