La sombra de una tradici¨®n
Con suma facilidad se produjo la crisis de la salida de don Carlos Arias, para resolverse con dificultades y ahogos en torno a la persona de don Adolfo Su¨¢rez. La acogida que del pueblo ha merecido la soluci¨®n ha sido tan cercana a la unanimidad, y la previsi¨®n de las dificultades que esperan al Gobierno tan certeramente abrumadora, que no creo necesario reforzar ni la una ni la otra con mi modesta opini¨®n. Mayor inter¨¦s tienen para m¨ª, en este momento, la circunstancias que han rodeado la crisis. Es decir, la crisis considerada como episodio.Han sido muchas las voces que recordando el antecedente de la ca¨ªda del Gobierno de Maura en 1909, se han apresurado a establecer un paralelo con la del Gabinete Arias, calific¨¢ndola con neologismo derivado del patron¨ªmico de una alta estirpe. No creo, sin embargo, que tan f¨¢cil enjuiciamiento sea certero, incluso por arrancar de un antecedente inexactamente narrado.
En 1909, el Gobierno presidido por don Antonio Maura era objeto de furiosos ataques con motivo de la liquidaci¨®n de la Semana tr¨¢gica y del fusilamiento de Ferrer. Una gran masa de la opini¨®n espa?ola, lo mismo que una desaforada campa?a internacional, exig¨ªan un cambio pol¨ªtico. Aun las mismas personas que rodeaban a don Alfonso XIII -con excepci¨®n de la Reina Cristina, cuyo gran sentido pol¨ªtico y su arraigado respeto a las normas constitucionales y parlamentarias venc¨ªan en este caso la poca simpat¨ªa sentida por el jefe conservador- se inclinaban a una crisis que juzgaban salvadora de la Monarqu¨ªa.
Cuando don Antonio Maura acudi¨® a Palacio, llamado por el Rey, llevaba consigo la dimisi¨®n, sospechando lo que pod¨ªa ocurrir en la C¨¢mara regia. La ingenua habilidad de aquel joven monarca, al adelantarse a alabar el patriotismo de su jefe de Gobierno por una dimisi¨®n que a¨²n no hab¨ªa sido entregada, y la propuesta de Moret para sustituir con su equipo liberal al deshauciado Ministerio conservador, hirieron hondamente a Maura; de todos es sabido que al regresar a casa, se ech¨® llorando en brazos de su primog¨¦nito, a quien he o¨ªdo referir m¨¢s de una vez el triste episodio. El desenlace de aquella crisis fue acertada para unos y desafortunada para otros; pero lo cierto es que respond¨ªa al deseo de dar satisfacci¨®n a una poderosa corriente de opini¨®n, como lo hab¨ªan reconocido varios de los ministros dimisionarios, convocados con anterioridad por don Antonio Maura en su propio domicilio.
No creo, pues, que pueda encontrarse un precedente familiar -y menos expresado con intenci¨®n despectiva- en la decisi¨®n de don Juan Carlos al provocar personalmente la renuncia del se?or Arias Navarro. Sobre todo, porque el hecho tiene una tradici¨®n mucho m¨¢s reciente, y hasta una explicaci¨®n en lo que pudi¨¦ramos denominar un estado de necesidad pol¨ªtica.
La defenestraci¨®n de ministros, que se enteraban del cese por el ?B. O. del E.? o por una simple carta entregada por un motorista, fue pr¨¢ctica constante en los dilatados a?os de la era franquista. Surgi¨® as¨ª una tradici¨®n autoritaria, que se ha encontrado como herencia el sucesor del dictador, a quien nadie quiso o pudo formar en unos principios constitucionales que a estas horas todav¨ªa no existen.
Y en ello radica la segunda explicaci¨®n de la tramitaci¨®n de la reciente crisis. Sin unas Cortes representativas, con un Consejo del Reino enemigo de toda apertura y con un Consejo Nacional del Movimiento afanado encarnizadamente en defender sus privilegiadas posiciones, ?qu¨¦ camino le quedaba al Jefe del Estado para sustituir a un jefe de Gobierno que se empe?aba en aferrarse a un puesto del que le hab¨ªa deshauciado la casi totalidad de la opini¨®n p¨²blica? Un r¨¦gimen que maniata al Jefe del Estado con ligaduras nacidas de una desconfianza cong¨¦nita, y le despoja adem¨¢s de esa facultad arbitral que constituye una de las m¨¢s poderosas justificaciones de todo soberano, necesariamente ha de empujar al Rey por el camino de las actuaciones personales y colocarle, por lo tanto, en situaciones comprometidas.
Esto es muy grave y, a mi juicio, no debiera convertirse en sistema. Franco pudo actuar como actu¨®, en relaci¨®n con sus colaboradores, porque hab¨ªa mandado unas tropas victoriosas en una guerra civil, porqu¨¦ el choque armado hab¨ªa dejado al pueblo traumatizado, incapaz de reaccionar, y porque una propaganda aduladora, de proporciones jam¨¢s conocidas en nuestra historia, hab¨ªa llegado a convertir al aut¨®crata en un verdadero mito.
Ninguna de estas circunstancias concurren en el momento actual. No se dan ni en la Jefatura del Estado ni en la sociedad espa?ola, que ha comenzado ya a vivir la democracia antes de haber sido reconocida legalmente.
Las contadas monarqu¨ªas que subsisten en el mundo se reparten en dos grandes grupos: el de las monarqu¨ªas del occidente europeo, democr¨¢ticas y constitucionales, y el de las monarqu¨ªas isl¨¢micas absolutas. La Monarqu¨ªa espa?ola no puede alinearse m¨¢s que en el primero de los grupos, por convencimiento propio, que estoy seguro de que existe en el titular de la Corona, y por exigencia tambi¨¦n de la sociedad espa?ola, que admitir¨ªa con dificultad una autocracia de tipo oriental.
Para ello es preciso que, cuanto antes y por la v¨ªa democr¨¢tica de una asamblea constituyente, se dote al pa¨ªs de mecanismos institucionales que no s¨®lo hagan innecesarias, sino que radicalmente impidan, esas actuaciones personales del Jefe del Estado que ponen en grav¨ªsimo riesgo su prestigio.
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