La M-30
De vez en cuando le conviene hacer al columnista una cr¨®nica municipal, parque eso tranquiliza mucho a los enemigos, y sobre todo a los amigos, que son los que m¨¢s se intranqullizan con los ¨¦xitos de uno:?S¨ª, no lo hace mal este chico, pero se ha quedado en cronista municipal.? Y el caso es que yo tengo gran respeto y admiraci¨®n por los cronistas municipales. ?Y por que no va a ser uno cronista municipal? En un mismo d¨ªa me han propuesto hacer un programa de televisi¨®n con Ira de Furstenberg, una comedia con Tennessee Williams y un programa de radio con Marisa Torrente y Michi Panero. ?Qu¨¦ soy yo, qui¨¦n soy yo, qu¨¦ rayos es uno? Pues, en la duda acoj¨¢monos a la cr¨®nica municipal, que siempre cabe la posibilidad de que Arespacochaga me llame a su seno, como a otros, y hete que va me veo sentadito en el Municipio, cobrando mi sueldo y devengando mis quinquenios. Ayer he dado una clase de sem¨¢ntica a unos chicos y he dirigido unas fotos a medias con Silvia Polakov, nuestra gran fot¨®grafo sovi¨¦tico-catalana. ?Es que uno va a tener que hacer de todo, es que uno hace de todo por que no es nada?
Juan Cueto, que ha dado a la cr¨®nica de televisi¨®n una dignidad propia de Umberto Eco, y que encima acaba de publicar Los helerodoxos aiturianos, habla ya de lo social, lo municipal y lo Umbral, y ese neutro, no s¨¦ si halag¨¹e?o o qu¨¦, me sit¨²a en el desasosegante plano de lo abstracto, de modo que, para salvarme en lo concreto, vuelvo a mi columna, cantada aqu¨ª el otro d¨ªa, y me quedo en cronista municipal, que ya dec¨ªa Ortega que Espana se arreglar¨ªa poniendo a cada uno por debajo justamente de donde est¨¢: yo de cronista municipal, un suponer, y Arespacochaga de guarda jurado enla Casa de Campo.
Cuando yo andaba de golfo de Baroja -Baroja me tomaba apuntes del natural-, la M-30 se ilamaba una cosa mucho m¨¢s bonita, Arroyo Abro?igal, y este nombre tercermundista y como pecuario le iba bien a aquel valle de l¨¢grimas, hogueras y gitanos, en cuya orilla m¨¢s lejana viv¨ªa yo con un infiernillo para calentar la leche, una m¨¢quina de escribir que es esta misma y poco m¨¢s.
De pronto, un d¨ªa, se llevaron a los gitanos, pisaron las hogueras, yo me vine a la Costa Fleming y a don Federico Silva Mu?oz le entr¨® la locura de amor de hacer all¨ª la Autopista de La Paz. Me parece que fue Silva. No quiero quitarle ni ponerle m¨¦ritos. Deb¨ªa ser, supongo, cuando los veinticinco a?os de paz. Pero como han tardado tanto en hacerla, la Avenida de la Paz se ha terminado ya casi en la guerra, y ahora se llama M-30, con una signatura funcional que no dice nada ni compromete su deslizante Mississippi de asfalto como realizaci¨®n-del-R¨¦gimen. Lo que pasa es que morimos muchos en la M-30.
Como yo no conduzco, siempre hay un amigo que se presta:
-Y adem¨¢s te voy a llevar por la M-30.
Pongo a bien mi alma con Taranc¨®n, me despido mentalmente de mis gatos y a viajar. He observado que las familias besan a sus ni?os y piden la bendici¨®n a sus mayores antes de aventurarse en la M-30 con el mismo temple explorador con que Miguel de la Quadra-Salcedo se aventura por el Amazonas con una balsa y su se?ora. La M-30, como es tan funcional, pasa cerca de alg¨²n cementerio, y tambi¨¦n he observado que algunos se quedan.
Las orillas amaz¨®nicas de la M-30 est¨¢n ilustradas de chabolas y rascacielos. Los chabolistas se quejan de que tienen que cruzar en un vuelo la autopista de la muerte. Menos mal que los pobres tienen esas alas de saco remendado que les llevan a todas partes. ??Verdad que vamos muy de prisa??, dice el amigo euf¨®rico que me lleva por la M-30. ?S¨ª, pero ?ad¨®nde vamos??. ?No s¨¦, pero ?verdad que vamos muy de prisa?? La M-30 es un cintur¨®n de muerte que le han puesto a Madrid, una autopista ca¨®tica, ce¨®tica y suicida.
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