Espa?a y Rusia, antiguas relaciones
El restablecimiento de relaciones diplom¨¢ticas con la URSS, dejando un poco de lado las enardecidas controversias estrictamente pol¨ªticas, levanta un haz de recuerdos referidos a las presencias moscovitas en el haber espiritual de los espa?oles. Mi generaci¨®n -all¨¢ por los a?os finales del reinado de Alfonso XIII y los breves y atropellados de la Segunda Rep¨²blica-, vivi¨® absorta con el descubrimiento juvenil de los escritores y los m¨²sicos rusos. Fue una gran oleada rejuvenecedora y estimulante. Lo que ven¨ªa de Rusia gozaba de un extra?o y casi misterioso prestigio, provocado en primer t¨¦rmino por llegar de all¨ª. A esta brumosa fascinaci¨®n, tambi¨¦n contribu¨ªa -todo hay que decirlo- la apasionante expectativa levantada por la experiencia del marxismo-leninismo. El fulminante golpe de Estado de Trotsky y Lenin, que instal¨® a los bolcheviques en el ejercicio del poder revolucionario sobre el inmenso y deca¨ªdo imperio de los zares, supuso un alerta en nuestras condiciones, pol¨ªticas. Todo lo que de la m¨ªstica de la rebeld¨ªa de los intelectuales y los estudiantes hablamos descubierto en los escritores, eslavos, se dir¨ªa haber encontrado una posibilidad de cauce. Que las cosas t¨®maran por otro camino y que el despotismo stalinista significara una desoladora r¨¦plica de las horas m¨¢s sombr¨ªas del zarismo representaba poco para nuestra curiosidad de ¨ªndole casi rom¨¢ntica. Pushkin, Gogol, Turgu¨¦nev, Tolstoi, Gorki, y sobre todos, Dostoyevski, se alimentaban frente a la constelaci¨®n de los Musorgsky, Borodin, Chaikovsky, Rimsky-Kors¨¢kof y, ya con otro acento, Stravinsky. Junto a sus valores esenciales, la embriaguez del exotismo dejaba caer su peso en la balanza. La cultura rusa nos descubr¨ªa no s¨®lo los perfiles, los ritmos, los laberintos del alma de unos pueblos, de unos hombres remotos. A trav¨¦s de las honduras, de las complejidades del esp¨ªritu eslavo, nos acerc¨¢bamos a otras adivinaciones en la conciencia y en los motivos del ser. Para unos esp¨ªritus ansiosos, abiertos -con esa receptividad que en eljoven se hace raz¨®n de vida-, cualquier aporte representaba una conquista. Viv¨ªamos conquistando, en buenas proporciones, las revelaciones de la poes¨ªa, el arte y el alma eslavos, tan insondables muchas veces como la idea, casi m¨ªtica, de la inmensidad del suelo ruso.
Por entonces comenz¨® a circular cierta sumaria afirmaci¨®n -?que s¨®lo Dios sabe de d¨®nde habr¨ªa salido!-, que manten¨ªa la semejanza de la sensibilidad y el popularismo creadores de Espa?a y Rusia. Nuncu comprend¨ª el porqu¨¦. No era bastante, a mi juicio, que algunos motivos es pa?oles pudieran servir de inspiraci¨®n a determinadas producciones del arte ruso, en la m¨²sica especialmente. Siempre he sentido una instintiva desconfianza hacia esos paralelismos, influencias y parentescos culturales, que se apoyan en sospechosas e inabarcables generalizaciones. Para m¨ª, para nosotros -para las gentes de mi generaci¨®n-, el fen¨®meno resultaba casi inverso. Lo importante, por lo com¨²n, proven¨ªa de la fuerza contrastadora que soplaba desde unos suelos remotos, a los que la distancia dotaba de est¨ªmulos casi legendarios.
Pero el que sinti¨¦ramos que los puentes se tend¨ªan para nuestro particular beneficio, en la hist¨®rica y cambiante circunstancia del per¨ªodo cr¨ªtico de entre-guerras, no deb¨ªa querer decir que los abismos, las lejan¨ªas y los enigmas no hubiesen sido nunca superados. Sab¨ªamos que Dostoyevski y Pushkin, por ejemplo, hab¨ªan recibido la impronta vivificante y m¨¢gica de ?Don Quinjote?, llegado hasta las estepas y las nieves inmensas por complejos caminos. De modo semejante al que tal cual tema moscovita se hiciera presente en alguna que otra producci¨®n de nuestro teatro barroco. La leyenda suele llamar a la leyenda. Y as¨ª resulta l¨®gico que a la ¨®ptica espa?ola aplicada a la visi¨®n rusa iba a corresponder, para el ojo moscovita, una panor¨¢mica ib¨¦rica de perfiles fant¨¢sticos sobre lo que situar los chafarrinones de la ?leyenda negra? interpuestos con los de la ?espa?olada?.
Cuando Pedro el Grande acomete -a su estilo y manera- la europeizaci¨®n de sus dominios, es la cultura francesa la que sirve de patr¨®n a Occidente. Cervantes y el romancero, los relatos picarescos y de caballer¨ªa, llegar¨¢n a la flamante San Petersburgo por la v¨ªa gala. El tema espa?ol, sometido a las naturales distorsiones que padec¨ªan las cuestiones hisp¨¢nicas, en tiempos del imperio -?en la guerra como en la guerra!-, precede a las estrictas presencias literarias. Incluso la aparici¨®n del mito quijotesco es anterior a que las aventuras del ingenioso hidalgo cervantino sean traducidas al ruso, aunque, fuese a trav¨¦s de versiones francesas y alemanas. Espa?a -para bien y para mal, para el ditirambo y la caricatura- ha disfrutado siempre de una m¨ªtica aureola de f¨¢bula y quimera. La exaltaci¨®n del ideal caballeresco -con sus puntillosas sobrecargas referidas a los escr¨²pulos del honor- se ve perseguida -sombra pegada al cuerpo- por la sat¨ªrica parodia de hidalg¨¹elo hambreado y jactancioso. La bravuconer¨ªa del soldado espa?ol es un t¨®pico europeo, que salpica los tablados populares, se enhebra en la ?comedia del arte? y carga con los desfogues provocados por la baladronada y la fatuidad del eterno ?miles. gloriosus?. Mija¨ªl Aleks¨¦ev, en un apretado y delicioso libro, titulado ?Rusia y Espa?a: una respuesta cultural?, nos conduce hasta esa y las dem¨¢s presencias espa?olas en la vida rusa. Aleks¨¦ev es un hispanista enamorado y riguroso, entusiasta vencededor de las brum¨¢s producidas por lo remoto y lo legendario. Aleks¨¦ev hace de sus p¨¢ginas un claro espejo, que transfiere la, vieja realidad con un cierto deje de nostalgia. ?Quiz¨¢ la de una perfumada y casi l¨ªrica ?llamada del Sur?! En el refulgir de su azogue -o de su bru?ido- se mue ven las figuras y los duendes espa?oles, como en una proyecci¨®n de la linterna m¨¢gica rusa. Del soldado batall¨®n y presuntuoso -estereotipo para la comedia dieciochesca- se pasa a la estampa heroica. El alzamiento popular en nuestra lucha contra Napole¨®n va a sacudir la sensibilidad nacional rusa. Los guerrilleros espa?oles constituir¨¢n una ense?anza para la ?guerra patri¨®tica?, a la vez que una en cendida inspiraci¨®n para las le tras eslavas. Espa?a se pone de moda en todos los medios moscovitas, aupada en los resplandores del heroismo guerrillero. El romanticismo prosigue la exaltaci¨®n que con diversos matices y modulaciones -los m¨¢s debidos a la incidencia pol¨ªtica- caracterizar¨¢ la comparecencia es pa?ola.-
Las historias de prisioneros no comienzan en el siglo XX. Las guerras napole¨®nicas convirtieron -a lo largo de Europa- en contiendas civiles no pocos alzamientos nacionales contra el invasor. Napole¨®n reclutaba sus ej¨¦rcitos donde pod¨ªa. Para encuadrar la carne de ca?¨®n no se hacen d¨ªstingos. De los espa?oles alistados -de modo similar a lo acontecido con las tropas que fueron a Dinamarca con el marqu¨¦s de la Romana-, muchos se desperdigaron, se pasaron de filas o cayeron pnsioneros. Con ellos se crearon los ?batallones espa?oles?, a cuya regulaci¨®n -y posterior repatriaci¨®n contribuyeron el embajador de Espa?a en San Petersburgo Eusebio de Bardaj¨ª y los dem¨¢s integrantes de su embajada.
Es interesante subrayar la intervenci¨®n de la diplomacia en el conocimiento y los contactos reales entre Rusia y Espa?a. Casi las iniciales informaciones ver¨ªdicas y contrastadas venidas a nuestras tierras son las del duque de Liria, primer embajador dela Corte de Madrid ante la de los zares, portador de m¨²ltiples notas y consideraciones sobre las circunstancias de la vida y las costumbres. Los hilos de la intriga diplom¨¢tica suelen ser m¨¢s directos de lo que supone la sabihonda malicia popular. Los temores de un triunfo de los liberales espa?oles frente al absolutismo de Fernando VII mantuvieron siempre alerta a Alejandro l. Su embajador en Madrid, Tat¨ªschev, logr¨® -seg¨²n los comentarios de la Corte y la diplomacia- una cierta influencia sobre el rey. Al triunfar la sublevaci¨®n de Riego hubo que quitarse las caretas. Si Riego era mitificado por ?decembristas? y liberales, se hac¨ªa preciso replicar con energ¨ªa y rapidez. Mientras la represi¨®n, interna corta los riesgos del contagio en los cuarteles imperiales, Alejandro l -desde el sanedr¨ªn de Verona- propicia la intervenci¨®n en Espa?a de ?los cien mil hijos de San Luis?, para restaurar el absolutismo. ?Viejo h¨¢bito ruso este de las intromisiones sea cual fuere el color de las bande ras!.
Seguir el libro del hispanista sovi¨¦tico Mijail Alesks¨¦ev es una deliciosa lecci¨®n desde el comienzo mismo. En la primera p¨¢gina se alude a las noticias llegadas a Mosc¨², en los ¨²ltimos a?os del siglo XV, acerca del establecimiento de la Inquisici¨®n espa?ola. Lo curioso es la entusiasta reacci¨®n producida en el arzobispo de Novgorod, Guennadi, en carta a su compa?ero Z¨®sima, metropolita de Mosc¨². Y Aleks¨¦ev anota: ?Quiz¨¢ sea es te el primer testimonio escrito sobre el inter¨¦s de los rusos por la tierra espa?ola?. Sugestivo, ?no? Pero para nosotros, los leclores apasionados de Dostoyevski, el nombre de Z¨®sima empuja rec¨®nditas nostalgias y pone en pie el mundo enriquecedor y proceloso de los Karamasov¨ª. ?Seguro que lo recuerdan!, El ?st¨¢rest? Z¨®sima -coincidencia de nombres- es quien gobierna el monasterio al que se acoge Alioscha Karamasov, aquel Z¨®sima que busca las claves de la religiosidad eslava y nos trae a la memoria, por punzante asociaci¨®n el tremendo cap¨ªtulo del gran inquisidor de Sevilla. La Santa Rusia y la Cat¨®lica Espa?a ardiendo en el misticismo arrollador y misterioso de Dostoyevski.
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