Un sistema electoral envejecido
Si las elecciones norteamericanas est¨¢n destinadas a seleccionar l¨ªderes, habr¨¢ que convenir que la campa?a que culmina hoy con la designaci¨®n de presidente muestra hasta qu¨¦ punto el sistema ha llegado al l¨ªmite de sus posibilidades reales. Ni Ford ni Carter interesan a sus propios conciudadanos, como lo han mostrado los continuos sondeos de opini¨®n. En consecuencia, Estados Unidos puede batir hoy su propia marca de absentismo electoral que no cesa de crecer desde hace a?os y que ya se aproxima al 50 %. Lo que los propios norteamericanos cuestionan con su comportamiento pol¨ªtico es la validez de un sistema de acceso al poder cuya funcionalidad aparece cada vez m¨¢s sepultada en el folklore cuadrienal de la gran fiesta de la democracia.Desde los padres fundadores hasta hoy, casi todo ha cambiado en Norteam¨¦rica y las nuevas circunstancias hist¨®ricas han alterado el significado y las consecuencias pol¨ªticas de una mec¨¢nica del poder establecida en 1789. La teor¨ªa del Gobierno como m¨¢quina regulada por el equilibrio de los intereses en competencia, pudo funcionar el siglo pasado, en una sociedad fundamentalmente de clase media en que m¨²ltiples organizaciones ejerc¨ªan un poder relativamente equivalente, donde la divisi¨®n oficial de la autoridad era un hecho y cuya econom¨ªa se mov¨ªa al margen del poder pol¨ªtico. El m¨ªtico pluralismo jeffersoniano tuvo su asiento en una comunidad, en la cual casi la totalidad de la poblaci¨®n blanca y libre estaba constituida por propietarios independientes.
Pero los Estados Unidos de Ford y Carter -la potencia hegem¨®nica militar, econ¨®mica y tecnol¨®gicamente- no tienen nada que ver con aquel modelo. El presidente de la naci¨®n es m¨¢s un producto de la maquinaria de los dos grandes partidos que, el resultado de la participaci¨®n electoral. Salvo matices republicanos y dem¨®cratas son virtualmente un mismo partido con dos denominaciones distintas y las diferencias son mayores en el seno de cada uno que entre ambos. Unos y otros funcionan como estructuras estatales o locales fuertemente impregnadas de caciquismo y s¨®lo cada cuatro a?os, durante las elecciones presidenciales, el aparato adquiere apariencias de unidad, de organizacion nacional centralizada, y el folklore de las convenciones eclipsa moment¨¢neamente el vac¨ªo pol¨ªtico de las bambalinas.
Desde Kennedy a Ford, los ¨²ltimos presidentes norteamericanos han debilitado peligrosamente laimagen de estadista, cualidad que se supone imprescindible en la persona destinada a hacer uso de tan amplios poderes. Los encuentros televisados entre Ford y Carter son una muestra del grado de trivializaci¨®n de la vida p¨²blica norteamericana. A falta de diferencias program¨¢ticas entre ellos, han recurrido en sus debates a la ret¨®rica en s¨ª misma, al golpe bajo, o al enjuiciamiento de su respectiva moral privada. La impresi¨®n que produce la m¨¢s alta magistratura del pa¨ªs adquiere su verdadera dimensi¨®n al relacionarla con los inmensos poderes presidenciales y su uso, dif¨ªcilmente controlable, en un pa¨ªs cuyo legislativo intenta recuperar parte del poder que le ha sido arrebatado.
El sistema electoral norteamericano se ha quedado viejo. Viejas sus desigualdades representativas (sufragio restringido en numerosos estados por motivos de residencia, econ¨®micos o culturales; insatisfactorio censo electoral, etc¨¦tera); viejo el papel de sus partidos, reducido al control del voto y al padrinazgo administrativo.
En la c¨²spide del poder, es propia filosof¨ªa pol¨ªtica que inspir¨® a los padres fundadores la que ha sido desvirtuada. El presidente elegido hoy, y su Gobierno, no son un marco flexible de encuentro de intereses mayoritarios, sino el resultado de otros intereses econ¨®micos y militares dictados por la condici¨®n de superpotencia. El resto -la campa?a electoral, las escenas de masas, la hiperinformaci¨®n urbi et orbi- son en gran medida manifestaciones destinadas al consumo.
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