Posiciones extremas sobre el divorcio
Notario y acad¨¦mico de Jurisprudencia y Legislaci¨®nSe avecina una reforma en profundidad de nuestro Derecho de familia. As¨ª se desprende claramente del proyecto de texto constitucional que se ha dado a conocer, y que requerir¨¢ una o varias leyes que desarrollen los principios program¨¢ticos que se inserten en la Constituci¨®n. Leyes, por otra parte, que seg¨²n han anunciado p¨²blicamente tanto el ministro de Justicia como el presidente de la Comisi¨®n General de Codificaci¨®n, se hallan en fase de elaboraci¨®n.
La reforma, conviene proclamarlo abiertamente, es necesaria y urgente. La normativa actual sobre todas, o casi todas, las instituciones que integran el derecho de familia es anticuada y obsoleta; se inspira en las concepciones sociales propias de la sociedad clasista y burguesa del siglo XIX, a las que responde, inequ¨ªvocamente, nuestro ya casi centenario C¨®digo Civil, y no es v¨¢lida, por consiguiente, para la Espa?a actual. La reforma es, pues, no s¨®lo necesaria, en tanto se quiera efectivamente que nuestra patria llegue a ser un pa¨ªs moderno y civilizado, sino, adem¨¢s, urgente. El inmovilismo que en este punto, como en tantos otros, hemos padecido durante los ¨²ltimos cuarenta a?os, s¨®lo interrumpido por las leyes de 24 de abril de 1958 y 2 de mayo de 1975, ambas dirigidas a mejorar, de un modo u otro, pero insuficientemente, la condici¨®n jur¨ªdica de la mujer casada, exige celeridad para que, cuanto antes, se remedien situaciones discriminatorias e injustas, que bajo ning¨²n concepto deben prolongarse m¨¢s. A esa inexcusable pasividad debe imputarse, por consiguiente, que una modificaci¨®n trascendental de nuestro ordenamiento jur¨ªdico haya de acometerse sin el reposo y el sosiego que hubieran sido deseables.
Evidentemente, la reforma del derecho de familia ha de ser obra de expertos. S¨®lo as¨ª ser¨¢ posible resolver acertadamente los innumerables problemas t¨¦cnicos que ineludiblemente lleva consigo. No se puede ignorar, sin embargo, que la reforma, al lado de su aspecto t¨¦cnico y por encima de ¨¦l, comporta repercusiones sociales muy hondas que han de afectar en lo vivo (a veces en lo m¨¢s vivo) al com¨²n de las gentes. Consecuentemente, no resulta de recibo que se lleve a cabo a espaldas de quienes, en definitiva, han de ser sus destinatarios, sin darles la oportunidad de manifestarse sobre cu¨¢les hayan de ser las soluciones fundamentales que, en definitiva, se adopten. Lo que exige, por supuesto, un a informaci¨®n previa, clara y objetiva.
Si hay un tema, de entre los que ha de abordar la reforma, sobre el cual la informaci¨®n deja much¨ªsimo que desear, ese tema es precisamente el del divorcio. A ciertos niveles, y especialmente a nivel oficial, se acusa una alergia marcad¨ªsima hacia la palabra misma. Se habla del divorcio de pasada, como con miedo, y, cuando no hay m¨¢s remedio, con toda clase de reservas que hacen temer, con cierto fundamento, que, al final, la cuestion se zanjar¨¢ con una f¨®rmula de compromiso que no resolver¨¢ el problema de fondo y dejar¨¢ insatisfechos a tirios y a troyanos. Por ejemplo, me llam¨® much¨ªsimo la atenci¨®n que el ministro de Justicia, al inaugurar el presente curso de la Comisi¨®n General de Codificaci¨®n, pusiese un ¨¦nfasis especial en la necesidad -indiscutible- de modificar nuestra lamentable disciplina jur¨ªdica referente a la filiaci¨®n extramatrimonial (todav¨ªa llamada ileg¨ªtima por el C¨®digo Civil) y, sin embargo, no hiciese la menor alusi¨®n al divorcio. No advirti¨®, por lo visto, la ¨ªntima conexi¨®n que existe entre las dos materias. Porque -y esto conviene decirlo si de verdad queremos que se tengan ideas claras al respecto- hay dos clases de hijos extramatrimoniales: los que tienen y los que no tienen una familia. Respecto de los ¨²ltimos, el derecho puede mejorar su ?status? jur¨ªdico, pero puede hacer muy poco para que su condici¨®n social mejore tambi¨¦n. Cuando el hijo tiene efectivamente una familia (legalmente irregular) el Derecho tiene en su mano, en cambio, facilitar el remedio definitivo, haciendo posible que su situaci¨®n familiar se regularice.
Maximalismo extremo
No es mi prop¨®sito comentar esta actitud reticente ni las razones ¨²ltimas a que obedece -por lo dem¨¢s bien f¨¢ciles de imaginar-, pues ello tendr¨ªa que ser objeto de otro comentario: lo que ahora me interesa subrayar es que tan nocivo (o m¨¢s) que soslayar el tema puede resultar plantearlo demag¨®gicamente. Si en sede de divorcio cabe hablar de ?derechas? y de ?izquierdas?, yo dir¨ªa que la demagogia de la izquierda no hace sino propiciar, y en cierto modo justificar, la demagogia de la derecha.
Viene esto a cuento de que, en ciertos medios, se propugnan, por lo visto, soluciones divorcistas de un maximalismo extremo y que obedecen a una fundamentaci¨®n, a mi ver equivocada, de la instituci¨®n misma. Una muestra de esta posici¨®n maximalista puede encontrarse en el editorial publicado por EL PA?S en su n¨²mero correspondiente al 10 de diciembre de 1977. En ¨¦l se alude a un supuesto proyecto de ley de divorcio remitido al Parlamento, que no se juzga satisfactorio porque no contempla el divorcio por simple consentimiento, y, en cambio, exige, para concederlo, la existencia de una situaci¨®n de separaci¨®n (legal o de hecho) entre los c¨®nyuges durante unos plazos que se estiman demasiado largos. Por a?adidura, al editorialista no le importa ?lo que diga el Derecho comparado?, entiende que ?es paternalista y pretencioso ponerle puertas al campo de la intimidad de las alcobas? y concluye que ?el divorcio, en suma, es un problema de conciencia de los ciudadanos que debe tener las menos limitaciones posibles?.
Todo el que me conozca sabe que yo soy cualquier cosa menos antidivorcista. Pero creo sincera mente que por ese camino -por el camino que se?ala el editorialista- no vamos a niguna parte. En primer t¨¦rmino, no se entiende ese desd¨¦n por el Derecho comparado (?despu¨¦s de tantos a?os de desprecio?); como si la patolog¨ªa matrimonial tuviera fronteras, y no fuese aprovechable la experiencia de otros pa¨ªses, precisamente cuando se trata de establecer una instituci¨®n que s¨®lo cuenta entre nosotros con el ya muy lejano precedente de la ley republicana de 1932. En segundo lugar, no se puede decir, sin degradar la instituci¨®n matrimonial, que sus problemas se centran ?en la intimidad de las alcobas?.
Porque si hay algo, precisamente, que urge cambiar es la imagen que se tiene del divorcio en este pa¨ªs. El divorcio no representa -no debe representar- una patente de corso para que las personas se casen y se descasen c¨®mo y cuando les venga en gana. El Derecho no puede ignorar que el matrimonio -en principio- ha de concebirse como uni¨®n permanente y estable. Lo que ocurre es que no est¨¢ en su mano conseguir que, efectivamente, lo sea. El matrimonio, ante todo, es una pareja que convive. Quiere decirse, por tanto, que si la convivencia se ha roto en t¨¦rminos tales que no es razonablemente presumible que la vida en com¨²n se reanude, la uni¨®n conyugal ya no cumple ninguna de sus funciones espec¨ªficas. Mantener un v¨ªnculo jur¨ªdico cuando ha desaparecido la situaci¨®n f¨¢ctica en que debe asentar su existencia es malo para los c¨®nyuges y peor a¨²n para los hijos, en tanto equivale a sancionar una ficci¨®n, la sociedad acaba por rechazar ¨¦sta, s¨®lo defendible en nombre de una moral hip¨®crita. El divorcio, en suma, no debe concebirse como medio para deshacer matrimonios, sino como el simple reconocimiento de que un matrimonio, por desgracia, ya est¨¢ deshecho.
Se dir¨¢, tal vez, que el matrimonio puede estar deshecho sin que los c¨®nyuges vivan separados. Cierto. No lo es menos, sin embargo, que la constataci¨®n de que ya no hay sociol¨®gicamente matrimonio o se apoya en datos objetivos, f¨¢cilmente comprobables, como la separacion, o, en otro caso, los jueces han de convertirse en inquisidores de vidas y conductas, lo que, obviamente, no parece aconsejable. Otra cosa es que se otorgue valor legal al convenio entre los c¨®nyuges dirigido a suspender la vida en com¨²n. Pero antes de que este convenio pueda convertirse en divorcio es conveniente que transcurra un plazo razonable. No s¨®lo para dejar abierta la puerta a una posible reconciliaci¨®n, sino porque es una medida de sana prudencia que quienes ya han fracasado en una experiencia matrimonial no puedan repetirla (para bien suyo, y, sobre todo, para bien de los dem¨¢s) sin un previo y necesario per¨ªodo de reflexi¨®n. Que la duraci¨®n de los plazos sea discutible (todos los plazos lo son) no tiene nada que ver con la filosof¨ªa del sistema.
Creo que s¨®lo aceptando esa filosof¨ªa cabe mantener sensatamente una postura divorcista y postular una ley de Divorcio, aplicable, por supuesto, a todos los espa?oles. Lo que hay que evitar, a toda costa, es que se consume el gran fraude. Que se distinga entre matrimonios celebrados antes o despu¨¦s de la nueva ley, o entre matrimonios can¨®nicos y civiles. All¨¢ los cat¨®licos con su conciencia y la Iglesia con su grave responsabilidad si se obstina en seguir manteniendo una actitud que es, al mismo tiempo, intransigente e inconsecuente. El Estado no puede exigir de sus ciudadanos que asuman irrevocablemente para toda la vida obligaciones que ellos mismos no saben si estar¨¢n en condiciones de cumplir. Lo que s¨ª se debe pedir al que se casa es que est¨¦ dispuesto a poner de su parte todo cuanto sea posible para que el matrimonio que contrae dure -en la realidad y no en los papeles- tanto como su vida misma o la de su c¨®nyuge.
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