La soledad de la Corona
El definitivo asentamiento de la Corona como eje institucional del pa¨ªs ha de hacerse ineludiblemente sobre la base de reservar para s¨ª el mero arbitraje del juego pol¨ªtico democr¨¢tico, cuyo desarrollo contingente y cotidiano ha de estar desligado por completo de cualquier incumbencia de la Jefatura del Estado. En buena teor¨ªa pol¨ªtica que, por lo manida, apenas s¨ª merece mayores comentarios, la soberan¨ªa nacional, que est¨¢ en el pueblo, queda representada y encarnada por el Monarca, y de ah¨ª, por ejemplo, la designaci¨®n autom¨¢tica del jefe de la mayor¨ªa parlamentar¨ªa como encargado de formar Gobierno en las Monarqu¨ªas con legitimidad de representaci¨®n, en la conocida terminolog¨ªa de Max Weber.Es obvio que semejante planteamiento desliga a la Corona de cualquier posible complicidad con oligarqu¨ªa alguna. El poder no queda legitimado por la suprema voluntad del Jefe del Estado como ocurr¨ªa en el r¨¦gimen carism¨¢tico, sino que el m¨¢s alto magistrado de la naci¨®n se limita a materializar la ?voluntad general?, el viejo concepto de Rousseau. ?Componi¨¦ndose, pues, el soberano de particulares, no tiene ni puede tener alg¨²n inter¨¦s contrario al de ¨¦stos?, dice el Contrato Social.
Al proceder las estructuras que han acogido a la Monarqu¨ªa presente de un sistema de poder personal, es l¨®gico que ninguna de aqu¨¦llas se adapte a la necesaria inversi¨®n vertical de la soberan¨ªa. Nuestro c¨ªrculo vicioso constitucional puede evidenciarse si se, piensa que, en todo el sistema, la delegaci¨®n de poder se concibe de arriba a abajo, y que si la cumbre pretende cortocircuitar con la base, habr¨¢ de vencer la resistencia -o la impedancia, utilizando un s¨ªmil f¨ªsico- de las instituciones intermedias, capaces de canalizar tan s¨®lo un flujo descendente de poder. La paradoja es, pues, que la oligarqu¨ªa precisa para subsistir de una monarqu¨ªa autoritaria -absolutista, dir¨ªan nuestros bisabuelos-, en tanto que la Corona s¨®lo puede mantenerse si se inserta en un r¨¦gimen de clara representaci¨®n democr¨¢tica (la Monarqu¨ªa constitucional de aquellos antepasados).De ah¨ª la tremenda soledad actual del Rey: su subsistencia y la de las instituciones pol¨ªticas que la asisten, se fundan en supuestos que se oponen diametralmente. En particular, el Consejo del Reino, verdadero titular del poder en el r¨¦gimen todav¨ªa vigente, no es ni siquiera un trasunto de la realidad del pa¨ªs, sino tan s¨®lo una directa emanaci¨®n, h¨¢bilmente concretada, de la clase dominante en estos ¨²ltimos cuarenta a?os. El Monarca, l¨®gicamente ajeno a estos instaurar la figura de la Monarqu¨ªa constitucio mara?a bien tejida y tan s¨®lo coherente desde la ¨®ptica de una alianza en la cumbre de las instituciones para preservar unos minoritarios status.
No cabe duda, entonces, de que la Corona precisa recoger, en el m¨¢s breve plazo posible, el dep¨®sito de la soberan¨ªa popular. Esto requiere una intervenci¨®n personal del titular de la Instituci¨®n, ya que es ingenuo suponer una voluntaria marginaci¨®n de las bien aposentadas ¨¦lites. Es oportuno transcribir de nuevo aquella l¨²cida afirmaci¨®n de Cabanillas: ?El Rey tiene que gobernar tres meses para poder reinar treinta a?os.? Pero, a la vez, esta decisi¨®n de ruptura de las trabas constitucionales que desvinculan pueblo y Corona, a tomar por el Monarca, no pod¨ªa plantearse como acto de fuerza, arbitrario y contestable, sino como resultado de una inequ¨ªvoca presi¨®n popular, que rescatara para s¨ª el protagonismo pol¨ªtico y dejara simbolizada en la Corona su soberan¨ªa. Hoy, gracias al relajamiento del r¨ªgido soporte constitucional, el pueblo toma ya por s¨ª mismo bastantes decisiones de poder por la tromba homog¨¦nea de la opini¨®n p¨²blica. Y la presi¨®n colectiva. por instaurar la figura de la Monarqu¨ªa constitucional existe con toda certeza. La oportunidad para materializar esta voluntad est¨¢, pues, ah¨ª mismo. Unas elecciones generales vendr¨ªan a demostrarlo con nitidez, una vez abierto un proceso constituyente. 0, si se prefiere, un plebiscito planteado directamente por la Corona, en las condiciones m¨¢s estrictas de neutralidad. 0 sea, sobre la base de un previo pacto entre las fuerzas reales del pa¨ªs.
El enclavamiento constitucional de la Corona en una democracia, la priva, evidentemente, de todos los riesgos del ejercicio del poder. La responsabilidad de la gesti¨®n del Estado revierte sobre el pueblo titular de la soberan¨ªa, quedando el Monarca en un papel que describe con gran acierto S¨¢nchez Agesta de este modo: ?Reinar es representar el principio permanente de unidad de gobierno, sin comprometerse con las decisiones pol¨ªticas cotidianas. Quien reina, no asume las m¨²ltiples decisiones partidistas que erosionan la autoridad y que con consecuencia de una sociedad pluralista, pero s¨ª participa de todas aqu¨¦llas que afectan a los intereses permanentes de la naci¨®n con su influencia. El Rey, que no ejerce poder pero tiene influencia. Tiene influencia sobre los ministros, sobre los pol¨ªticos y sobre todos los ciudadanos. De hecho es, o debe ser, la persona m¨¢s influyente del reino.?
El uso oportuno de esta influencia hace necesaria una gran transparencia en los canales de comunicaci¨®n de la Corona. Los ¨²ltimos acontecimientos pol¨ªticos acaecidos en el pa¨ªs han mostrado, al tiempo que el patente divorcio entre las viejas instituciones y el pueblo expectante, un nada recatado cerco al Rey. La soledad del Rey no lo es s¨®lo en el plano oficial, sino en el oficioso: hay razones para pensar que los consejeros de la Corona, en el m¨¢s estricto ¨¢mbito privado, filtran por su propio tamiz la informaci¨®n que accede al Rey. Y no es preciso presumir mala fe, si no tan s¨®lo insuficiencia de datos y estrechez de miras y horizontes por la homogeneidad de la extracci¨®n de este c¨ªrculo asesor. Pero el Monarca precisa en todo momento, y mucho m¨¢s en las presentes circunstancias en que no hay a¨²n criterios cristalizados en las urnas, quebrar la soledad a que le condenan su alta posici¨®n y el maremagno protocolario. La Monarqu¨ªa, para no necesitar validos, precisa de libre acceso al pa¨ªs real por medio de toda clase, se de interlocutores, Por la residencia de un Rey moderno han de pasar todos aquellos que tengan algo que decir, y aun aquellos otros a los que sea bueno interrogar. No se trata, pues, de propugnar, a modo de excepci¨®n a la regla, el circunstancial di¨¢logo con la eventual oposici¨®n, sino de proponer un estilo de total accesibilidad, alejado en lo posible del exceso de pompas y rituales solemnes que, lamentablemente, llevan a recordar una ¨¦poca que todos querr¨ªamos ver definitivamente superada, de modo que el latido de la naci¨®n pueda ser pulsado por el Rey sin apenas necesidad de intermediarios. En este orden de cosas, las limitaciones constitucionales del Monarca han de venir dadas por la normativa legal que instaure el pluralismo, y en ning¨²n caso por la imposici¨®n, bajo la apariencia de ¨®rganos consultivos, de un c¨ªrculo agobiante de rancios intereses olig¨¢rquicos que, al recortar la acci¨®n de la Corona, intentan hacerla c¨®mplice de su supervivencia.
La Monarqu¨ªa debe arraigar, no en la frialdad de los m¨¢rmoles ni en la soledad del oropel, sino en la entra?a vertebrada de los nuevos espa?oles. Que no cometa la Corona el error de pensar que hay alguna trascendencia en el histerismo o el bullicio de las multitudes, ni en la cantinela reci¨¦n adaptada de sus voces a coro, y mucho menos en la brillantez del protocolo o en el f¨¢cil halago de los circunstanciales discursos. La verdadera compa?¨ªa de un pueblo arracimado en su tomo, tan s¨®lo la hallar¨¢ la Instituci¨®n cuando conecte con el saludable colorido pol¨ªcromo de un pa¨ªs que, al cabo, est¨¢ aprendiendo a convivir en la diversidad y que se siente, por ello, s¨²bitamente enriquecido.
Tiene la Corona un c¨¢lido ejemplo que seguir en cuanto a universalidad ya humanidad: pocos hombres han entendido como Don Juan de Borb¨®n el espa?olismo con tanta dignidad, y pocos tambi¨¦n conocen, de primera mano, con tanta sutileza, los secretos de la intrincada andadura de su pueblo, a¨²n desde los tiempos en que, por decreto, no hab¨ªa m¨¢s que buenos y malos espa?oles, en una delirante simplificaci¨®n. Y es que la soledad de la Corona s¨®lo puede paliarse dejando entrar al pueblo a chorros en la casa del Rey, conectando directamente al Monarca con la realidad, a veces airosa, a veces tr¨¢gica, de todos los sectores sociales, y eliminando los consejos de venerables que, a¨²n suponi¨¦ndoles buena voluntad, habr¨¢n de privarle siempre de La audacia, que requiere la nueva Espa?a.
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