Fue un presidente competente, con total control sobre la Administraci¨®n
?Muchacho, est¨¢ verdaderamente bebido, ?no? Se caer¨¢ al suelo borracho?, exclam¨® mi joven ayudante Larry Higby, una tarde de noviembre de 1968 en el hotel Century Plaza de Los ?ngeles. Se terminaba un largo d¨ªa de la campa?a de aquel a?o y acab¨¢bamos de volver de las habitaciones de Richard Nixon, donde Higby nos interrumpi¨® para plantearnos cuestiones urgentes sobre la campa?a en Nueva York.
Yo estaba reunido con Nixon haciendo planes para la semana siguiente, mientras ¨¦l reposaba de un fatigoso d¨ªa y se preparaba para ir a la cama. Larry esperaba, mientras yo hablaba con Nixon. Al darse cuenta de su voz tomada y de las respuestas deslavazadas de Nixon, Larry lleg¨® a la conclusi¨®n que luego me comunic¨® cuando salimos de la habitaci¨®n. Yo mismo me di cuenta de ello, de que en aquel momento Nixon parec¨ªa como intoxicado.
Pero yo he estado con ¨¦l muchas tardes y sab¨ªa qu¨¦ cantidad de bebida acostumbraba a tomar: exactamente media botella de cerveza Michelob. Antes y despu¨¦s de nuestra asociaci¨®n observ¨¦ la misma costumbre. Cuando Nixon estaba cansado y sin ganas de hacer nada, a menudo se tomaba una botella de cerveza antes de ir a la cama. A veces tomaba un somn¨ªfero, especialmente si ten¨ªa la cabeza llena de preocupaciones o estaba en estado de tensi¨®n. Esta combinaci¨®n de cansancio y cerveza produc¨ªa a ¨¦l los s¨ªntomas que usualmente se identifican con los que produce la bebida. Posiblemente ten¨ªa problemas de metabolismo, pero aqu¨¦lla noche en el Century Plaza, como en muchas ocasiones similares por todo el pa¨ªs y a horas tard¨ªas, la situaci¨®n fue la misma.
Los muchos miles de horas que pas¨¦ con Nixon durante los 16 a?os que trabaj¨¦ con ¨¦l por todo el mundo, en todas condiciones y circunstancias, en momentos de euforia y de depresi¨®n, nunca vi en ¨¦l lo que usualmente se llaman ?problemas de bebida?. Tomaba un par de copas (Martinis con ginebra o Whiskyes) antes de cenar tanto ahora como entonces, sobre todo en los fines de semana y cuando est¨¢bamos fuera de Washington. Le gustaba mucho tambi¨¦n tomar un par de vasos de vino de Burdeos con la cena. Pero no creo que abusase nunca de la bebida, ni que ¨¦sta llegara a de terminar en ning¨²n momento su actividad como presidente de los Estados Unidos.
Un empleado, no un amigo
Se ha escrito mucho y sin exactitud sobre mis relaciones con Nixon durante los a?os de la Casa Blanca. Yo me consideraba como un empleado, simplemente; en modo alguno, como un amigo de Nixon. No obstante, nuestra relaci¨®n laboral fue siempre abierta, en ella no hab¨ªa servidumbre. Pocas cosas en com¨²n ten¨ªamos fuera del trabajo. Por ejemplo, a Nixon le gustaba el b¨¦isbol, pero a mi no. A ¨¦l no le interesaba el baloncesto, que a mi me entusiasmaba. Nuestros gustos e intereses estaban alejados en muchos aspectos. No es cierto, como muchas personas se esfuerzan en demostrar, que yo fuera su perro guardi¨¢n. Repito que yo no era m¨¢s que un honesto empleado dentro del Gabinete del presidente. Estaba encargado de ser una especie de caja de resonancia suya, de proporcionarle la informaci¨®n que pudiese interesarle. Por encima de todo, yo era una especie de comod¨ªn o mediador, no un abogado, para asegurar que todas las personas fuesen o¨ªdas. M¨¢s tarde, yo me encargaba de que sus ¨®rdenes fuesen transmitidas y ejecutadas.
Imped¨ª a algunas personas que llegasen a entrevistarse con el presidente porque ¨¦l lo quiso. Confeccion¨¦ su agenda, dando importancia a unas cosas y eliminando otras, porque ¨¦l lo quiso. Asust¨¦ a algunos, re?¨ª a otros, contrat¨¦ a determinadas personas, promocion¨¦ a otras, simplemente porque ¨¦l lo quiso.
Sin embargo, Richard Nixon no era un solitario jefe del poder ejecutivo. Se encontraba con muchas clases de personas y, frecuentemente, por su propia iniciativa. Trataba de trabajar lo m¨¢s posible, para resolver todas las cosas que estuviesen en su mano. Incluso, pienso que Nixon puede haber sido el presidente menos solitario de la historia contempor¨¢nea de los Estados Unidos, porque su empleo del tiempo estaba muy controlado y nunca sometido a presiones y circunstancias.
Un falso relato circul¨® hace poco en el que se afirma que Nixon estaba malhumorado e irritable despu¨¦s de mi misi¨®n en la primavera de 1973, y de que yo me dedicaba desde entonces a buscar un sucesor para mi puesto. La verdad es que, antes de marchame, no pens¨¦ en absoluto en qui¨¦n me sustituir¨ªa.
Dos d¨ªas despu¨¦s de mi partida, el presidente me pidi¨® una entrevista para reorganizar el Gabinete. Entonces me dijo que tratar¨ªa de comportarse en los meses siguientes, como lo hizo su propio jefe de Gabinete. Aquella noche le llam¨¦ desde mi casa en Georgetown y le recomend¨¦ para sustituirme al general Alexander Haig, el subjefe del Estado Mayor del Ej¨¦rcito. Estuvo de acuerdo y siguiendo sus instrucciones llam¨¦ al general a Georgia, donde entonces estaba y le sonde¨¦ sobre el proyecto, con el cual estuvo de acuerdo. Se lo dije al presidente, quien me comunic¨® que Haig llamase a las 11 de la ma?ana del d¨ªa siguiente a la Casa Blanca para arreglar las cosas. No fue necesario que nadie le rogase a Haig que fuese jefe del Gabinete de Nixon.
Los sondeos de urgencia de la Casa Blanca
La cuesti¨®n de Haig trae a colaci¨®n una de las mayores crisis que ocurrieron durante el tiempo de mi permanencia en la Casa Blanca; el procesamiento y la condena del teniente William Calley. El veredicto contra ¨¦l (abril de 1974) provoc¨® una enorme conmoci¨®n en todo el pa¨ªs. La manera en que el presidente se enfrent¨® a la cuesti¨®n, proporciona un ejemplo de c¨®mo se tomaban las decisiones en la Administraci¨®n de Nixon.
Est¨¢bamos en San Clemente, la residencia particular de Nixon, cuando fue conocido el veredicto sobre Calley. Por entonces la Casa Blanca ten¨ªa constantemente en juego un procedimiento de sondeo de opini¨®n para conocer en todo momento la popularidad del presidente Nixon. Pod¨ªamos ordenar un sondeo al mediod¨ªa y tener los resultados a la misma hora del d¨ªa siguiente. Despu¨¦s de lo sucedido con el teniente Calley, un ?snap poll? (sondeo de urgencia), indic¨® que la popularidad de Nixon estaba m¨¢s baja que nunca. La adversa reacci¨®n del p¨²blico, mezclada cor una amarga discusi¨®n sobre la guerra del Vietnam, se convirti¨® en una gran preocupaci¨®n para la Casa Blanca. Nixon decidi¨® que hab¨ªa que hacer algo sobre ello. El presidente discuti¨® con algunos miembros de la Administraci¨®n, todos abogados menos yo, en su finca de San Clemente. Entre ellos, John Connally, secretario del Tesoro; Robert Finch, consejero presidencial; Williams Rogers, secretario de Estado; John Ehrilichman y yo. Fue una larga discusi¨®n en la cual se puso de manifiesto el estilo de cada uno de los participantes. Connally, siempre partidario de las grandes acciones, de efecto, urgi¨® al presidente para que concediese el perd¨®n al teniente CaIley sin m¨¢s tardanza. Rogers opin¨®, por el contrario, que el presidente no deb¨ªa hacer nada. Finch no tom¨® postura determinada y Ehrlichman analiz¨® los pros y los contras.
El presidente escuch¨® pacientemente a todos y para tomarse tiempo orden¨® que Calley permaneciese en el cuartel, en lugar de la prisi¨®n, durante el per¨ªodo de apelaci¨®n de la sentencia. Cuando el presidente comunic¨® su adhesi¨®n al almirante Thomas Moorer, por entonces jefe del Estado Mayor Conjunto, Moorer replic¨® nerviosamente: ?S¨ª, se?or?, nos cont¨® despu¨¦s Nixon. ?Gracias a Dios —a?adi¨®— que hay al menos un hombre en Washington que cuando yo le hablo responde ?S¨ª, se?or?, en lugar de ? ?Pero se?or presidente!?.
Un par de d¨ªas despu¨¦s el presidente decidi¨® hacer las cosas a su manera, sin seguir las opiniones de los consejeros. Anunci¨® que personalmente revisar¨ªa la sentencia despu¨¦s de que ¨¦sta fuese firme, lo que garantizaba al pueblo americano que Calley no se convertir¨ªa en un chivo expiatorio de los militares ni de las iras populares.
?Qui¨¦n es el malo, Edgar?
Hubo otros momentos con menos trabajo y m¨¢s agradables, especialmente en los d¨ªas del primer mandato de la Administraci¨®n Nixon. Por ejemplo, cuando el presidente invit¨® a Edgar Hoover, director del FBI, a pasar una semana en Camp David. Lleg¨® Hoover, acompa?ado, como siempre, por Clyde Tolson, que no se separaba nunca de ¨¦l.
Cinco de nosotros, —el presidente, Hoover, Tolson, John Mitchel y yo—, comimos juntos. Despu¨¦s, tal y como era costumbre en Camp David, se nos proyect¨® una pel¨ªcula que aquella noche era de espionaje. Nunca olvidar¨¦ el momento en que uno de los agentes se hallaba en una cabina de telef¨¦rico ascendiendo a los Alpes, mientras otro trataba de asesinarle. El presidente se volvi¨® hacia Hoover y le pregunt¨®: ?No comprend¨ª bien, Edgar. ?Es el malo o el bueno? ?Est¨¢ de nuestra parte o con ellos??.
?Bueno, pues..., no estoy seguro, se?or presidente?, contest¨® Hoover, el cual se volvi¨® hacia Tolson para que le ayudase a dar una respuesta. Pero Tolson tampoco supo qu¨¦ decir. De nuevo el presidente pregunt¨® a Mitchell, tambi¨¦n sin resultado. Afortunadamente no me pregunt¨® a m¨ª. Por supuesto, yo no estaba comprendido en la categor¨ªa de los ?expertos?.
No obstante, me intrigaba el hecho de que el jefe del poder ejecutivo, el jefe de sus asesores legales y el de su oficina de investigaci¨®n, no pudiesen descubrir el argumento de una pel¨ªcula de esp¨ªas hecha, no con fines secretos, sino para el consumo p¨²blico.
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