?Jefe del Estado o cabeza de la Naci¨®n?
Los hombres de nuestro tiempo hemos conocido la monarqu¨ªa en, crisis. Desde el siglo XIX, en forma m¨¢s aguda desde el final de la primera guerra mundial, se ha tenido la impresi¨®n de que las monarqu¨ªas -desaparecidas ya de Am¨¦rica- eran un residuo pendiente de liquidaci¨®n en Europa. Algunos pensaban que esto era una desgracia, un error hist¨®rico: eran los ?mon¨¢rquicos?, que actuaban como ?monarquistas?,-activamente ?partidarios? de la monarqu¨ªa. La mayor¨ªa de los europeos pensaban que hab¨ªa sonado la hora de las rep¨²blicas, entendiendo por ellas reg¨ªmenes de libertad, democr¨¢ticos y fuertemente parlamentarios, con un poder ejecutivo reducido lo m¨¢s posible. La monarqu¨ªa constitucional dej¨® pronto de ser lo que hab¨ªa sido -una invenci¨®n genial, entre Mirabeau y Guizot, inspira da en los ingleses-, para co niver tirse en una monarqu¨ªa ?m¨ªnima?, lo m¨¢s parecido a una rep¨²blica, casi evanescente, casi indiferente, que no hay inconveniente en conservar.Todas estas ideas son peligrosas. Primero, porque son antiguas, y como esto no se ve, quiero decir no se presentan como antiguas, resultan ?arcaicas?. Segundo, porque las realidades a que se refer¨ªan han cambiado enormemente. Por ejemplo, no se puede tomar el nombre rep¨²blica como sin¨®nimo de libertad, porque la mayor¨ªa de las dictaduras, incluidas, por supuesto, las totalitarias, se llaman as¨ª. La vieja alternativa monarqu¨ªa-rep¨²blica, que tanto encendi¨® los entusiasmos en el siglo pasado, ha perdido su significaci¨®n. Tercero, porque no es bueno, para entender lo que es una realidad, estudiarla en sus formas de crisis o, decadencia o en sus fases patol¨®gicas; para entender el lenguaje, no creo que lo primario sea estudiar a los af¨¢sicos o los tartamudos. Es preferible atender a las formas plenas, de normal y eficaz funcionamiento.
Creo que es mi inter¨¦s por el siglo XVIII lo que me ha dado algunas ideas claras sobre la monarqu¨ªa; porque parece indudable que fue su momento de plenitud y adecuada realizaci¨®n. No antes, porque los pa¨ªses europebs no estaban enteramente integrados, no habr¨ªa terminado su proceso de nacionalizaci¨®n; no despu¨¦s, porque desde la revoluci¨®n francesa de 1789, la ,monarqu¨ªa entr¨® en crisis, y de ella, precisamente se trata, Hay que volver los ojos al siglo XVIII, no para encontrar en ese tiempo la soluci¨®n a nuestros problemas, sino justamente al contrario: para entender cu¨¢les son nuestros problemas, que nacieron entonces. .
Hace diez a?os, en mi libro Meditaciones sobre la sociedad espa?ola, publiqu¨¦ un ensayo sobre ?El mot¨ªn de Esquilache?, comentario a un manuscrito an¨®nimo que entonces di a luz, sobre el consejo de guerra reunido por Carlos III para hacer frente al levantamiento popular de 1766, el de ?las capas y los sombreros?. A prop¨®sito de esta amenaza al Poder, escrib¨ªa yo entonces:
??De qu¨¦ Poder se trata? Nodel Poder real. El mot¨ªn se hace contra Esquilache y en nombre del rey, dando vivas a Carlos III. Hay una hostilidad popular contra el aparato estatal, representado por el ministro, pero esa hostilidad se apoya en el rey. Y ocurre preguntarse: la opini¨®n p¨²blica del siglo XVIII ?considera al rey como parte de ese aparato estatal? Dicho con otras palabras, ?hubiera aceptado, hubiera entendido que se llamara al rey ?jefe del Estado?? ?No era m¨¢s bien ?cabeza de la naci¨®n?? Dicho con otras palabras, si distinguimos -lo que no se hac¨ªa entonces con claridad ni todav¨ªa hoy con la suficiente- entre la sociedad y el Estado, ?no es el rey cima de la sociedad, no pertenece a ella? Solo esto explicar¨ªa la compacta, firm¨ªsima legitimidad de la monarqu¨ªa del siglo XVIII, basada en un pleno consensus social. Y esto mostrar¨ªa tambi¨¦n que al producirse un quebrantamiento de ese consensus, y por tanto de la legitimidad social, la ¨²nica salida, el ¨²nico remedio eficaz, fuera la expresi¨®n expl¨ªcita de ese consensus social, es decir, la democracia. Esto es lo que Fernando VII y sus consejeros no pudieron ni quisieron comprender, al destruir la obra de las Cortes de C¨¢diz; pero resulta bien claro que fueron ellos los que destruyeron la legitimidad de la monarqu¨ªa, sustituyendo el viejo consensus, ahora democr¨¢ticamente renovado y restablecido, por la arbitrariedad de un poder personal, enteramente ajeno a lo que hab¨ªa sido la monarqu¨ªa.
?Carlos III es la suprema instancia social a la cual recurre el pueblo -es decir, la naci¨®n - frente al atropello o la violencia del Estado. Lejos de formar cuerpo con el, aparato del Estado, el rey lo constituye con el pueblo; y esto es lo que se entend¨ªa por Constituci¨®n, antes de que hubiera ning¨²n texto legal llamado as¨ª. La Constituci¨®n escrita, la ley constitucional, es una vez m¨¢s la expresi¨®n expl¨ªcita de esa realidad, la nueva versi¨®n democr¨¢tica que se hace necesaria. La democracia moderna, lejos de ser una destrucci¨®n del orden antiguo, es su reconstrucci¨®n, una vez que ha sido quebrantado por la arbitrariedad, el abuso y el despotismo.?
El inter¨¦s principal de estas l¨ªneas estriba en haber sido escritas en 1966, a prop¨®sito de Carlos III y, secundariamente, de Fernando VII. Al cabo de diez a?os, nos encontramos con la tarea de establecer una monarqu¨ªa en Espa?a. No es posible, como en otros pa¨ªses, ?continuar? lo existente; no hay m¨¢s remedio que innovar. Pero muchos parecen tener esta consigna: No inventar, no usar la imaginaci¨®n. Los mecanismos por los cuales se ha Regado a la monarqu¨ªa impulsan en esa misma direcci¨®n, hist¨®ricamente tan peligrosa. Todo ello empuja a una concepci¨®n del rey como ?jefe del Estado? (quiero decir como mero jefe del Estado); y la alternativa parece ser entre una jefatura an¨¢loga a la de los decenios anteriores -es decir, a que el Estado est¨¦ en sus manos y se
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?Jefe del Estado o cabeza de la Naci¨®n?
Viene de la pag. 6reduzca pr¨¢cticamente a su voluntad- o una jefatura puramente nominal y honor¨ªfica, simb¨®lica y sin contenido. Y como el primer t¨¦rmino de la alternativa no es posible y el segundo no es interesante, la alternativa pone en peligro la instituci¨®n misma.
No ser¨ªa m¨¢s fecundo imaginar una posible figura de rey que buscara, en fiorma actual y de acuerdo con las exigencias de nuestro tiempo. lo que fue en su momento de plenitud y eficacia hist¨®rica, de verdadera legitimidad social? ?No podr¨ªa descubrirse una funci¨®n adecuada, original, que tuviese presente lo que en el XVIII y el XIX no se sab¨ªa bien qu¨¦ es sociedad, qu¨¦ es Estado? La monarqu¨ªa no debe serni una herencia que se recibe a beneficio de inventario, ni un n¨ªero ornamento, ni la quinta rueda del carro, de la que en cualquier momento se puede prescindir. Y pudiera ocurrir que esa esencial magistratura social m¨¢s que pol¨ªtica, que he llamado ?cabeza de la naci¨®n?. estuviera vacante o quebrantada en casi todos los pa¨ªses. Admirable ocasi¨®n para que los espa?oles, tras larga vacaci¨®n, ejerci¨¦semos la imaginaci¨®n pol¨ªtica.
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