?A las academias ac¨¦rcanos, Se?or!
Yo creo que cuando las Academias se fundaron, en el siglo XVIII y en el XIX, no lo fueron con el mismo esp¨ªritu con que ahora las vemos. En aquel tiempo, se pens¨® que ser¨ªan ardientes hogares de una nueva cultura; poderosos estimulantes de las letras, las ciencias y las artes; vanguardia del saber humano; puntos de lanza de la renovaci¨®n y del progreso general de los conocimientos.A m¨ª me parece que cuando el marqu¨¦s de Villena fund¨® el germen de ?la Espa?ola?; o el corregidor Hermosilla lanz¨® en su tertulia dieciochesca lo que hab¨ªa de ser la Academia de la Historia; o en la rebotica de Hortega, de la calle de la Montera, alumbr¨® la Academia de Medicina, y as¨ª sucesivamente, los prop¨®sitos fundacionales estaban mucho m¨¢s arraigados en las inquietudes y ambiciones de las minor¨ªas intelectuales de la sociedad espa?ola contempor¨¢nea que la acci¨®n actual de las Academias lo est¨¢ en la vida de nuestro pa¨ªs.
Entonces las Academias herv¨ªan de optimismo ante la cultura, se tensaban de avidez por los conocimientos y escrutaban el horizonte universal a la busca de nuevas luces y nuevos nombres. Indagaban en otros pa¨ªses y requer¨ªan a gentes eminentes m¨¢s all¨¢ de las fronteras. El ?Real Colegio de Farmacia? de Madrid propon¨ªa para su direcci¨®n, nada menos que a Carlos de Linneo, aquel sueco inteligent¨ªsimo que andaba herborizando en los bosques lejanos de Upsala y que fue capaz de meter en las dos hojas de un pliego todo el reino vegetal.
Pero ahora no es as¨ª. Yo no culpo de ello a las Academias. Creo que es toda la sociedad espa?ola la que ha ido empuj¨¢ndolas hacia un rinc¨®n de casi olvido; la que las ha rodeado de un aire de severos templos, por no decir de mausoleos. Pensamos en ellas como si fueran los solemnes recintos del m¨¢rmol y del laurel. M¨¢s o menos, el Olimpo. Mucha gente cree que a la Academia hay que ?llegar?: como se llega al final de una carrera, a la meta. No se piensa que la Academia debiera ser no m¨¢s el camino, la carrera misma. Se concibe la Academia como un senado venerable, no como un fogoso congreso.
Hasta tal punto se ha llegado a pensar que la Academia es la inmovilidad que cuando se habla de un arte paralizado en una forma, en una manera; en un arte ?congelado? en una tradici¨®n que no evoluciona, se dice que es ?academicista?. Y cuando se entra en una pol¨¦mica intelectual formalista, in¨²til y bizantina, se dice, peyorativamente, que es una simple ?disputa acad¨¦mica?. O se llama ?ejercicio acad¨¦mico? a aquello que queda en s¨ª mismo, sin trascendencia hacia realidades.
Por si fuera poco, las Academias est¨¢n en la pobreza material, si no en la miseria. El Estado y la sociedad no las apoyan econ¨®micamente como debieran. Yo no s¨¦ a cu¨¢nto asciende el presupuesto de la Real Academia Espa?ola de la Lengua, m¨¢s prefiero no saberlo para no llevarme un disgusto mayor. Estoy convencido de que, por lo menos hasta hace unos meses, su presupuesto, al lado de lo que son los de las grandes fundaciones culturales que manejan miles de millones de pesetas, era una cantidad propia de una econom¨ªa casera de mesa camilla. Me pregunto a cu¨¢nto ascienden los legados que manejan hoy las Academias y tambi¨¦n prefiero no tener que responderme para no sonrojarme.
Abandonadas de todos y sin que ni siquiera ?la caridad las re coja?, como en la plegaria del mendigo, las Academias se van quedando en una esquina de la vida del pa¨ªs. ?Se puede decir de ellas que est¨¢n suficientemente enraizadas en la sociedad de su tiempo? ?Son verdaderamente representativas de la cultura es pa?ola actual? ?Est¨¢n en comunicaci¨®n viva y cotidiana con el pa¨ªs? ?Se benefician de unas t¨¦cnicas modernas que hoy se llaman ?de relaciones p¨²blicas? o ?de comunicaci¨®n de masas?, cuya manipulaci¨®n es preciso conocer y poner en pr¨¢ctica si se quiere mantener un contacto eficaz con el mundo en tomo? ?La juventud intelectual y art¨ªstica espa?ola se puede identificar con ellas?
Yo quisiera, por ejemplo, ver a diario en los peri¨®dicos, en los escaparates de las librer¨ªas y hasta en los quioscos de la calle, las comunicaciones, los boletines, las publicaciones de ?la Espa?ola?, sobre los problemas del idioma en crisis; o discutidos en la televisi¨®n los pareceres de la de Ciencias Pol¨ªticas, o de la de Jurisprudencia, sobre los acuciantes problemas pol¨ªticos y jur¨ªdicos de nuestra vida cotidiana; o publicados extensamente los dict¨¢menes de la de Bellas Artes sobre las tropel¨ªas arquitect¨®nicas y art¨ªsticas, en general, que sufrimos a diario.
Pero ?c¨®mo lo van a conseguir, eso, las Academias si no tienen medios y si la sociedad y el Estado las han olvidado en el rinc¨®n de los recuerdos?
Y, sin embargo, en las Academias hay unos hombres eminentes, unos sabios, unos egregios artistas, unos creadores de la cultura, en fin. Unos hombres que, individualmente, han hecho, casi todos, aportaciones sustanciales a la cultura espa?ola. Todos ellos y en grupo trabajan seriamente, tenazmente y, a veces, heroicamente, dada la: exig¨¹idad de medios de que disponen. M¨¢s, yo creo que tambi¨¦n han de sentir la frustraci¨®n de no encontrar en el pa¨ªs el eco y el apoyo que merecer¨ªa su labor. A todos nos corresponde devolverles los medios de trabajo que han ido perdiendo con el paso de los tiempos. La. funci¨®n de las Academias no ha terminado, bien al contrario. En un tiempo como el nuestro, en que la masificaci¨®n d¨¦ la cultura ha nivelado por lo bajo vastos sectores de la misma, se hace necesaria la recuperaci¨®n del esp¨ªritu de calidad, de la inquietud investigadora, de las ideas selectas que sirvan de pauta y modelo a la sociedad, del rigor vigilante que mantenga el rango m¨¢s alto posible en la producci¨®n intelectual del pa¨ªs. La Academia no es un ente anacr¨®nico y quien crea que lo es, no entiende su funci¨®n ni las necesidades espirituales del mundo en que vivimos.
Todav¨ªa tiene algo que hacer el esp¨ªritu que anim¨® a los ?caballeritos? dieciochescos. Las casacas de F¨¦lix de Azara, o de Jorge Juan y de Ulloa; o los sabios que acompa?aron a Malaspina hasta ?las Californias? o Alaska; o la sotana de Mutis; o, en fin, la capa de Jovellanos, para simbolizar en un personaje ¨²nico todo el esp¨ªritu de la ilustraci¨®n espa?ola, no est¨¢n cubiertas de polvo para siempre. Hay que sacudirlas el que tienen, nada m¨¢s. Pero el esp¨ªritu, salvando todas las grandes distancias que nos separan de ¨¦l, contin¨²a vivo, simplemente, por que era un esp¨ªritu de descubrimiento. Ese fue el esp¨ªritu fundacional de las Academias. Por eso, en vez de apenas distinguirlas entre las brumas ol¨ªmpicas, debemos acercanos a ellas y haciendo, al mismo tiempo, que ellas se aproximen a nosotros.
O sea, que en, vez de exclamar, como el Rub¨¦n Dar¨ªo malhumorado, ??De las Academias, l¨ªbranos, Se?or! ?, digamos con optimismo: ??A las Academias, ac¨¦rcanos, Se?or!?.
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