Una apoteosis supercat¨®lica
En El Palmar se encuentra la que Fran?ois Mauriac llamaba, sin ¨¢nimo ninguno de superioridad, sino incluso con una admiraci¨®n secreta por la simplicidad de su esp¨ªritu y tambi¨¦n por sus virtudes no peque?as, ?la santa fauna de las misas de los d¨ªas de trabajo?, es decir, los fieles de las viejas novenas y sabatinas, las procesiones y el culto a Santa Rita abogada de lo imposible, pero tambi¨¦n un colegio de puros muy conscientes de su elecci¨®n divina y cuya seguridad y talante de secta, irrita un poco. Y el grupo de visionarias que recuerdan las beatas revelanderas de que hablaba el inquisidor Vald¨¦s, cuando advert¨ªa contra el peligro de poner al tanto de cuestiones teol¨®gicas a ?mujeres de carpinteros ?. Al o¨ªrlas hablar con entera familiaridad de Dios, como podr¨ªan hablar de la cesta de la compra, s¨®lo que en un lenguaje sostenido en sus met¨¢foras por los viejos cromos de los viejos catecismos e Historias Sagradas o de las novenas misticoides del XIX, se debiera uno de acordar de Voltaire y sonre¨ªr ben¨¦volamente o de algunas denominaciones psiqui¨¢tricas muy obvias y recomendar un tratamiento, pero, inevitablemente, se acuerda uno m¨¢s bien de esa Santa Inquisici¨®n que la Iglesia ¨ªntegra de Clemente Dom¨ªnguez quisiera ver resucitar y se siente escalofr¨ªo al pensar en qu¨¦ hubieran parado estas piadosas dicharacher¨ªas en aquellos tiempos inquisitoriales. Se imagina uno estar hablando con la Beata de Piedrah¨ªta o Magdalena de la Cruz y se escucha el chisporrotear del brasero o el tintineo de los grillos de una c¨¢rcel o se ve el colorido del emplumamiento. Por una sencilla raz¨®n: porque El Palmar en un tiempo tridentino como aquel es m¨¢s que probable que se hubiera resuelto as¨ª. Por fortuna, estamos en tiempos de mayor humanidad y libertad y resultar¨ªa intolerable que se tomara una medida de fuerza contra estas gentes, aunque tambi¨¦n se siente alguna irritaci¨®n cuando se ve a una enferma postrada en su cama o a una ni?a llorando, al pensar en su madre condenada por los m¨¦dicos, que parecen esperar algo de los rezos y ¨¦xtasis de esta mujeruca que est¨¢ a mi lado, respira con dificultad, al hablar con una voz gangosa, y dice nimiedades indignas de cualquier inteligencia media o expresa amenazas celestes contra aquellos de nosotros que la vidente supone -y supone bien- estamos muy lejos de aceptar el juego.Un poco antes de este show pseudom¨ªstico, otra iluminada que blande un enorme crucifijo y habla episcopalmente desde una especie de solemnidad f¨ªsica he cha de gordura bien cuidada y algo as¨ª como una mitra que es lo que me parece su mantilla blanca, habla de la santidad de los ?padres? de la nueva Iglesia que algunos s¨¢bados por la noche, como ¨¦ste sufren incluso pedradas por parte de los habituales a las salas de fiesta sevillanas despu¨¦s del cierre de ¨¦stas. Ella confiesa que los defender¨¢ con ?el Cristo? y que golpear¨¢ igualmente con ¨¦l a quien se burle de lo que aqu¨ª pasa. Todav¨ªa otro poco antes, los cantos de estas mujeres le devolv¨ªan a uno a la infancia, a los meses de mayo del colegio donde se cantaba el ?Salve Madre en la tierra de mis amores?, y se pod¨ªa observar lo f¨¢cil que es entrar en esta Iglesia o Congregaci¨®n en cuanto alguien pregunta simplemente si puede quedarse. La novicia cant¨® algo para m¨ª desconocido ante el altar, acompa?ada de sus introductores, y qued¨® admitida. Luego llor¨® abundantemente durante la aparici¨®n que se nos sirvi¨®.
Todo esto ten¨ªa lugar en el hangar de pl¨¢stico verde y transparente levantado en el terreno de las apariciones donde estuvo el lentisco que la devoci¨®n de los fieles concluy¨® por arrancar y donde se levantar¨¢n, seg¨²n me dijo el obispo Arana, un hospital, una iglesia y un convento de hermanas. El hangar conserva su estructura met¨¢lica bien visible, y una cosa as¨ª da al conjunto un aspecto fantasmag¨®rico. La luz del sol cae, verdosa, sobre los rostros de los orantes que interminablemente rezan rosarios y m¨¢s rosarios, y el cerquill¨® monacal de los padres y hermanos y el pa?uelo rojizo de las hermanas, puestas con los brazos en cruz algunas de ellas, y todos ellos de rodillas ofrecen una impresi¨®n poderosa. Pronto se distingue el aspecto predominante no nativo de los all¨ª presentes en oraci¨®n -irlandeses, en su aplastante mayor¨ªa- y su tez blanca parece cadav¨¦rica con el montaje de aquella luz. Todo da la sensaci¨®n de ser una pel¨ªcula sobre alguna extra?a secta religiosa o alguna evocaci¨®n medieval de Bergman, aunque en seguida reconoce uno el p¨¦simo gusto cat¨®lico del peor barroco y del peor Olot ambos reunidos.
Im¨¢genes
Los orantes aparecen separados de los curiosos y otros asistentes por una verja junto a la que lucen varios cirios. Ante ellos, en una plataforma de baldos¨ªn o piedra artificial, que besan al entrar y salir, y, sobre un pedestal, hay una vitrina con una imagen de la Virgen del Carmen con escapularios de la Santa Faz en la mano, lo mismo que el Ni?o Jes¨²s que tiene en sus brazos. A su alrededor, cuatro farolas, y, en torno de la imagen, cuatro estatuillas no cromadas: San Jos¨¦ y una paloma, que representa muy dificultosamente al Esp¨ªritu Santo, ante la Virgen; San Fernando y el P. P¨ªo de Pietralcina, detr¨¢s. A los pies de la Virgen, un gran cromo de la Santa Faz, que los monjes y monjas de esta Iglesia besan y tocan continuamente con pasi¨®n, m¨¢s que con ternura, creo yo.
En torno al altar, hay sacos de cemento y ladrillos, porque se est¨¢ en obras para cercar un poco aquel recinto, y algunas sillas de tijera. La iluminaci¨®n de la noche es muy pobre y vacilante, y la aparici¨®n tuvo lugar en un lugar de demasiada penumbra, fuera casi del hangar. Un poco m¨¢s lejos, antes de llegar a ¨¦l, sobre la puerta de una roulotte hay una inscripci¨®n en ingl¨¦s, que dice: ?Esta es la Casa de la Madre de Dios. Bethlem?. Los religiosos y obispos salen con frecuencia de su lugar de oraci¨®n y es harto f¨¢cil conectar con ellos. De vez en cuando, uno de los hermanos se encamina al pozo, ordenado hacer por la Virgen, y saca agua para alg¨²n enfermo o peregrino. Una monja me dijo que estaba cerrado, porque hab¨ªa lentes que los quer¨ªan mal y pod¨ªan echar all¨ª alg¨²n gato o perro, o veneno incluso, y poner entonces las cosas peor de lo que estaban. Sobre
el brocal del pozo hay una inscripci¨®n: J. Delaney, 1975. Es el nombre de uno de estos cl¨¦rigos ahora obligados a vestir de paisano y que quiz¨¢s manana sea tambi¨¦n uno de estos obispos cuyo anillo dorado tiene una simple cruz, mientras su pectoral crucifijo met¨¢lico es de los m¨¢s humildes y cl¨¢sicos. El obispo Louis Henri Moulins vest¨ªa, sin embargo, de sotana y le encontr¨¦ rezando el breviario a la sombra que proyectaba el hangar; y sota na vest¨ªa un joven cl¨¦rigo que lleg¨® all¨ª por la noche y a quien una de las mujeres pregunt¨® si ten¨ªa lista la ropita para el Ni?o Jes¨²s. Sotana vest¨ªan, en fin, los dos irlandeses que me recibieron al d¨ªa siguiente en lo que llaman la Casa Generalicia de Sevilla. Los dos fueron extremadamente corteses y se desvivieron por proporcionarine toda serie de datos, material de informaci¨®n ya preparado e incluso una fotograf¨ªa en color de Clemente Dom¨ªnguez con el torso desnudo y mostrando la llaga de su costado y un terrible ap¨®sito ensangrentado. El m¨¢s joven de ellos habl¨® con mucha convicci¨®n, y cuando le plante¨¦ el problema de si pensaban separarse de la Iglesia de Roma, contest¨® muy rotundamente que no, pero que el Papa hacia, a veces, cosas que no les gustaban. El obispo Moulins me hab¨ªa negado, la v¨ªspera, toda posibilidad de acuerdo con la Iglesia de Roma, dado que la crisis de ¨¦sta era definitiva, pero el obispo Arana me habl¨® de una cita con el Nuncio Apost¨®lico a la que no hab¨ªan acudido porque, ahora, no pod¨ªan vestir episcopalmente y era as¨ª como quer¨ªan presentarse ante ¨¦l.
Obras
La Casa Generalicia est¨¢ completamente en obras y, sobre algunos muebles, vi a un San Pablo con la espalda desnuda, una Virgen del Carmen del Palmar, un Ni?o Jes¨²s en su cuna. En el peque?o comedor, un cuadro de la Macarena y otro de Nuestra Se?ora de Guadalupe. Al despedirme del m¨¢s joven de los irlandeses, sent¨ª una gran simpat¨ªa por ¨¦l y no pude menos que preguntarme por qu¨¦ podr¨ªa haber llevado hasta all¨ª a un muchacho todav¨ªa, que hablaba de Clemente Dom¨ªnguez como de un ser casi sobrenatural. Hubiera querido decirle que precisamente en un momento en que Newman se vio precisado a hacer una apolog¨ªa de la infalibilidad papal ante Gladstone, dej¨® bien sentado el m¨¢s tradicional y radical de todos los principios cristianos por el que, en ¨²ltimo t¨¦rmino, murieron Juana de Arco o Juan de la Cruz, pongarnos por caso: el del primado de la conciencia personal y de la negaci¨®n de considerar a nada ni a nadie como dioses intocables. ?Si despu¨¦s de una comida -escrib¨ªa Newman- me viera obligado a lanzar un brindis religioso -lo que evidentemente no se hace- beber¨ªa a la salud del Papa. Creerlo bien, pero, primeramente, por la conciencia y, despu¨¦s, por el Papa.? Por este Papa a quien se vitorea continuamente en El Palmar como para liberarle a gritos de las oscuras mazmorras donde le tiene maniatado la Iglesia Oficial de los obispos y cardenales o sacerdotes, que son, aqu¨ª, la oveja negra y el blanco de las cr¨ªticas, exactamente como en los panfletos del abate Coache, en los escritos del Obispo Lefevbre o en la testarudez de los fundadores del Seminario de Econe, en Suiza, otro Seminario de puros. El obispo Ngo, que vino aqu¨ª a ordenar sacerdotes y a consagrar obispos, lleg¨® conducido, seg¨²n se me dijo, por una aparici¨®n en San Damiano (Italia). En otro tiempo, fue una especie de Supremo Lama de su pa¨ªs, cuando su hermano era presidente y un cruel perseguidor de los disidentes pol¨ªticos y religiosos. Luego, su hermano muri¨®, asesinado, y fueron los cat¨®licos los que pagaron muchos platos rotos durante la presidencia de Di¨ªm, por su intolerancia y su crueldad. Mons. Ngo y la esposa del presidente, en tiempos del Vaticano II, ya andaban por Roma alentando c¨ªrculos y pasiones de integrismo religioso contra la traici¨®n de la Iglesia que supon¨ªa ese Concilio, y resulta perfectamente coherente, entonces, su acci¨®n aqu¨ª, en El Palmar, santuario de ¨ªntegros y puros, Luz de la Iglesia perdida y que se trata de reencontrar en medio de esta imaginer¨ªa barroca y esta piedad decimon¨®nica y ?antiprotestante? en la que ni se oye hablar del Evangelio, de la Biblia.
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