La guerra civil en M¨¢laga / 1
La tarde del s¨¢bado 18 de julio cog¨ª el autob¨²s de M¨¢laga para hacer algunas compras. Estaba tan acostumbrado a ver caras tensas y sonrisas heladas, llenas de aprensi¨®n, que en un principio no not¨¦ nada especial en el ambiente. Despu¨¦s me di cuenta de que los polic¨ªas en la plaza de la Constituci¨®n parec¨ªan m¨¢s nerviosos de lo normal. Estiraban el cuello para mirar calle arriba y calle abajo, se manoseaban los cinturones y uno de ellos estaba decididamente ojeroso. Lo achaqu¨¦ a que llevaban muchos meses haciendo horas extraordinarias y no dorm¨ªan lo suficiente.Despu¨¦s de comprar las cosas que necesitaba fui a una librer¨ªa de la calle Larios, atendida por dos j¨®venes muy serios e inmaculadamente vestidos. No ten¨ªan el libro que yo quer¨ªa, una nueva publicaci¨®n sobre la reforma agrar¨ªa, as¨ª que cog¨ª un ejemplar del diario local El Popular y empec¨¦ a leerlo. Los titulares dec¨ªan: Rebeli¨®n militar en Marruecos. Ceuta y Melilla capturadas por los facciosos, pero a continuaci¨®n ven¨ªan unas declaraciones tranquilizadoras del primer ministro, Casares Quiroga: ?El Gobierno es due?o absoluto de la situaci¨®n. Nadie, absolutamente nadie en Espa?a, ha participado, en! esa absurda conspiraci¨®n.
Decid¨ª tomar un caf¨¦ r¨¢pidamente, recoger unos pantalones que estaban en el tinte y coger el trenecito para Churriana, antes, de que pasara algo. Pero cuando iba a¨²n camino del caf¨¦ o¨ª la m¨²sica de una banda y vi al final de la calle un grupo de gente, hombres en su mayor parte, que avanzaban por la Alameda. M¨¢s all¨¢ ven¨ªa un a compa?¨ªa de soldados. Un oficial marchaba delante de ellos mirando al frente, los hombres segu¨ªan con las armas al hombro y a continuaci¨®n ven¨ªa una banda de m¨²sica. Detr¨¢s la calle estaba abarrotada de obreros, y otros avanzaban junto a los soldados hablando con ellos.
- ?Qu¨¦ Vais a hacer? -preguntaban.
-Vamos a la Aduana a proclamar la ley marcial por orden del Gobierno.
-No, el Gobierno no ha ordenado eso.
-Bueno, esas son nuestras ¨®rdenes.
Todos gritaban o hablaban muy excitados, as¨ª que como yo no deseaba verme envuelto en lo que fuera a suceder, decid¨ª prescindir del caf¨¦ y volver a casa, inmediatamente. Parece ser que otras personas tuvieron la misma idea que yo, porque las tiendas estaban echando los cierres, las mujeres y las personas mejor vestidas se apresuraban y las calles, laterales se iban quedando desiertas. De repente, en lo alto de la calle Larios, apareci¨® un tropel de hombres corriendo para reunirse con los que segu¨ªan, a los soldados. Pero, ?y mis pantalones! Me hac¨ªan mucha falta, de manera que entr¨¦ en el tinte, que estaba muy cerca, y me enter¨¦ de el que no estar¨ªan listos hasta d¨ªa siguiente por causa de una huelga.
Cuando sal¨ªa o¨ª unos disparos que ven¨ªan de la Aduana y despu¨¦s el tableteo de los fusiles ametralladores.
-Ay, Dios m¨ªo -exclam¨® la mujer de la tienda- ?Qu¨¦ es eso?
-El levantamiento militar -contest¨¦.
-Por Dios, no me diga eso -dijo ella- ?Qu¨¦ criminales!
Aunque no ven¨ªan balas hacia la calle donde est¨¢bamos, todo el mundo hab¨ªa empezado a correr; unos pocos hacia donde sonaban los disparos, pero la mayor¨ªa en direcci¨®n opuesta. Abandon¨¦ la idea de llegar a la estaci¨®n, que hubiera significado cruzar la l¨ªnea de fuego, y decid¨ª coger el autob¨²s. Ten¨ªa la parada muy cerca del mercado y saldr¨ªa al cabo de unos minutos.
Aumentaba el tiroteo. Adem¨¢s del met¨®dico tableteo de los fusiles ametralladores se pod¨ªa o¨ªr el seco ladrido de los rifles y de las pistolas. La intensidad del ruido era sorprendente: se dir¨ªa que estaba en marcha una verdadera batalla. No parec¨ªa haber ninguna raz¨®n para dejarse ganar por el p¨¢nico y no corr¨ª como todo el mundo, aunque apret¨¦el paso. Al torcer la esquina antes de llegar al mercado vi desaparecer el autob¨²s en lontananza. Un hombre de edad, uno de los dos fontaneros de nuestro pueblo, lleg¨® al mismo tiempo que yo. Sac¨® un enorme reloj niquelado y lo mir¨®.
-Ha salido siete minutos antes de la hora -exclam¨®-. Todo porque se est¨¢n oyendo unos tiros. ?Vaya, qu¨¦ cobardes!
-Tendremos que andar -dije. Y nos pusimos en camino.
Al llegar al puente al final de la Alameda descubrimos que las balas pasaban zumbando. entre las ramas de los ¨¢rboles y rebotaban en el parapeto de piedra. El autob¨²s se hab¨ªa aventurado a cruzarlo. No nos sentimos inclinados a correr ese riesgo, de manera que dimos la vuelta para cruzar el r¨ªo por otro puente. Tuvimos que atravesar un barrio popular. Las calles estaban llenas de hombres y mujeres que se afanaban como hormigas cuando se mete un palo en un hormiguero. Unos cuantos corr¨ªan pistola en mano para unirse a la Iucha, mientras que los dem¨¢s hablaban excitados. Llegamos a la carretera general y conseguimos que un camion nos dejara en casa.
Cuando me despert¨¦ a la ma?ana siguiente lo primero que hice fue escuchar. No se o¨ªa nada. Vi a Mar¨ªa, nuestra criada, cogiendo unas rosas en el jard¨ªn y sal¨ª a preguntarle qu¨¦ noticias hab¨ªa.
-Dicen que los fascistas han sido derrotados -contest¨®-, y que ahora van a hacer la revoluci¨®n.
Hablaba muy enfadada y casi sin mirarme, porque no le gustaba nada el comunismo libertario ni, a decir verdad, cualquier otra cosa nueva.
-Puede verlo desde el mirador -dijo- La mitad de M¨¢laga est¨¢ ardiendo.
Fui a mirar, Altas columnas de humo se alzaban desde varias partes de la ciudad. La noche anterio vimos dos fuegos antes de irnos a la cama; ahora parec¨ªa haber por lo menos veinte.
Desayunamos como de costumbre en el jard¨ªn, debajo del n¨ªspero Antonio escardaba las patatas como si nada hubiera sucedido. Las ca?as de Indias, las dalias y las rosas brillaban con el sol de las primeras horas de la ma?ana y las mariposas rojas y de color azufre revoloteaban pere zosamente
Mar¨ªa sali¨® con aire serio a retirar los platos del desayuno.
-Se pueden ver unas cosas estupendas en la calle -dijo.
-?Qu¨¦ es ello?
Se qued¨® all¨ª con los brazos cruzados y una sonrisa ir¨®nica en los labios.
-Vaya a verlo usted mismo -dijo-. Quiz¨¢ quiera unirse a ellos.
Entramos en la casa y miramos por una de las ventanas del piso alto. Camiones y autom¨®viles cruzaban a toda velocidad llenos hasta los topes de obreros armados con fusiles, pistolas, cuchillos e incluso espadas. Iban sentados sobre el techo, de pie sobre los guardabarros colgando del cuello de los conductores o asomando por las ventanillas; todos apuntando con sus armas hacia la calle, de manera que los camiones estaban literalmente erizados de ellas. Saludaban a los que pasaban con el brazo izquierdo doblado y el pu?o cerrado, exclamando ?Salud! y segu¨ªan apuntando con sus armas hasta que se les devolv¨ªa el saludo de la misma manera. En todos los camiones y coches ondeaban al viento banderas rojas con letras pintadas sobre ellas: CNT, FAI, UGT, UHP, pero nunca PC.
-?Qu¨¦ est¨¢n haciendo? -pregunt¨¦.
-Son patrullas armadas -dijo Rosario-, y buscan fascistas.
-Fusilan a todos los ricos -dijo Mar¨ªa-. Tenga cuidado no le fusilen a usted.
-Calla, mujer -dijo su hermana-. Don Gerardo no es un fascista. Aqu¨ª la ¨²nica fascista de verdad eres t¨².
-S¨ª -dije yo- Vamos a denunciarla.
Alonso, el pintor, nos hab¨ªa seguido al piso de arriba.
-Estoy seguro -dijo-, si se trata de eso, que don Gerardo es tan buen comunista como cualquiera de nosotros.
-CIaro que lo soy -dije. Quiero que todo el mundo sea tan rico como yo.
-Eso es verdadero comunismo -dijo Alonso-. Aqu¨ª la mayor¨ªa de los comunistas s¨®lo quieren que todos sean tan pobres como ellos.
-Bien -exclam¨¦-, ?la gran Revoluci¨®n ha llegado al fin!
-?Qu¨¦ revoluci¨®n! -dijo despectivamente- ?Qu¨¦ se cree usted que va a pasar? Nada
Una pareja de j¨®venes del comit¨¦ del pueblo, con unos mosquetes antiqu¨ªsimos, vino a hacer un registro en busca de armas. Fueron, muy corteses. Dije no poseer ninguna; pero que no ten¨ªa inconveniente aque registrasen la casa. Aunque evidentemente no me creyeron, puesto que cualquier persona en Espa?a que pod¨ªa comprar una pistola lo hab¨ªa hecho, fingieron lo contrario.
-Estas son las armas de don Gerardo -dijo Rosario apareciendo con una porra de endrino irland¨¦s que yo llevaba cuando sal¨ªa de patrulla durante la primera guerra mundial.
-Est¨¢ a su servicio -dije.
La examinaron admirativamente.
-Caramba, con eso se puede matar fascistas -dijeron-, pero no se la vamos a quitar
-Por supuesto que no -dijo Rosario, que ten¨ªa uncar¨¢cter alg agitanado-. Lo necesitamo nosotros. Aunque no lo sep¨¢is, don Gerardo es m¨¢s comunista libertario que vosotros.
Una gran nube de humo flotaba sobre M¨¢laga. Con los prism¨¢tico pude distinguir treinta o cuarenta casas que estaban ardiendo. Me dijeron que prend¨ªan fuego a toda las casas de los fascistas. Al anochecer el espect¨¢culo era impresionante y nos llegamos hasta la iglesia para verlo mejor. Un peque?o grupo se hab¨ªa reunido all¨ª, pero nadie parec¨ªa saber, m¨¢s que nosotros sobre lo que estaba ocurriendo. Debido al fracaso de la sublevaci¨®n militar en M¨¢laga, se daba por hecho que hab¨ªa sucedido lo mismo en todas partes. Pocos miembros de la clase obrera ve¨ªan m¨¢s all¨¢ de su provincia.
PROXIMO CAPITULO:
Queipo de Llano, ?estrella? de la radio
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.