Bajo el fuego de las dos superpotencias
Hace ciento veintis¨¦is a?os, en una de sus intuiciones geniales, Marx augur¨® a Europa la p¨¦rdida de la independencia y primac¨ªa mundial, a manos de la joven potencia ascendente de la ¨¦poca -los Estados Unidos de Am¨¦rica- si no hac¨ªa a tiempo su segunda gran revoluci¨®n social: la revoluci¨®n socialista. La otra amenaza, m¨¢s inmediata y de otro tipo, que entonces se cern¨ªa sobre Europa, era la del coloso zarista, con pies de barro, pero suficientemente armado para servir de gendarme contra cualquier movimiento revolucionario europeo. Y en efecto, los ej¨¦rcitos del Zar contribuyeron decisivamente a aplastar la revoluci¨®n de 1848, la ?primavera de los pueblos?. Marx y Engels le profesaban un odio visceral.Aquella intuici¨®n ha resultado premonitoria. Europa, dividida en zonas de influencia desde Yalta, ha perdido pr¨¢cticamente su independencia. Las multinacionales, los blindados y los misiles americanos se instalaron en su franja occidental sin prop¨®sito de retorno, y desde la Casa Blanca se dictamina qu¨¦ partidos pueden o no pueden estar representados en los gobiernos europeos. El fr¨¢gil imperio zarista ha sido reemplazado por la f¨¦rrea superpotencia euroasi¨¢tica, que ocupa la franja oriental europea, disputa a la superpotencia americana la hegemon¨ªa mundial, y ha desempe?ado en determinadas coyunturas hist¨®ricas, o en algunos problemas de hoy, un papel progresista, pese a lo cual su r¨¦gimen social est¨¢ en los ant¨ªpodas de lo que Marx y todos los cl¨¢sicos; marxistas entend¨ªan por socialismo.
A consecuencia de esa evoluci¨®n hist¨®rica, la posibilidad que comienza a despuntar en el horizonte de un verdadero socialismo, fruto de la larga marcha del movimiento obrero europeo, se encuentra bajo una doble amenaza. Entre las coincidencias, combinadas con los conflictos, que existen hoy en las pol¨ªticas de Washington y Mosc¨², se da la siguiente, de singular alcance: no tolerar una democracia socialista en Europa Occidental. Cada una de las superpotencias, por las razones, con el estilo y los m¨¦todos que les son propios, se disputan la palma del ataque contra el eurocomunismo y contra los socialismos de izquierda.
Presiones del Este y del Oeste
Ser¨ªa largo enumerar aqu¨ª -e innecesario, porque los ¨®rganos de informaci¨®n las han divulgado profusamente- las m¨²ltiples formas que est¨¢ tomando la presi¨®n americana a fin de impedir que los comunistas accedan democr¨¢ticamente al poder en coalici¨®n con socialistas y otras fuerzas populares. Son suficientemente claras, por otra parte, como para que nadie se llame a enga?o. No sucede lo mismo, en este ¨²ltimo aspecto, con las presiones del Kremlin, debido al lenguaje ideol¨®gico y esot¨¦rico en que se expresan. Cuando un Suslov vapulea a los partidos comunistas occidentales porque abandonan el ?internacionalismo proletario? y la ?dictadura del proletariado?, porque buscan caminos al socialismo apropiados a las condiciones de cada pa¨ªs, no est¨¢ haciendo un discurso revolucionario: est¨¢ exigiendo a esos partidos volver al redil, someterse de nuevo a la direcci¨®n de Mosc¨², reconocer la dictadura neoestaliniana como modelo de socialismo. Aceptar este diktat significar¨ªa para los partidos concernidos romper los v¨ªnculos con sus pueblos respectivos, convertirse en partidos del extranjero, dejar caer la bandera de la democracia, hacer imposible la alianza con otras fuerzas socialistas, cerrar -por consiguiente- la v¨ªa a la democracia socialista en Europa Occidental. Esta campa?a tiene escasas posibilidades de modificar la l¨ªnea de los partidos comunistas occidentales, y en el Kreml¨ªn lo saben bien. Pero sus prop¨®sitos son de m¨¢s largo alcance: justificar la insolidaridad moral y pol¨ªtica con la ?via democr¨¢tica al socialismo? y preparar la explotaci¨®n de su fracaso, si se produjera, para dar la batalla decis?va a la herej¨ªa eurocomunista, provocando la escisi¨®n de los partidos que la protagonizan. La tarea de organizar ese fracaso queda prioritariamente en manos de la otra superpotencia, puesto que Europa Occidental en su zona de influencia -no es el caso checoslovaco- y recursos no le faltan para intentarlo seriamente. Adem¨¢s de los propios no han de escasearle colaboraciones de diversos gobiernos europeos, sobre todo el franc¨¦s y el alem¨¢n. Un, buen ?caos? italiano vendr¨ªa de perillas a Giscard para utilizarlo contra la uni¨®n de la gauche en las campa?as electorales de 1977 y 1978. Y a la derecha socialdem¨®crata alemana le servir¨ªa para potenciar su acci¨®n contra las corrientes unitarias en los partidos socialistas europeos tanto Giscard como Helmut Schmidt tienen en sus manos resortes nada despreciables, para contribuir a desorganizar, m¨¢s de lo que ya est¨¢, la econom¨ªa italiana. En esa perspectiva la doctrina Kissinger-Sonnenfeldt (expuesta por el secretario de Estado americano y por su consejero para los Asuntos de la Europa Oriental, en la reuni¨®n de los embajadores americanos en Europa, de diciembre 1975) adquiere todo su significado. Su esencia es ofrecer a Mosc¨² una especie de ?compromiso hist¨®rico imperial?. Nosotros, se?ores, -declararon en s¨ªntesis los representantes de la superpotencia americana, dirigi¨¦ndose a los de la otra- reconocemos su ascenso a la categor¨ªa de superpotencia mundial. Es un hecho irreversible. Pero entend¨¢monos. Podemos ayudarles a alcanzar la sociedad de consumo que sus pueblos anhelan. Y estamos interesados en la consolidaci¨®n de su imperio europeo-oriental, porque las aspiraciones independentistas de los pa¨ªses que lo integran, pueden provocar situaciones explosivas suceptibles de arrastrarnos a enfrentamientos catastr¨®ficos, que ni ustedes ni nosotros deseamos. Reconocemos tambi¨¦n, que ustedes no tienen nada que ver con la eventualidad de que los comunistas lleguen a los gobiernos europeos. (Kissinger lo dijo sin rodeos: ?Los sovi¨¦ticos no son el elemento determinante que provoca las situaciones inestables, a las que actualmente hacemos frente en Europa Occidental. Una Europa Occidental comunista ser¨ªa tambi¨¦n para los sovi¨¦ticos un quebradero de cabeza. Probablemente preferir¨ªan que los partidos comunistas no tomen el poder en Europa Occidental.?) Pero d¨¦jennos resolver este asunto. Cuando ustedes liquidaron expeditamente el intento de democracia socialista en Checoslovaquia, no movimos un dedo. Ahora se trata de Italia o Francia, que pertenecen a nuestra zona de influencia.
El renacer de Europa
Cogidos entre dos fuegos, situados en esta encrucijada internacional, los protagonistas del eurocomunismo y los partidos socialistas que aliados con ellos se disponen a recorrer un camino inexplorado, tantean cautamente las posibilidades de neutralizar adversarios tan poderosos y de encontrar asistencias solidarias. Por lo pronto no ponen en cuesti¨®n la pertenecia a la OTAN (en el caso italiano) y comienzan a tomar una posici¨®n positiva ante la defensa nacional, en el caso franc¨¦s. Afirman su independencia frente a Mosc¨², pero se es fuerzan por evitar la ruptura y negociar. No preconizan la disoluci¨®n de ninguno de los bloques militares (OTAN y Pacto de Var sovia) mientras subsista el otro, aunque se declaran por la desaparici¨®n de ambos. Buscan entendimientos con los sectores menos derechistas de la socialdemocracia alemana -como el re presentado por Willy Brandt, con el que Mitterrand ha mantenido discusiones calificadas de muy positivas por los dirigentes comunistas italianos- y con la izquierda del laborismo representada por Michael Foot. Lo mismo intentan con los socialismos es candinavos miembros de la OTAN, cuyos. dirigentes tienen una actitud m¨¢s abierta. Pueden contar con los Dubcek en potencia que hay en todos los pa¨ªses del Este; con la simpat¨ªa de Yugoslavia y probablemente de Rumania; con el apoyo de numerosos pa¨ªses del tercer mundo y tal vez de China. Y, sobre todo, con sus aliados m¨¢s seguros y prometedores: los pueblos europeos, en particular sus trabajadores.
La v¨ªa es angosta, pero puede ser practicable. Depender¨¢, en gran medida, de la evoluci¨®n actual de los partidos comunistas y socialistas.
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