Necesidad de los partidos
En principio -iba diciendo- no me parece deplorable el hecho de que las cuestiones pol¨ªticas y los problemas de gobierno hayan quedado desvinculados de ideolog¨ªas que, en el fondo, eran sustitutivo laico de la religi¨®n y que por serio, llevaban al terreno de las disputas temporales la carga explosiva de pasi¨®n y compromiso vital propia de lo religioso... Pero, por otro lado, los efectos sociales de tal ?desarme? ideol¨®gico pueden ser muy graves.
Por lo pronto, la reducci¨®n objetiva de los problemas pr¨¢cticos a sus propios t¨¦rminos inmanentes conduce a la despolitizaci¨®n, y con ello a la apat¨ªa, al desinter¨¦s general por la cosa p¨²blica. Pues siendo hoy d¨ªa las cuestiones de gobierno tan intrincadas como son, y exigiendo como exigen un tratamiento pericial, ?a qu¨¦ preocuparse por lo que el ciudadano com¨²n no ser¨ªa capaz de entender y juzgar? De ah¨ª la indiferencia hacia los temas pol¨ªticos; de ah¨ª -y a falta de otros est¨ªmulos profundos, de otras gu¨ªas trascendentales para la ordenaci¨®n de la conducta humana- ese vac¨ªo espiritual de las grandes multitudes que, con abuso de una terminolog¨ªa marxista popularizada, se suele designar como alienaci¨®n.
Insatisfacci¨®n de la abundancia
La econom¨ªa de la abundancia, fundada sobre una tecnolog¨ªa de eficacia fabulosa y una producci¨®n industrial que requiere y promueve el consumo en masa por parte de una poblaci¨®n cuya jornada de trabajo deja a la mayor¨ªa, de las gentes bastante tiempo libre, produce en ¨¦stas una especie inesperada de insatisfacci¨®n y aun de angustia, enfrent¨¢ndolas con la nada que en todas partes acecha. En su dimensi¨®n masiva, es un fen¨®meno nuevo y muy sorprendente. La esclavitud del trabajo, las penalidades de la escasez y privaci¨®n, colocaban al hombre en situaci¨®n aflictiva sin dejarle la posibilidad siquiera de levantar cabeza. Pero la liberaci¨®n de esa esclavitud le est¨¢ permitiendo ahora percibir m¨¢s o menos conscientemente esa atracci¨®n del vac¨ªo metaf¨ªsico que se manifiesta en el aburrimiento. Y as¨ª nos sorprende algo que en apariencia es c¨®mico: tras tant¨ªsimos milenios de gemidos, lamentaciones y protestas contra la condici¨®n de pobreza, se oye hoy en el mundo industrializado -incluida Espa?a- clamar contra la sociedad de consumo, es decir, contra la sociedad de la abundancia y del ocio... No ser¨¢ necesario subrayar lo que este ins¨®lito clamor tiene de sentido reaccionario impl¨ªcito: el tedio de unas horas de labor poco imaginativa y las trivialidades de la televisi¨®n o de los deportes son, sin duda, males mucho m¨¢s soportables que el trabajo agobiador y las durezas de un r¨¦gimen opresivo; quiz¨¢ las masas no desear¨ªan verse curadas de ellos... Es indudable que la sociedad actual, con su enorme desarrollo tecnol¨®gico y la prodigiosa elevaci¨®n del nivel general de vida que ha producido, plantea dificultades serias, y no en vano preocupa a los soci¨®logos el tema, por ejemplo, del empleo del tiempo que disfrutan las multitudes. Pero, con todo, la consecuencia m¨¢s grave de la despolitizaci¨®n no ha sido dejar esas multitudes desprovistas desprovistas de unas coordenadas mentales capaces de prestar sentido a su existencia. La despolitizaci¨®n ha tenido otro efecto m¨¢s agudo y espectacular: el de eliminar controles que manten¨ªan dentro de ciertos l¨ªmites a quienes propensi¨®n a desorbitarse. Cuando las ideolog¨ªas prove¨ªan una fe, una concepci¨®n del mundo que pudiera valer como seudorreligi¨®n, los partidos que las sosten¨ªan desempe?aban en su juego din¨¢mico una funci¨®n aglutinadora, y dentro de sus cuadros pod¨ªan integrarse positivamente no s¨®lo las personas normales con unas perspectivas sanas, sino tambi¨¦n los tipos social y sicol¨®gicamente marginales, sumados as¨ª al movimiento hist¨®rico en calidad de ¨²til fermento. Ahora, cuando las ideolog¨ªas han perdido su garra vital y los partidos pol¨ªticos se han convertido en meros instrumentos para la administraci¨®n del poder p¨²blico, todos esos tipos margina les, los exaltados que -con corrupci¨®n de la palabra espa?ola- se conocen bajo el nombre de desperados y que en tiempos normales tanto pod¨ªan caer en el crimen como alzarse a la altura de haza?as incre¨ªbles, ahora -digo-, en estos tiempos de anomia, andan sueltos y se aplican a las actividades perturbadoras y destructivas de que cada ma?ana nos informa la prensa: secuestros de aviones, atentados terroristas, raptos, asaltos y toda clase de empresas absurdas.
Confusi¨®n mental
El que, en muchos de casos, sus autores invoquen motivos ideol¨®gicos, a nadie debe enga?ar. Si -lo que no siempre ocurre- son acaso capaces de aducir el objetivo de su acto, lo hacen mediante alguna f¨®rmula muy simplista, de irrisorio contenido intelectual, que apenas disimula el irracional impulso, pues en verdad se trata de actuar por el acto mismo, ni m¨¢s ni menos que el del pir¨®mano que o prende fuego por el gusto morboso el de desencadenar la cat¨¢strofe o el ar simple y al parecer inofensivo conductor de autom¨®vil que incurre en el riesgos insensatos para experimentar una emoci¨®n fuerte. Si los motivos alegados por aquellos activistas fueran sometidos a an¨¢lisis mostrar¨ªan de seguro que la raz¨®n pol¨ªtica aducida para sus desmanes s¨®lo revelaba, en su desoladora inconsistencia, la confusi¨®n mental de quienes los perpetran. Por lo com¨²n, se trata de residuos nacionalistas o de un utopismo social; en cualquiera, mezclados y revueltos entre s¨ª.
De modo, bastante claro puede el notarse esto observando a los grupitos o individuos caracterizados como extremistas de izquierda o de derecha (distinci¨®n f¨²til, pues, ?qu¨¦ es derecha o qu¨¦ es izquierda en el panorama pol¨ªtico actual?: son marbetes intercambiables, y con frecuencia se intercambian). V¨¦ase lo ocurrido, pongo por caso, con el comunismo. Cuando el Partido Comunista, como todos los dem¨¢s partidos tradicionales, ha abdicado de sus antiguos contenidos ideol¨®gicos y program¨¢ticos para acogerse al oportunismo conservador, proliferan bajo la denominaci¨®n de comunistas -y me refiero concretamente a Espa?a- las agrupaciones disidentes, demasiado sospechosas a veces de intenciones y conexiones provocadoras. Mientras, por otra parte, los ep¨ªgonos o reto?os de movimientos tan reaccionarios como el nacionalismo vasco y el carlismo exhiben de improviso unas extra?as tonalidades marxistas.
El caso espa?ol
Concretamente me refiero a Espa?a, pero no -enti¨¦ndase bien- a Espa?a en exclusividad. Lo que aqu¨ª ocurre es similar a lo que est¨¢ ocurriendo en el resto del mundo, y no creo necesario se?alar ejemplos que abundan en Francia, en Alemania, en Italia, en Am¨¦rica, en todos los pa¨ªses... S¨®lo que, habiendo permanecido el nuestro encerrado en la clausura de un f¨¦rreo r¨¦gimen arcaizante durante los decenios en que la Europa occidental, con democracia abierta y partidos libres, desarrollaba su econom¨ªa hacia esta sociedad de consumo que a la postre y contra los obst¨¢culos de ese r¨¦gimen hab¨ªa de refluir tambi¨¦n sobre nosotros, propendemos ahora a considerar la actuaci¨®n de tales grupitos extremistas -que es manifestaci¨®n local de un fen¨®meno generalizado como fruto de la prolongad¨ªsima dictadura y a ponerla en relaci¨®n con la lucha com¨²n del pueblo espa?ol por desprenderse de ella. De modo autom¨¢tico -y esto es comprensible- envolvemos en la oposici¨®n contra el franquismo (o, por el contrario, en su defensa encarnizada) un tipo de actividades terroristas que en Alemania o en la Argentina toman acaso pretextos diversos, pero que en el fondo responden a la misma situaci¨®n social b¨¢sica por la que en el presente est¨¢ atravesando nuestra civilizaci¨®n. Por lo menos esto ha venido sucediendo hasta el momento. Es muy probable que de aqu¨ª en adelante y cada vez m¨¢s se advierta la impropiedad de poner en el cap¨ªtulo de la lucha en pro de una sociedad abierta actos de violencia paralelos a aquellos que vienen produci¨¦ndose bajo gobiernos cuyos mecanismos democr¨¢ticos funcionan irreprochablemente. Pienso, por ejemplo, en la banda terrorista cuyas fechor¨ªas han tenido en vilo a Alemania; o en las manos an¨®nimas que en Nueva York ponen bombas indiscriminadamente reclamando para Puerto Rico una independencia que el cuerpo electoral rechaza en la isla una vez tras otra.
Son males comunes que no afectan en especial aun pa¨ªs determinado, sino que derivan en condiciones hist¨®rico-culturales complejas, y contra ellos no cabe aplicar razonablemente sino los recursos ordinarios de la polic¨ªa y de los tribunales de justicia, sin incurrir en histerias que, sobre no remediarlos, sino acaso exacerbarlos, confundir¨ªan una situaci¨®n particular tan delicada como es la de esta Espa?a que busca su camino hacia la normalidad pol¨ªtica.
Cauces necesarios
Dejando, pues, aparte esos virulentos focos de perturbaci¨®n con sus inciertos y deleznables revestimiento te¨®ricos, el gran problema que se le plantea a nuestro pa¨ªs es el de hallar cauces institucionales adecuados para el funcionamiento del r¨¦gimen democr¨¢tico que corresponde a una sociedad abierta en proceso de creciente industrializaci¨®n. Ese r¨¦gimen requiere, es evidente, la posibilidad de que el cuerpo electoral elija peri¨®dicamente entre varias opciones tal cual puede ofrecerlas una pluralidad de partidos pol¨ªticos empe?ados en competencia libre por el ejercicio del poder p¨²blico en los diversos niveles municipal, regional y estatal. Tras una dictadura de casi cuarenta a?os (un lapso, adem¨¢s, que ha introducido cambios tan sustanciales en la estructura socio-econ¨®mica de todo el Occidente, y dentro del Occidente, de Espa?a misma), la situaci¨®n de este pa¨ªs mal podr¨ªa compararse con la que debieron afrontar las naciones europeas a ra¨ªz de la segunda guerra mundial. Inglaterra no hab¨ªa sufrido interrupci¨®n en el funcionamiento de sus instituciones pol¨ªticas por efecto de la guerra; las de Francia hab¨ªan experimentado un colapso de s¨®lo cinco a?os; en Alemania el dominio nazi hab¨ªa durado un decenio, y era Italia la naci¨®n que m¨¢s alejada se hallaba del antiguo pluralismo partidario que el fascismo hab¨ªa eliminado del ¨¢rea pol¨ªtica. Pero de un modo u otro, en la efervescencia de la lucha contra el totalitarismo derrotado, esas naciones restauraron la democracia, y los partidos volvieron a asumir el papel de veh¨ªculo mediador para llevar a los ¨®rganos de gobierno las preferencias del cuerpo electoral. La diferencia con el caso actual de Espa?a es apreciable a primera vista. Para empezar, el tiempo hist¨®rico es muy distinto. Aqu¨ª nos encontramos ahora consumado el ocaso de las ideolog¨ªas y la consiguiente despolitizaci¨®n que en todo el mundo industrializado fue acentu¨¢ndose cada vez m¨¢s a partir de la segunda guerra mundial.
Alternativas de estilo
En este aspecto, nuestra situaci¨®n ser¨ªa an¨¢loga a la de Portugal, cuya apertura democr¨¢tica se efectu¨® tambi¨¦n despu¨¦s de que una prolongad¨ªsima dictadura hab¨ªa borrado las huellas de los viejos partidos y la memoria de una experiencia democr¨¢tica en la poblaci¨®n. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la sociedad portuguesa no ha sufrido transformaci¨®n socio-econ¨®mica pareja a la de las regiones espa?olas de la Pen¨ªnsula, y en tal sentido vive horas de retraso hist¨®rico mayor. Ah¨ª las ideolog¨ªas residuales pueden tener todav¨ªa alg¨²n arraigo popular, como en efecto se vio tan pronto la ruptura revolucionaria les dio oportunidad de actuar en el vac¨ªo de poder. Me parece que el contraste entre la actitud del Partido Comunista portugu¨¦s y el espa?ol resulta bastante elocuente al respecto: mientras ¨¦ste se alinea con los partidos comunistas de la Europa occidental en un oportunismo de tonalidad conservadora, el de Portugal adopta la l¨ªnea de un revolucionarismo a ultranza. En cierto modo, lo ocurrido en Portugal a partir de la sublevaci¨®n que derroc¨® a la dictadura es similar a lo sucedido en Chile a partir de un proceso democr¨¢tico: el intento de aplicar con deliberaci¨®n ideol¨®gica un programa de reformas sociales basado en: ideas y realidades de principios de siglo sin perspectiva alguna de ¨¦xito en el contexto del mundo actual.
A diferencia de Portugal, en Espa?a no ha habido una ruptura revolucionaria de la continuidad pol¨ªtica, sino un proceso evolutivo que la presi¨®n de la vitalidad nacional hac¨ªa inevitable e incontenible ya, y que una demora m¨¢s hubiera llevado al estallido. Nos encontramos por eso en situaci¨®n muy peculiar: necesitamos disponer de unos partidos pol¨ªticos capaces de actuar frente a la opini¨®n p¨²blica ofreciendo alternativas de gobierno; pero en el fondo, ni los pol¨ªticos de profesi¨®n o afici¨®n, ni menos la masa del pueblo, parecen estar en posesi¨®n de unas convicciones ideol¨®gicas susceptibles de prestar doctrina coherente y programa de conjunto a ninguna organizaci¨®n partidaria; de modo que las alternativas ofrecidas al cuerpo electoral en su d¨ªa es probable que s¨®lo afecten al estilo y a los detalles de la actuaci¨®n pr¨¢ctica. Y por otra parte, el desenvolvimiento de esos partidos, de viejo y nuevo cu?o, los reconstruidos y los improvisados, tiene que cumplirse, no en el vac¨ªo de poder, sino en una pugna con los residuos de la estructura franquista sostenidos por personas cuyas convicciones -ya se puede observar- no son tampoco demasiado articuladas ni siquiera demasiado firmes, pero cuya apetencia de perpetuaci¨®n en el disfrute de sus gajes no es factor insignificante.
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