Abandonad toda esperanza
Hay un campe¨®n de Roland Garros dentro de Dominic Thiem que no tardar¨¢ en salir. Hay otro fuera de Rafa Nadal que nadie sabe cu¨¢ndo volver¨¢ a entrar
Hay pocas experiencias m¨¢s traum¨¢ticas que la de encerrarse con Rafa Nadal en la pista central de Roland Garros el d¨ªa de la final. Si el recogepelotas adolescente que le dijo que era un sue?o pelotear con ¨¦l en Par¨ªs se lo llega a decir el d¨ªa de la final en lugar de hace una semana, es probable que Nadal lo hubiese incrustado en la grada a pelotazos.
Dominic Thiem, por ejemplo. Pr¨ªncipe heredero de los tres grandes dominadores del tenis mundial. Pinta de hermano Hollister, aplicado, delgado, acad¨¦mico. Que en la pista se desata como un salvaje, acelerando la raqueta hasta convertirla en un l¨¢tigo de bellos reveses y derechas impresionantes, anguladas, que dejan tiritando al p¨²blico.
Ese Thiem, 24 a?os, est¨¢ en la red junto a los jueces al principio del partido esperando a Rafa Nadal para poder hacer el sorteo. Nadal, ajeno a ellos, sigue una liturgia obsesiva y desesperante. Sus cintas, sus empu?aduras, su camiseta, la bolsa, las raquetas; en lugar de ir a jugar un partido de tenis parece estar colocando un bodeg¨®n. Y cuando la paciencia de todo el mundo parece estar agot¨¢ndose, Nadal hace amago de levantarse tras colocar con much¨ªsimo cuidado las dos botellas delante de su silla; pero ?ay!, una de ellas tiene la etiqueta un poco girada, no hay una simetr¨ªa total, as¨ª que Nadal la tuerce un poquito y las deja a las dos igual, la grande y la peque?a, exactamente en el mismo ¨¢ngulo. Thiem, que asiste despavorido al espect¨¢culo, siente que ha perdido dos sets de golpe.
Nadie ha dicho nada. Ni siquiera un silbido. Nadal tiene una sensibilidad especial para saber cu¨¢ndo alguien est¨¢ a punto de perder los estribos y meterle prisa: en el momento en que eso va a suceder, ¨¦l se adelanta, el otro se queda sin explotar y su situaci¨®n es peor, pues la liturgia seguir¨¢ todo el partido y al final el rival acabar¨¢ psicol¨®gicamente destrozado. Obs¨¦rvese en el saque. Nadal recibe tres bolas, rechaza una tras particular¨ªsimas deliberaciones, se toca la cara, los brazos, se estira la goma de pantal¨®n y se pone a botar la bola. Para entonces el rival ya est¨¢ m¨¢s concentrado en Nadal que en su resto. No sabe si llamar la atenci¨®n del juez de silla, si pensar en lo que va a hacer esta noche o en cualquier cosa que llene esos segundos largu¨ªsimos. Parece que va a reaccionar como aquel director del Diario de C¨¢diz que, tras ense?ar a Garc¨ªa M¨¢rquez todas las instalaciones, le pregunt¨®: ¡°Y ahora, ?quiere mear o algo?¡±.
Cuando Nadal por fin sac¨®, Dominic Thiem perdi¨® seis puntos de golpe. Los primeros seis puntos de la final, un juego y medio. Le pesaba todo, desde el escenario hasta el propio Nadal, que en quince a?os ha perdido dos partidos en Par¨ªs. Mentalmente, lo peor que le pudo suceder al joven austr¨ªaco fue meterse en el partido. Lo hizo en el 3-2 que Nadal eligi¨® para romperle el saque y el set. Los dos se encerraron en un deuce eterno en el que se estaba jugando buena parte de la final. Thiem, liberado repentinamente de presi¨®n, se destap¨® como el jugador magn¨ªfico que es, destrozando las ventajas de Nadal, forzando sus errores, ense?¨¢ndole una derecha dictadora que llev¨® a Nadal de un lado a otro de Par¨ªs. El espa?ol sin embargo regresaba al deuce tras puntos imponentes. Era S¨ªsifo volviendo hasta que dos pedradas de Thiem terminaron enterr¨¢ndolo.
3-3. Ninguna oportunidad mejor para Nadal que demostrar ah¨ª lo mort¨ªfero de su juego. Gan¨® su saque como si no hubiese ocurrido nada y esper¨® al 5-4 con servicio de Thiem para exigirle el mismo esfuerzo, el mismo juego y la misma mentalidad de acero con que defendi¨® su anterior saque. Con una diferencia: esta vez Thiem estaba al borde del precipicio; si perd¨ªa el saque, perd¨ªa el set. No aguant¨®. Lo perdi¨®, y perdi¨® en un suspiro el siguiente. Porque para entonces Nadal, 32 a?os, pr¨¢cticamente la mitad de ellos ganando Roland Garros, estaba desencadenado. Desenroll¨® a¨²n m¨¢s el brazo, lo puso en el punto de calor necesario y empez¨® a cavar la cabeza de Thiem hasta vaciarlo de sue?os y ambiciones.
El joven Thiem empez¨® a consolarse con golpes solitarios y espectaculares que apuntaban a lo que pod¨ªa haber sido su final de no haber tenido a un torturador enfrente. Un tenista de ¨¦poca, Nadal, inexpugnable mentalmente e inatacable en tierra, por m¨¢s que Thiem huyese del fondo como de un foso de serpientes. El trabajo de Nadal en Roland Garros dura lo que tarda en convencer a su adversario de que es imposible ganarle; hecho esto, comienza un demolici¨®n de golpes que no elude los m¨¢s art¨ªsticos, dejadas o globos, ya contra un rival desencantado, incapaz de citar a Nadal en otra negociaci¨®n que no sea la de su propia derrota: t¨¦rminos y condiciones.
Tres sets, ni uno m¨¢s. Tantos Roland Garros como una vida. De todos los peque?os tics que conforman su obsesiva rutina en los cambios de pista y en los saques, la liturgia enfermiza que retrata a un tenista lleno de man¨ªas, a nadie escapa que ganar Roland Garros es la mayor de todas: el ¨²ltimo eslab¨®n de una serie de gestos que empiezan nada m¨¢s aterrizar en Par¨ªs y s¨®lo acaban al despegar con el trofeo encima. Hay un campe¨®n de Roland Garros dentro de Dominic Thiem que no tardar¨¢ en salir. Hay otro fuera de Rafa Nadal que nadie sabe cu¨¢ndo volver¨¢ a entrar.
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