lan Gibson, historia, de un libro fusilado
Entre la varia grey del hispanismo, cuyos profesionales se suelen distinguir por una tenacidad a prueba de archiveros y bibliotecarios, relativo aislamiento intelectual en sus propios pa¨ªses y un amor contradictorio por Espa?a, lan Gibson es fundamentalmente, conocido por un libro ya cl¨¢sico sobre la represi¨®n nacionalista en la Granada de 1936 y la muerte de Garcia Lorca, por primera vez situada dentro de un contexto que la hac¨ªa tr¨¢gicamente explicable, descalific¨¢ndola como hecho accidental y aislado, seg¨²n las tesis que oficialmente se hab¨ªan mantenido. A partir de la publicaci¨®n del libro por Ruedo Ib¨¦rico, en 1971, raro ha sido el espa?ol que haya viajado a Francia (o a Inglaterra) que no se haya vuelto con un ejemplar escondido en el fondo de la maleta. El propio Gibson, un irland¨¦s comunicativo y cordial, nos cuenta c¨®mo el recepcionista del hotel donde se ha hospedado en Madrid durante su reciente viaje a Espa?a, le ha sacado de debajo del mostrador su libro al reconocerle por el pasaporte. Cuando le encontramos viene de charlar largamente con Bergamin sobre los complejos problemas derivados del manuscrito y primera edici¨®n de Poeta en Nueva York, el gran libro lorquiano editado en M¨¦xico, con la colaboraci¨®n de Emilio Prados, por el propio Bergam¨ªn, a quien Gibson llama ?duende de su generaci¨®n ?. Y de duendes va el cuento, o as¨ª empieza nuestra conversaci¨®n ante un magnetof¨®n rebelde:-Una noche me hablaba Miguel Cer¨®n, en Granada, de las visitas que Federico le hacia, y ¨¦l, que le¨ªa muy bien el ingl¨¦s, le iba traduciendo cosas diversas, primero la obra de Synge, Jinetes hacia el mar, que tradujo al espa?ol Zenobia, la mujer de Juan Ram¨®n, pero Miguel lo le¨ªa en la versi¨®n inglesa, antes de su traducci¨®n, all¨¢ por el a?o 18. Tambi¨¦n le traduc¨ªa en voz alta cosas de Chesterton. Y me cont¨® y me mostr¨® el texto de un pasaje don de Chesterton habla de ?la loca sangre de los duendes?,que ten¨ªa alguien en las venas. Y es as¨ª, literalmente. Y, seg¨²n Cer¨®n, cuando Federico oy¨® aquello, se levant¨® lleno de aspavientos y maravillado. Por eso me preguntaba si existe en espa?ol, como frase hecha, tener duende. Claro, Lorca relacionar¨ªa lo de Chesterton con la tradici¨®n andaluz, supongo. (Hay duendes en este magnetof¨®n, ?no?)
Hay algo en Lorca como si se sintiera rodeado por la muerte, como si intuyera la muerte, y su poes¨ªa se nutre de este misterio, es uno de sus atractivos. Recuerdo un art¨ªculo de Jorge Zalamea, cuando ¨¦ste cuenta una visita que hicieron por el a?o 30 a unos amigos que estaban en un pueblecito cercano a Madrid. Tras sentarse a comer a la sombra de unas higueras, en la huerta de la casa, Federico se levant¨® de repente con la cara demudada, abandon¨® a los comensales, se adentr¨® entre los ¨¢rboles y le dijo a Zalamea, que hab¨ªa acudido a preguntarle lo que le ocurr¨ªa: ? ?Estamos rodeados de muertos! ?Estamos pisando muertos! ?Y no lo aguanto! ? Fueron despu¨¦s a hablar con unos aldeanos y al fin uno de los m¨¢s viejos les dijo que all¨ª, en aquella casa, hab¨ªa habido, en el siglo pasado, un convento de monjas de clausura que ten¨ªan su propio cementerio, donde las monjas eran enterradas. Federico no quiso o¨ªr m¨¢s y volvi¨® inmediatamente para Madrid, Zalamea cuenta esto de un modo muy controlado. No dice que Lorca fuera un vidente. Habla s¨®lo de su intuici¨®n prodigiosa. Yo no s¨¦, claro. Yo, que he nacido en Irlanda, ser¨ªa el ¨²ltimo en decir que estas cosas no se dan, que no existen los duendes. Yo no s¨¦, hay misterios.
Los comienzos
Dado mi inter¨¦s por lo sicoanal¨ªtico, me interesan los comienzos, y as¨ª pas¨¦ todo mi primer verano en Espa?a, en el 65, investigando sobre la infancia y juventud de Lorca. Iba por toda Espa?a en mi Volkswagen, buscando la huella del viaje que dio pie al primer libro de Federico, Impresiones y paisajes, algunas de cuyas p¨¢ginas se hablan publicado previamente en peri¨®dicos diversos, como pude descubrir. Iba escuchando, hablando con la gente, grabando canciones en la vega granadina, nutri¨¦ndome del ambiente. Esto durante unos cinco meses. El tema de la represi¨®n y la muerte vino despu¨¦s. No fue un salto. Yo hab¨ªa leido, entre otros, los libros de Couffon y de Schoriberg, pero no iba con la determinaci¨®n de hacer un libro sobre la muerte de Lorca. El hecho es que durante aquellos meses trab¨¦ amistad con Miguel Cer¨®n, a cuya casa iba con mucha frecuencia. Hab¨ªa sido muy amigo de Falla y de Federico. Era un hombre cult¨ªsimo en m¨²sica. Con su indumentaria de antiguo granadino, se defin¨ªa a s¨ª mismo como un diletante; era su palabra. Hab¨ªa sido gerente de una azucarera, y la m¨²sica y la literatura las cultivaba por pura afici¨®n, por diletantismo. Viv¨ªa en un piso delicioso del paseo de la Bomba. En la misma casa hab¨ªa vivido Fernando de los R¨ªos. Y all¨ª, en aquel cuarto piso que habitaba, ten¨ªa una fuente aut¨¦ntica a la entrada, lo que no dejaba de maravillarme.
En una ocasi¨®n -me contaba- sub¨ªa con Federico y con Falla hacia una de las torres de la Alhambra. Iban por un olivar y era noche de luna llena, por lo que hab¨ªa una gran claridad. Federico iba hablando y de pronto surgi¨® la imagen que reaparece en el Poema del cante jondo, creo que en el ? Poema de la siguiriya?: ? El campo/de olivos/se abre y se cierra/como un abanico.?
Las l¨ªneas del olivar se mov¨ªan, seg¨²n iban andando, de este modo, como las varillas de un abanico. Es un poema escrito andando. S¨®lo as¨ª se puede ver un olivar con este movimiento.
El caso es que en casa de Cer¨®n se reun¨ªa una tertulia espl¨¦ndida, donde se escuchab¨¢ m¨²sica, se hablaba de Granada -de la Granada antigua-, de Federico, de la guerra, de la represi¨®n, etc¨¦tera. Poco a poco iba reuniendo mu cha informaci¨®n, casi sin darme cuenta. Un d¨ªa me dijo Gerardo Rosales: ?Ustedes, los extranjeros, son terribles. Vienen aqu¨ª sin saber nada y luego escriben libros sobre la muerte de Lorca.? Claro, yo no hab¨ªa ido a eso, no era mi primera intenci¨®n. Quien me dec¨ªa esto era el menor de los Rosales, un hombre creo que medio loco, pintor y poeta, y genial, cari?oso, estupendo. Me parece que erajuez de instrucci¨®n, y ya ha muerto. A esta tertulia iba tambi¨¦n Salvador Jofr¨¦ Garc¨ªa, apasionado del cante jondo y m¨¦dico de enfermedades ve n¨¦reas. Ten¨ªa, recuerdo, unas manos muy bellas, con u?as muy afiladas. Un d¨ªa me dijo: ?Mira, Juan, por estas manos han pasado todas las mujeres e Granada.? Ten¨ªa una colecci¨®n impresionante de grabaciones de cante jondo y se desesperaba con los altibajos de la electricidad granadina, que alteraban la calidad de sonido de sus aparatos, de los que era un man¨ªaco. Tambi¨¦n iba por all¨ª Bernardo Olmedo, de una sensibilidad tremenda, escultor, que hizo, creo, una cabeza fant¨¢stica de Falla. Recuerdo tambi¨¦n a Dionisio Venegas, in¨ªsimo y caballero granadino si los hay. Era un loco del bel canto y ten¨ªa una espl¨¦ndida voz. Un d¨ªa se puso a cantar, acompa?aao de su mujer al piano, all¨¢ en su casa del Albaic¨ªn. Las ventanas estaban abiertas y su voz sal¨ªa con toda su potencia a la calle, donde los vecinos estaban escuchando. Era un trozo de una ¨®pera, creo que de Verdi. Dionisio cantaba y cantaba, olvidado de todo. Yo, trataba a todos. No es que llegara verdaderamente a intimar, no quer¨ªa entrar en su fuero interno, en sus recuerdos m¨¢s personales, pero lo bueno es que ellos me aceptaron y me hablaron, se me abrieron. Me ayudaron otras muchas personas, como Antonio P¨¦rez Funes, que ya ha muerto. Hab¨ªa sido socialista en tiempos de la Rep¨²blica y sufri¨® mucho, despu¨¦s, en la c¨¢rcel. Era un hombre maravilloso que me ayud¨® much¨ªsimo. Tambi¨¦n el doctor Rodr¨ªguez Contreras, a quien no cit¨¦ en mi libro porque vive todav¨ªa. Ahora le nombro, y no creo que le importe, porque ya lo ha hecho Vila San Juan. A pesar de su pelo blanqu¨ªsimo y sus a?os, desarrollaba una energ¨ªa arrolladora. Le conoc¨ª un d¨ªa, al salir de casa de Miguel Cer¨®n. Lleg¨® a ser ¨ªntimo amigo m¨ªo, dentro del grado de intimidad a que se puede llegar en la amistad con un granadino.
El enterrador y los masones
?El enterrador de Lorca? S¨ª, cuando yo rehaga mi libro quiero dar su nombre y el de los masones, dos de ellos, que hab¨ªan estado en la Colonia, el ¨²ltimo lugar a donde llevaban a los condenados a muerte, en V¨ªznar. Estos masones y otras personas me hab¨ªan dado el nombre del enterrador. Despu¨¦s de verle mucho, un buen d¨ªa le digoz ?A ver si vamos a V¨ªznar.? Fu¨ªmos en un taxi. Estando all¨ª, viendo la fuente de Aynadamar, al lado de donde -fusilaron -a Lorca, el hombre recuerda que aquel d¨ªa, al lado de Federico, tendido con su corbata de lazo, reconoci¨® a un maestro cojo. Era f¨¢cil de identificar por la falta de la pierna. El enterrador me dijo que era un maestro de Cogollos Vega. Y lo dec¨ªa con plena seguridad. Al d¨ªa siguiente, cog¨ª mi'coche y me fui a Cogollos Vega. All¨ª me dijeron que no hab¨ªa habido nunca un maestro cojo, pero s¨ª en un pueblo cercano, en Pulianas. Llego entonces a Puliarias, pregunto en el juzgado e inmediatamente le recordaron: Di¨®scoro Galindo Gonz¨¢lez. Luego necesit¨¦ mentir. Dije que mi padre hab¨ªa estado en Granada durante la guerra civil y que hab¨ªa sido amigo de este maestro, por lo que quer¨ªa saber qu¨¦ hab¨ªa sido de ¨¦l. El juez abri¨® el registro civil y encontr¨® su partida de defunci¨®n, cuya fecha coincid¨ªa con la de Lorca. Esto fue para m¨ª una prueba contundente, al ver que el enterrador se hab¨ªa equivocado de pueblo, pero no de persona. Tuve la certeza de que la pista que hab¨ªa seguido era buena. Lo mismo que los banderilleros muertos junto a Lorca, cuyos nombres pude luego comprobar por otros testimonios.
Ahora voy a rehacer completamente el libro, despu¨¦s de las tres edici¨®nes que se han hecho en espa?ol. No ha influido para nada en esto el libro de Vila San Juan, que es un refrito, como ha dicho Molina Fajardo. No hay nada nuevo en su libro, aparte de uno o dos datos. Y es una pena, porque este hombre pod¨ªa haber seguido muchas pistas, buscar otros documentos y fotografias.. No comprendo por qu¨¦ no lo hizo.
Gibson nos habla por ¨²ltimo del nuevo libro que publicar¨¢ para el oto?o en Inglaterra, El vicio ingl¨¦s, una paciente y exhaustiva investigaci¨®n sobre la que denomina ?extra?a obsesi¨®n sadomasoquista de la clase pudiente inglesa? y, en especial, sobre la obsesi¨®n nacional por la flagelaci¨®n, que ha dado lugar desde el siglo pasado a un tipo de prostituci¨®n y literatura er¨®tica, singulares. La labor de archivo y recopilaci¨®n ha sido tremenda. Entre los documentos de importancia descubiertos resalta una serie de poemas in¨¦ditos de Swinburne, quien padec¨ªa esta mentada obsesi¨®n de flagelante.
En su actual casa de la Provenza francesa, donde vive retirado de la ense?anza de la literatura (menester que, tras quince a?os de ejercicio, le parece esperp¨¦ntico), el escritor Gibson contin¨²a sus investigaciones, sus trabajos de amor perdido, y ganado.
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