Los caminos de Europa
Muchos caminos tiene Europa para conocerla bien. Gusto da recorrer en d¨ªas de vacaci¨®n el centro de Europa que tambi¨¦n es un centro democr¨¢tico a su manera. Desde el Rhin franco-alem¨¢n, a la Baviera germano-cat¨®lica. Y desde ah¨ª, al Tirol de los Habsburgo, a la Viena imperial y nost¨¢lgica, al Trentino italiano, la Lombard¨ªa lacustre y la Confederaci¨®n Helv¨¦tica, del Tesino meridional y de la Lucerna jesu¨ªtica. Suiza es el coraz¨®n del continente, y el basti¨®n hidr¨¢ulico que abastece los grandes r¨ªos europeos, el R¨®dano, el Rhin, el Danubio, el P¨®. Inmenso macizo alpino y rocoso con sus nieves y glaciares perpetuos que asemejan un reducto natural en el que se asientan los goznes del viejo mundo y al que voy dando la vuelta en este viaje sin perderlo de vista, unas veces desde el Este, o por el Norte o atraves¨¢ndolo por el puente de Europa, del Brennero, o remontando el rumbo, del Sur hacia arriba por el t¨²nel o la ruta de San Fotardo.Y con todo, sobre la fascinaci¨®n del paisaje predomina el contacto humano, desparramado en la riada popular, turista, viajera, estival y en jolgorio. En Avignon hab¨ªa veinte mil hippies en happening permanente. En Munich, capital de teatro alem¨¢n, veinte salas funcionando, con obras de Sastre, de Arrabal y de Lorca en tres de ellas y tablados m¨²ltiples en las plazas, junto a la Fra¨¹enkirche, ante el Ayuntamiento y en el mercado. Teatro libre, improvisado, a medio camino del mester de juglar¨ªa y del auto sacramental, con repentinas incrustaciones de rock y de la m¨²sica arlequinesca. Hay gigantescas colas para visitar las pinacotecas de arte y los palacios de los reyes que fueron. En Insbruck, en la Hofburg de Mar¨ªa Teresa; en Viena y Sch?nbrunn para conocer las ¨²ltimas residencias de Francisco Jos¨¦ y de Isabel de Baviera. Y de Carlos y Zita que cierran la dinast¨ªa reinante. En reba?os interminables recorrimos galer¨ªas y antec¨¢maras con un grupo japon¨¦s de vanguardia y un colegio de soomoras norteamericanas a remolque. Casi siempre los datos anecd¨®ticos priman en los visitantes sobre el inter¨¦s hist¨®rico. Las anillas gimn¨¢sticas de las que se colgaba Sisi por las ma?anas para mantenerse en forma, escandalizando a la severa Corte, suscitan un revuelo de emoci¨®n y comentarios. O la cama en que fue depositado el duque de Reichstadt antes de morir, en el cuarto que ocupara Bonaparte, unos a?os antes. O el retrato de Lola Montes entre la galer¨ªa de bellezas femeninas de la Corte de los WitteIsbach, que en Nymphembug sorprende por la vulgaridad de los rasgos y la nula sensaci¨®n de atractivo sensual en el personaje. Pero ese reencuentro de los pueblos con el pasado, a trav¨¦s de los palacios convertidos en historia y de las galer¨ªas de arte explicando la suprema lecci¨®n de la cultura, son un exponente de la Europa de hoy, popular, en mangas de camisa, inconvencional en el atuendo, libre en sus devaneos y opiniones, sin rencor ante el ayer aristocr¨¢tico y autoritario aunque el hoy sea, predominantemente socialista, democr¨¢tico y liberal.
Me impresiona tambi¨¦n el inmenso bosque que es, geogr¨¢ficamente hablando, Europa. Pienso en las interminables masas forestales que se extienden por el continente y que acompa?an el trazado de las autopistas con un doble y verde biombo de arbolado frondoso. El bosque primitivo no ha sido descastado en ninguna gran regi¨®n agraria de Francia, Alemania o Austria sino que subsiste, recortado, en una exquisita peluquer¨ªa vegetal que se yergue junto a los predios cultivados con espeso testimonio adosado de la selva originaria. ?Y qu¨¦ selvas! Recorr¨ª la llamada ?Negra? por antonomasia, el Schwarzwald germano, atravesado por una red de admirables carreteras desde cuyos collados se divisa en el llano fronterizo, el Rhin, bordeado de vi?edos, y pre?ado de leyendas. La selva Negra es un conjunto severo, inmenso, alt¨ªsimo, especie de catedral de la naturaleza, en cuyas oscuras naves parecen surgir y divagar los grandes personajes de la mitolog¨ªa germ¨¢nica. Un pueblo que tiene esos bosques debe tener una especial sicolog¨ªa colectiva diferente de los pueblos de la meseta ¨¢rida de Castilla o del paisaje riente y florido de Italia, de Grecia o de Andaluc¨ªa.
La mitolog¨ªa walhalliana y wagneriana procede de los grandes r¨ªos y de los tupidos bosques. Los Nibelungos funcionan con sus leyendas en el Rhin, pero su toponimia primitiva se encuentra en los bordes del Danubio austr¨ªaco, en Liuz, donde naciera Adolfo Hitler, que era tambi¨¦n wagneriano exaltado como Luis de Baviera. Visitar los castillos de cuento de hadas de este monarca b¨¢varo, inaccesibles en sus rocas solitarias, dominando un paisaje de lagos, abetos y Alpes nevados es todav¨ªa m¨¢s sugerente cuando a corta distancia se visitan los restos del refugio monta?ero de Hitler, tambi¨¦n delirante en cuanto a su ubicaci¨®n roquera con un tel¨®n de fondo, grandioso, de sinfon¨ªa ¨¦pica. Estos dos hombres interpretaban probablemente la est¨¦tica brav¨ªa de la naturaleza como un homenaje que rend¨ªa a sus locuras, el mundo f¨ªsico en su derredor.
El recuerdo de la vanidad humana estalla como un cohete de luminarias est¨¦riles en cualquier latitud. Recorriendo el Tirol cat¨®lico y florido, impecable en conservar sus numerosos castillos medievales que montan la guardis del valle del Inn, se visita la tumba de Maximiliano, el que consolid¨® la dinast¨ªa imperial, cuyo perfil aguile?o de guerrero duro y ambicioso se contempla en varias versiones en el Museo de Viena. Quiso hacerse en vida un mausoleo impresionante y decidi¨® que lo rodeara una teor¨ªa masiva de antepasados y parientes de estirpes regias para justificar la legitimaci¨®n hereditaria del Sacro Romano Imperio, heredero, a su vez, de los c¨¦sares. As¨ª coloc¨® en derredor de la sepultura, de pie, en tama?o mayor que natural, con indumentarias diversas, veintiocho negras efigies de bronce que parecen iniciar una danza macabra de las dinast¨ªas de Europa, inclu¨ªdo el rey Arturo, personaje que fue inventado, seg¨²n parece, cosa que suele acontecer con frecuencia en las justificaciones geneal¨®gicas, aunque en este caso lo labrara el cincel de Durero. Lo picante de la sepultura es que est¨¢ vac¨ªa, pues Maximiliano, al morir, se hallaba en malos t¨¦rminos con los ciudadanos de Innsbruck.
Otra explosi¨®n de soberbia parecida la encontramos en Salzburgo, donde los pr¨ªncipes-obispos, beneficiarios del monopolio de la sal, desembocaron a fines del siglo XVI, en un personaje man¨ªaco de grandezas, Wolf Dietrich, que aprendi¨® en el trato con los M¨¦dici, la escuela del fasto, la dimensi¨®n de lo gigantesco, el mecenazgo del arte y las malas costumbres. Todo ello dio lugar a convertir una peque?a ciudad g¨®tica austr¨ªaca en una pomposa urbe italiana renacentista, con c¨²pulas y fachadas barrocas y ¨®rganos de iglesia, insuperables. As¨ª comenz¨® la tradici¨®n musical de Salzburgo, universalizada luego por el natalicio de Mozart. Wolf Dietrich quiso hacer en la Roma germ¨¢nica una bas¨ªlica de mayor eslora que San Pedro. No lo consigui¨® pero entre ¨¦l y sus sucesores levantaron a orillas del Salzach un n¨²cleo de irradiaci¨®n art¨ªstica y cultural de perfil inolvidable.
Entrar en Italia por los pasos alpinos del Tirol es adivinar en el ambiente un ramalazo del aire mediterr¨¢neo que sube desde las riberas de la Venecia Julia y del V¨¦neto. En el rinc¨®n caliente y protegido de los cierzos n¨®rdicos del Alto Adigio, hoy conflictivo todav¨ªa, en su fricci¨®n de lenguas y de culturas, se encuentra Meran o Merano, residuo balneario de la ¨¦poca llamada ?bella? por la burgues¨ªa francesa, con sus aguas termales, su casino, la m¨²sica al aire libre, las alamedas famosas y el hip¨®dromo que frecuentaba el Emperador de Viena en las vacaciones. Los pasos de los Alpes eran caminos militares desde la ¨¦poca de los romanos, disputados y fortificados por invasores y defensores de toda laya. La tremenda guerra de los Treinta A?os que ensangrent¨® el suelo de Europa durante medio siglo XVII, asolando campos, ciudades, aldeas y cosechas en nombre de la dividida religi¨®n, hizo a nuestros arcabuceros y piqueros estar presentes en estas tierras como aliados de la Corte de Viena, buscando el paso hacia la rica Lombard¨ªa de los Visconti y los Sforza. La Valtellina es uno de esos largos pasillos castrenses cuyo dominio dio lugar a cuestiones diplom¨¢ticas complejas en las que la Corte de Madrid intervino activamente; hoy es un inmenso vi?edo alineado en las laderas del valle Adda en torno a un cintur¨®n de pueblos que acompa?an al r¨ªo hasta desembocar en el lago de Como. Quise probar el vino de la Valtellina, joven, un poco ¨¢spero, pero de recio cuerpo y jocunda vitalidad como eran seguramente los soldados espa?oles que mandaban Ambrosio Spinola y el Cardenal Infante.
Italia es un pueblo torrencial en su dinamismo, lo que se percibe al entrar en su convivencia cotidiana, sonora, ret¨®rica, ir¨®nica irresistible. Me dice un industrial de Mil¨¢n que los peque?os empresario del Norte son quienes mejor han resistido la crisis econ¨®mica a causa de su enorme capacidad de adaptaci¨®n, lo que les permiti¨® reconvertir producciones y orientarlas a la explotaci¨®n en breve plazo. Tambi¨¦n cree que el acuerdo parlamentario entre democristianos y comunistas abrir¨¢ el camino a un gobierno futuro de centro-izquierda que modernice la econom¨ªa y acabe con el caos administrativo y financiero de los grandes municipios.
Compro un libro de Montanelli de la admirable serie sobre la Historia italiana realizada con Roberto Gervaso que contiene siluetas literarias de personajes hist¨®ricos que influyeron decisivamente en la cultura de Europa. Leo las p¨¢ginas dedicadas a tres de ellos: Maquiavelo, Boccacio y el Petrarca. El secretario y consejero de Pr¨ªncipes del que escribi¨® Mantain que ?desde ¨¦l, la pol¨ªtica se considera como un simple asunto de cinismo inteligente, amoral y regido por las normas de la violencia y de la astucia?. Y el inventor de la novela europea moderna, Bocaccio, narrador insuperable en una lengua que acababa de nacer en la poes¨ªa, pero que hab¨ªa ya alcanzado la madurez necesaria para ser manejada en prosa y es el maestro del que se abrevan en siglos sucesivos, novelistas alemanes, franceses e ingleses, hasta los albores del romanticismo.
El protector y consejero del humilde y amargado Bocaccio era Petrarca, arist¨®crata, mundano, cult¨ªsimo en latines, tambi¨¦n del c¨ªrculo florentino, cuando Florencia, en pleno siglo XIV, era el Wall Street de Europa con sus ochenta bancos que prestaban sus dineros a Reyes, Papas y Emperadores. Pero fue en la Provenza, entonces capital de la cristiandad, donde el arbitro de la elegancia iba a descubrir la poes¨ªa l¨ªrica moderna a raiz de su encuentro con Laura, hija del Se?or de Noves, en la misa de Pascua de 1327, seg¨²n anotaci¨®n personal que existe en uno de los libros de su biblioteca. Despu¨¦s volvi¨® Petrarca varias veces a la comarca de Avignon, en la que viv¨ªa en contacto con la naturaleza, con un perro, dos sirvientes, un mont¨®n de libros y un bast¨®n. Buscaba la sabidur¨ªa de los paganos esclarecidos, la del clasicismo senequista y ciceroniano y del ambiente de campo como entorno vital. Fue el primer alpinista que subi¨® a los montes para admirar el paisaje y convertir aquella sensaci¨®n en un estado de ¨¢nimo.
Al volver de mi viaje por la autopista del valle del R¨®dano, convertido en los ¨²ltimos veinte a?os del gaullismo en uno de los ejes industriales m¨¢s impresionantes del poder¨ªo econ¨®mico y tecnol¨®gico de Francia, me detengo en Noves a pasar la noche. Tiene el lugar algo de paisaje de Valencia con m¨¢s arbolado y mayor variedad de especies. Es una inmensa huerta, con viveros, sementeras, frutales y cultivos de aspersi¨®n. Los predios est¨¢n definidos por cipreses, olivares, acacias y pinos. Hay una algarab¨ªa de p¨¢jaros que comienza al amanecer. ?C¨®mo ser¨ªa Laura de Noves, si realmente existi¨®? ?Qu¨¦ dimensi¨®n tienen los seres que desencadenan en el alud de los otros las grandes creaciones del esp¨ªritu humano?
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