Las elecciones municipales y la democracia
Miembro del comit¨¦ ejecutivo del PSPLa democracia es una forma de organizaci¨®n pol¨ªtica cuya instauraci¨®n y mantenimiento exigen un cuidado, un cultivo, preciso y entusiasta. Como apuntaba certeramente el profesor Aranguren en una ocasi¨®n en que predominaban consideraciones t¨¦cnicas (en el coloquio convocado por CITEP para estudiar las t¨¦cnicas y sistemas electorales y sus efectos pol¨ªticos, noviembre de 1976), la democracia, aparte de m¨¦todo para formar la voluntad general y organizar el poder, es, fundamentalmente, una forma de vida e, incluso, una forma ut¨®pica de vida, tomando el t¨¦rmino ut¨®pico en su sentido de estructura fundada en la esperanza y en la perfectibilidad de la sociedad y de la vida pol¨ªtica.
La condici¨®n para que la democracia conserve su excelencia, su indiscutible superioridad ¨¦tica, reside en que no se convierta en una mera t¨¦cnica pol¨ªtica (modo de obtenci¨®n de la voluntad popular y de organizaci¨®n del Estado), sino en que no pierda su contenido como modelo cultural y moral.
En el plano concreto, la superioridad de la democracia se basa en la disminuci¨®n de la distancia que separa a gobernantes y gobernados, al designarse lo m¨¢s directamente posible los primeros por los segundos y al ejercer sobre ¨¦stos el control m¨¢s estrecho y constante que quepa. La democracia pierde su carga ¨¦tica y, por consiguiente, parte de su eficacia como sistema organizativo, si no son combatidas la distancia y las situaciones olig¨¢rquicas de los representantes.
La imposibilidad pr¨¢ctica de la democracia directa en los grandes Estados hace inevitable la representaci¨®n y la existencia y desarrollo de esos mediadores entre los individuos y el Estado: los partidos pol¨ªticos. Desempe?an ¨¦stos funciones inexcusables que no es preciso enumerar aqu¨ª. Su existencia, reconocimiento, vigor y pluralidad son esenciales al sistema e irrenunciables para el mantenimiento y progreso ascendente de la cota democr¨¢tica alcanzada en Espa?a. Los representantes y las instituciones en que se encuadran -los partidos- viven una tensi¨®n entre su vocaci¨®n y funci¨®n de representar lo m¨¢s directamente posible a los electores y a la colectividad y la tendencia de cualquier grupo a constituirse en oligarqu¨ªa. Se trata, en este caso, de la tendencia olig¨¢rquica de los partidos ya se?alada por los primeros tratadistas de dichas, formaciones, Ostrogorski (1903), Michels (1911) y confirmada por los autores contempor¨¢neos, Duverger, Rae, etc¨¦tera. La tendencia al distanciamiento y los reflejos endog¨¢micos son denunciados como peligros a evitar por quienes desean fervientemente la pureza y vigor de la vida democr¨¢tica y proclamados como desviaci¨®n inevitable por los enemigos de lo que denominan partitocracia. En Espa?a, no se olvide, hemos estado sometidos durante unos cuarenta a?os a la denuncia del sistema de partidos. Es l¨®gico, pues, presumir que la cr¨ªtica haya calado hondo en un n¨²mero importante de personas, incluidas bastantes de buena fe. De ah¨ª la necesidad en que estamos de cuidar exquisitamente nuestro sistema representativo y de mantener muy viva una constante corriente de control por el elector sobre sus representantes. Necesario, tambi¨¦n, evitar -no solamente mediante normas, sino tambi¨¦n en pr¨¢cticas y usos- toda tendencia hacia la partitocracia. Como dec¨ªa Aranguren en la ocasi¨®n citada, desde su libertad de intelectual cr¨ªtico sin adscripci¨®n partidista, no es admisible salir de una dictadura personalizada para caer en manos de una oligarqu¨ªa dictatorial pluripersonal. La democracia es una forma de vida que tenemos que asumir plenamente, y esta asunci¨®n no se limita a actos peri¨®dicos de depositar una papeleta escrita en una urna. La soluci¨®n a la que apuntaba Aranguren no era formal, sino que convocaba a un esfuerzo de todos; mantener una relaci¨®n estrecha y constante entre representantes y representados.
Nuestro sistema pol¨ªtico se est¨¢ configurando ahora. Comenz¨® con el pie forzado de la ley de Reforma que esquiv¨® por la borda la ruptura. El Gobierno impuso un sistema electoral (el proporcional, con la regla de D'Hondt) que penalizaba a los partidos menores e incluso a las opciones ideol¨®gicas muy definidas; efecto al que se acumulaba. la bonificaci¨®n a las zonas rurales, supuestamente m¨¢s conservadoras y menos ilustradas pol¨ªticamente. En todo caso y, pese a estos condicionamientos, gran parte del electorado vot¨® a tendencias que, consideraba, correspond¨ªan a su voluntad, sea de cambio o ruptura, sea de reforma de lo existente conservando lo esencial de su contenido. Pero es de suponer que el elector no ten¨ªa la voluntad de conceder un cheque en blanco para que los estados mayores de los partidos alterasen, mediante negociaciones y, pactos, substancialmente el resultado de su opci¨®n. Ahora bien, ciertas tendencias desarrolladas en las Cortes (regla del secreto en la ponencia constitucional, acuerdos para la formaci¨®n de las comisiones, reglas sobre los debates, etc¨¦tera) permiten pensar que existe el riesgo de creciente separaci¨®n entre la voluntad del electorado y la actuaci¨®n de los partidos. Distancia que, de no ser atajada, favorecer¨ªa la cr¨ªtica de quienes son contrarios al sistema de partidos, de los enemigos de la democracia.
Si la democracia directa aparece como un imposible, si, a pesar de ello, crece en nuestra ¨¦poca la corriente a favor de la participaci¨®n lo m¨¢s directa posible (movimiento estudiantil, cogesti¨®n y autogesti¨®n en la empresa, movimiento ciudadano y de barrios, colectivos familiares, etc¨¦tera), en un ¨¢mbito concreto es imperativo disminuir al m¨¢ximo la distancia de la representaci¨®n: en el municipal. En efecto, la despersonalizaci¨®n d¨¦ la vida municipal, la delegaci¨®n excesiva en la gesti¨®n, la dificultad de imputar responsabilidades, favorecen el, descontrol y la irresponsibilidad de los gestores, y, a la postre, la indiferencia del ciudadano, que comprende que su voto no sirve para designar a quien administra en su nombre, sino que es un mero dato para fundamentar acuerdos entre los estados mayores de los partidos. Termina por concluir que las elecciones son una ficci¨®n jur¨ªdica. Crece en ¨¦l el desinter¨¦s, la indiferencia, el cinismo, la abstenci¨®n. En definitiva, se deteriora la credibilidad de la democracia.
Estos peligros exigen que prestemos una atenci¨®n preferente al sistema electoral que se haya de emplear en las pr¨®ximas elecciones municipales. Si deseamos que la vida pol¨ªtica sea genuina, si nos proponemos corno objetivo convertir en ciudadanos a quienes han sido hasta ahora s¨²bditos y meros contribuyentes, habremos de escoger un sistema en el que el electorado pueda decidir qui¨¦nes han de ocupar los puestos de responsabilidad y de mando en la gesti¨®n municipal. El alcalde debe ser elegido por el pueblo y no deber su cargo al acuerdo entre los partidos que hayan obtenido concejal¨ªas. Esto ¨²ltimo ocurrir¨ªa, por ejemplo, cuando el elector votase una lista, no cerrada, ni bloqueada, de concejales y el alcalde fuese cooptado entre los elegidos, de acuerdo con la estrategia y t¨¢cticas de los partidos, que introducir¨ªan en la operaci¨®n razones globales ajenas a la vida municipal.
En lo que se refiere a las grande; ciudades, los poderes y competencias del alcalde- presidente son tan amplios y de tanta repercusi¨®n econ¨®mica y social, qu¨¦ la responsabilidad debe ser directa. El ¨¦xito o fracaso en la gesti¨®n del titular deben ser valorados en una pr¨®xima elecci¨®n. El miedo a no ser reelegido por los ciudadanos, de fracasar o prevaricar, no debe quedar amortiguado por el conocimiento de que su partido, en alianza con otros, podr¨¢ manipular de nuevo la cooptaci¨®n. La confianza y aprecie de los ciudadanos encontrar¨¢n en la elecci¨®n de los cargos una forma institucionalizada de expresi¨®n, a la vez que la primera forma de control. Una elecci¨®n que eludiese o distanciase esta relaci¨®n entre elegido y electores convertir¨ªa en ¨¢rbitro de la vida municipal no ya a los partidos, sino precisamente a los miembros de las burocracias de los partidos. Caer¨ªamos en el reino de los hombres sin rostro, cuya proliferaci¨®n anuncia siempre la crisis, o, al menos, el declinar de la democracia, la p¨¦rdida de su superioridad ¨¦tica.
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