La "representaci¨®n" de la cultura
En los ¨²ltimos art¨ªculos he tratado del ?espect¨¢culo? de la pol¨ªtica y del instrumento legislativo de ¨¦sta como ?funci¨®n? teatral, cinematogr¨¢fica o, m¨¢s bien, televisiva, y hoy vamos a empezar a considerar a la cultura desde un punto de vista semejante. Es obvio que cultura y pol¨ªtica, lenguaje y toda suerte de comunicaci¨®n, en suma todo cu¨¢nto hacemos, se atiene a unas ?reglas de juego?, juego del lenguaje y de la comunicaci¨®n en general, reglas de la pol¨ªtica, reglas de la cultura. Impl¨ªcitamente nos referimos ya a las reglas del juego de la representaci¨®n esc¨¦nico-parlamentaria. Alfonso Guerra, con cuya idea de Mart¨ªn Villa estoy de acuerdo, no se ajust¨® a ellas, pues el Parlamento es el lugar donde -con medida: esto es muy importante- se ?parla? y hasta hay que ?parlamentar?. Lo que ¨¦l hizo no se puede hacer all¨ª, en aquel escenario. S¨ª, en cambio, aqu¨ª. Es una de las muchas razones por las que, personalmente, no querr¨ªa nunca ser parlamentario. Mas ?significa esto que pueda considerarme dispensado de todas las reglas convencionales? No. Imaginemos que una noche, en una cena a la que asisto invitado, sin haberlo podido ni sospechar, me encuentro, como comensal, a Mart¨ªn Villa. (Espero que eso no me ocurra, y no por puritanismo democr¨¢tico, sino simplemente porque una cena con comensales de ese jaez ser¨ªa para m¨ª muy poco estimulante o, para decirlo claro, completamente aburrida.) Naturalmente, tendr¨ªa que atenerme a las reglas de comportamiento del comensal, es decir, junto a las mani¨¨res de table, a las de cortes¨ªa, pues el papel de invitado es, salvando las distancias, como el de diputado, y como cualquier otro. Aquello de la ?autenticidad? existencial era exaltante, pero ten¨ªa mucho de m¨ªtico y, en definitiva, tambi¨¦n la llamada autenticidad es un ?papel?.La cultura tiene en com¨²n con la pol¨ªtica, a la que incluye, rasgos formales o, si se prefiere, estructurales, decisivos. (Aparte de que pueda haber -y no ha habido durante el franquismo- una ?cultura pol¨ªtica?; aparte de que haya siempre, m¨¢s o menos positiva y expresamente, una ?pol¨ªtica cultural?.y ahora nada menos que un Ministerio de la Cultura.) La cultura se atiene, como la pol¨ªtica, a unas reglas de juego y, tomada, como lo estoy haciendo aqu¨ª, no en el sentido antropol¨®gico primordial de la manera humana de hab¨¦rselas con la naturaleza, sino en el culturalista en el que suele emplearse corrientemente la palabra, requiere, igual que la pol¨ªtica, un escenario. Ese escenario -como tantas otras cosas- fue destruido en 1936. La repulsa y voluntad de erradicaci¨®n no ya s¨®lo de lo que hab¨ªa representado la extrema izquierda, sino de fen¨®menos culturales tales como la Instituci¨®n Libre de Ense?anza, la generaci¨®n del 98, el orteguismo, J. R. J., la generaci¨®n del 27, las culturas catalana, vasca, gallega, etc¨¦tera, produjo un vac¨ªo cultural que el hecho, anticultural por naturaleza, del franquismo era incapaz de llenar, ni siquiera con las adaptaciones del fascismo y del nacionalsocialismo, intentadas -y fracasadas- de la Falange ?aut¨¦ntica? (otra vez la palabreja). La fuerza de las cosas y la necesidad de revestir el ?escenario? con unos ?decorados? llev¨® al restablecimiento paulatino de la cultura anterior a 1936. Por una parte, los ?falangistas liberales?, Dionisio Ridruejo, Pedro La¨ªn, Antonio Tovar, se fueron volviendo progresivamente a aqu¨¦lla; por otra, representantes insignes de aquella cultura, con don Ram¨®n Men¨¦ndez Pidal a la cabeza, fueron siendo progresivamente aceptados -m¨¢s o menos a rega?adientes- por el r¨¦gimen. Se produjo as¨ª una extra?a, parad¨®jica y superficial simbiosis del Establishment pol¨ªtico implantado en 1936 y el Establishment cultural prefranquista; simbiosis vergonzante y de compromiso por ambas partes y que, claro est¨¢, no sirvi¨® sino para ornamentar al franquismo con una tenue superestructura cultural, a la que ni siquiera como ornato se dio por el Poder demasiada importancia.
Con la muerte del general Franco se consider¨®, por los representantes o actores de lo que hab¨ªa de llamarse luego la UCD, que hab¨ªa llegado la hora de montar la representaci¨®n de la pol¨ªtica democr¨¢tico-liberal; y, paralelamente, que hab¨ªa llegado tambi¨¦n la hora de montar la representaci¨®n cultural. (De ah¨ª que sea justamente en este momento cuando el Ministerio de Informaci¨®n -eufemismo para Propaganda, cuando no para espionaje y vigilancia- es reemplazado por el de Cultura.) En una ¨¦poca como la actual, de impregnaci¨®n politicista, superficial, s¨ª, pero que alcanza a todo, es comprensible que la cultura adopte formalmente el modelo pol¨ªtico y se modele conforme a ¨¦l. No s¨®lo los pol¨ªticos, tambi¨¦n los intelectuales, representan, representamos un papel y, con frecuencia, meramente lo representamos, repetido, repuesto, reeditado, importado y adaptado. Lo que se expende como ?cultura? es, muchas veces, en el orden material, mera conservaci¨®n del patrimonio cultural, en el orden acad¨¦mico, escol¨¢stica y ret¨®rica culturales, y en el de la ?innovaci¨®n?, padecido colonialismo cultural.
Cultura, pues, como representaci¨®n en el apropiado escenario -sala de conferencias, aula magna o m¨ªnima, seminario, laboratorio- y cultura como representaci¨®n o reposici¨®n -as¨ª, la cultura espa?ola establecida hoy no es sino la representaci¨®n de la cultura anterior a 1936, por la que se dir¨ªa no ha pasado el tiempo-. No es que yo pretenda resolver aqu¨ª, en dos palabras, el problema de la relaci¨®n entre la tradici¨®n y la originalidad o creatividad culturales, sobre el cual otro d¨ªa habr¨¦ de volver. Probablemente esta ¨²ltima es casi siempre el resultado de peque?as readaptaciones de una tradici¨®n en la que se inserta, conversaci¨®n de la repetici¨®n en r¨¦p¨¦tition, es decir, en ensayo de nueva interpretaci¨®n. Y por eso, en las ¨¦pocas de cultura cumulativa es verdad que cada cual es autor de sus modestos descubrimientos y tambi¨¦n que, en un sentido no peyorativo, ?cada maestrillo tiene su librillo?. No menospreciemos, por tanto, la continuidad en la labor de las escuelas culturales (de arte, de literatura, de filosof¨ªa, de lo que sea), pero evitemos su ca¨ªda en academicismos o escol¨¢sticas.
Con lo cual, y para volver al punto de vista en sentido amplio pol¨ªtico, que es el mantenido a lo largo de estos art¨ªculos, desembocamos en el problema de la funci¨®n propia de un Ministerio de Cultura. A mi juicio, ¨¦ste tendr¨ªa que reconocerse a s¨ª mismo, y ser reconocido por los dem¨¢s Ministerios; como totalmente independiente de ellos y, lo que es m¨¢s, de su ?pol¨ªtica?: m¨¢s ac¨¢ de ella, en cuanto conservador y administrador del acervo cultural espa?ol, es decir, de lo permanente frente a lo ef¨ªmero; y m¨¢s all¨¢ de ella, en cuanto fomentador de todas las innovaciones y aun revoluciones culturales, es decir, del futuro -de la cultura y, en definitiva de la pol¨ªtica establecidas- frente al presente. En suma, un Ministerio de la Cultura, tal como yo lo concibo, tendr¨ªa que ser el constante ?abogado del diablo? -de los disidentes y revolucionarios, de los heterodoxos y toda suerte de marginados- frente al Gobierno. El defensor del futuro y tambi¨¦n, como hemos dicho, del pasado, frente, al mero presente. La institucionalizaci¨®n en la medida en que es posible- a la vez, parad¨®jicamente, de la conservaci¨®n y de la cr¨ªtica.
O sea, dicho en el lenguaje de los pol¨ªticos, algo totalmente ?impol¨ªtico?, por no decir contrapol¨ªtico (contra la pol¨ªtica al uso, la pol¨ªtica au jour lejour de Su¨¢rez). S¨ª, mi idea de la cultura es, como mi idea de la democracia, ut¨®pica.
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