Ronan Pensec, un diez de leyenda
En aquellos partidos sobre la alfombra se fragu¨® una amistad y una complicidad que trasciende los a?os y nos hace sonre¨ªr felices
Ustedes no lo saben, nadie lo sabe en realidad, pero hubo un tiempo en el que Ronan Pensec, aquel ciclista del equipo Z Peugeot de los a?os ochenta y primeros noventa, fue el mejor jugador de f¨²tbol del mundo. Era un 10 cl¨¢sico. Vertical hacia la porter¨ªa contraria, sol¨ªa bajar a recibir cuando los partidos se atascaban en el centro del campo, haciendo de enlace con los delanteros. El menudo velocista franc¨¦s defendi¨® la camiseta de La Casera, con la que ostent¨® todos los r¨¦cords de goles y asistencias en un deporte que no era el suyo en realidad. Nadie pudo hacerle sombra en el verde. Si acaso, el portero rival, la gran estrella del equipo Cinzano, el belga Vanderaerden, pero siempre pens¨¦ que su fama era debida a que se enfrentaba al mejor jugador de todos los tiempos, que aquel guardameta fue grande solo en la medida del rival al que deb¨ªa anular. Aunque Javier, mi hermano peque?o, no estaba de acuerdo. Para ¨¦l, Vanderaerden ten¨ªa valor por s¨ª mismo, era un portero may¨²sculo.
¡°?Me est¨¢s hablando de nuestros partidos de f¨²tbol con chapas?¡±, pregunta incr¨¦dulo ahora al otro lado del tel¨¦fono. Respondo que s¨ª, y le explico que quiero dedicar la columna de EL PA?S del lunes a Pensec, que sus gestas merecen ser recordadas. Se hace un silencio en el que seguro que mi hermano, que me quiere y se preocupa por m¨ª, est¨¢ pensando si no hay mejor asunto para esta p¨¢gina, que cu¨¢nto tiempo me dejar¨¢n seguir escribiendo aqu¨ª si sigo con estos temas de cena de idiotas, hasta que al fin responde: ¡°Estoy en la oficina, Galder. No tengo tiempo ahora, ya hablaremos¡±. Cuando cuelga, me sonr¨ªo convencido de que a¨²n no ha digerido las humillantes derrotas que sobre la alfombra de nuestro cuarto le inflig¨ª con el ciclista franc¨¦s como punta de lanza, y contin¨²o tecleando.
Ten¨ªamos doce y ocho a?os. Recorr¨ªamos los bares del pueblo pidiendo las chapas a los camareros, que nos las guardaban ya de la costumbre. Despu¨¦s, en casa, descart¨¢bamos las que estaban a¨²n m¨ªnimamente dobladas y lav¨¢bamos con jab¨®n el resto. Cada uno ten¨ªa un equipo. La Casera yo, ¨¦l el Cinzano, as¨ª que esas chapas nos correspond¨ªan respectivamente. Por alguna raz¨®n hab¨ªamos concluido que las de estas marcas eran chapas de m¨¢s calidad, que se deslizaban mejor sobre la alfombra, como si estuvieran fabricadas con una aleaci¨®n especial.
¡°Bontempi¡±, dice mi hermano. Ahora es ¨¦l el que me ha llamado, interrumpiendo mi escritura. No han pasado ni diez minutos desde que me ha colgado antes. ¡°Mi portero era Bontempi, no Vanderaerden¡±, afirma con un punto de enojo. Le pregunto si est¨¢ seguro y responde casi indignado que por supuesto que lo est¨¢, y a?ade que el belga era uno de sus mejores defensas. Hablamos un buen rato y recordamos juntos, uno a cada lado de la l¨ªnea. No sabemos decir qu¨¦ nos gustaba m¨¢s, si el juego en s¨ª, el relato que hac¨ªamos a partir de nuestras partidas, que a¨²n reverbera en nuestra melanc¨®lica memoria, o la manufacturaci¨®n de todos los elementos del juego, tarea a la que dedic¨¢bamos horas y horas, conscientes de que de nuestra presteza depend¨ªa el rendimiento posterior de la chapa. Evocamos ahora aquel proceso, c¨®mo pul¨ªamos contra el asfalto la base de las chapas para que hiciera menos resistencia sobre la alfombra en la que jug¨¢bamos, c¨®mo rellen¨¢bamos las chapas de los defensas con plastilina, para darles peso, y las de los medios con cera fundida antes de pegar los rostros de los que ser¨ªan nuestros jugadores. Algunos eran cromos de futbolistas ¡ªIan Rush, Littbarski, Gullit¡ª, pero otros ven¨ªan en aquellas plantillas que vend¨ªan en el quiosco, ¡°Ases del ciclismo¡±, de ah¨ª que muchos triunfaran en un deporte ajeno: Mottet, Kuiper, Wilmann, Vanderaerden, por supuesto Bontempi y, sobre todo, Pensec.
¡°?Te acuerdas de que luc¨ªamos la u?a del ¨ªndice negra de tanto golpear la chapa?¡±, pregunto. Javier se r¨ªe y suspira: ¡°?Cu¨¢ntas tardes quemamos as¨ª! Mam¨¢ se desesperaba¡±. Pero hoy ¨¦l sabe, y yo tambi¨¦n, que aquel no fue tiempo perdido, porque en aquellos partidos sobre la alfombra no solo se fragu¨® la leyenda de Pensec, sino algo mucho m¨¢s importante, lo que da sentido a esta columna: una amistad y una complicidad que trasciende los a?os y nos hace sonre¨ªr felices a los dos, treinta y cinco a?os despu¨¦s. Convendremos que para eso est¨¢n los juegos, y que no hay tiempo mejor invertido.
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