El consenso
Cuando hace un par de semanas me decid¨ª a escribir sobre el anteproyecto de Constituci¨®n que se hab¨ªa hecho p¨²blico, no pod¨ªa sospechar que mis palabras iban a producir tan considerables efectos. Empec¨¦ a escribir -y as¨ª lo dije desde el principio- con muy poca esperanza; por cumplir una vez m¨¢s el inexistente lema de mi inexistente escudo: ?Por m¨ª que no quede?. En otras palabras, para no tener que avergonzarme un d¨ªa de haber cedido a mi personal desaliento y retraimiento, y haber callado.Pero ahora tengo que reconocer que la reacci¨®n de los espa?oles a estos modestos art¨ªculos prueba la vitalidad del pueblo espa?ol, el hecho esperanzador de que est¨¢ recobrando el uso de la libertad, de que a la larga no va a ser f¨¢cil manipularlo.
Si mi temple hubiese sido tan jovial como sol¨ªa, la risa me hubiese acometido no pocas veces en estos d¨ªas. Por ejemplo, cuando mi buen amigo Maurici Serrahima viene a decir que esta lengua que tan bien habla y escribe es ?m¨ªa? y ?no suya?; o cuando dedica un art¨ªculo entero a ?contestarme? sobre la autonom¨ªa de Catalu?a (que ni si quiera, hab¨ªa nombrado), sin decir una palabra sobre el tema del art¨ªculo ?comentado?. 0 cuando mi tambi¨¦n buen amigo Manuel Fraga, de tan amplios conocimientos, dice que no sabe a qui¨¦n movi¨® la Constituci¨®n de 1812, ya que dej¨® de ser vigente en 1814; como si hubiera sido ?abandonada ? por los espa?oles y no barrida por Fernando VII con extrema da violencia; lo cual ser¨ªa equivalente de decir que los principios de la Primavera de Praga no entusiasmaban a los checos, ya que ni siquiera pudieron resistir el vientecillo causado por los tanques sovi¨¦ticos. Tambi¨¦n tiene objetivamente gracia que se considere m¨¦rito de una Constituci¨®n su ambig¨¹edad, es decir, que pueda ser semillero de constantes disputas,. que no haya manera de saber si algo es anticonstitucional o no. O que se aplauda el hecho -aproximadamente incontrovertible- de que no le guste a nadie, ni siquiera a los miembros de la ponencia, como puede verse en las entrevistas publicadas en A BC. Pero lo m¨¢s interesante es queesto se interpreta como consenso. El diccionario lo define as¨ª: ?Asenso, consentimiento, y m¨¢s particularmente el de todas las personas que componen una corporaci¨®n.? ?De qu¨¦ corporaci¨®n se trata? ?Espa?a? Evidentemente no. ?Las Cortes? Tampoco. ?El Congreso de Diputados? Todav¨ªa no, y no parece que as¨ª vaya a ser. ?La Comisi¨®n Constitucional? No estoy seguro. Queda la ponencia. Entonces, habr¨¢ que decir: ?El consenso c'est nous, nosotros siete.? Mi idea del consenso es un poco m¨¢s amplia.
Creo que ya se ha evitado el peligro mayor: que funcionasen los automatismos, que casi nadie leyese el anteproyecto -los textos legales suelen ser aburridos y farragosos, y hay que contar con la pereza humana-, que se aprobase con alguna que otra enmienda secundaria. Esto ya no va a pasar. Son muchos los que han ido a buscar los peri¨®dicos o el Bolet¨ªn Oficial de las Cortes y han empezado a leer; son muchos -puedo probarlo- los que se han espantado o consternado. La Constituci¨®n va a ser examinada. Con esto me contento. He querido dar una voz de alarma para avisar de la extrema fragilidad del edificio constitucional. Que los t¨¦cnicos, los competentes, los juristas, los pol¨ªticos -no soy nada de eso: s¨®lo un ciudadano con inclinaci¨®n a pensar, capaz de equivocarse, pero no de enga?arse- se encarguen ahora de asegurar y mejorar lo que debe ser nuestra morada legal durante largo tiempo. Creo que el mejor camino para lograr un efectivo consenso no es atiborrar la Constituci¨®n de elementos inoperantes -como el ?excipiente? de los medicamentos- que, por no significar nada, embotan la atenci¨®n y la adormecen. Al contrario, en la Constituci¨®n no debe entrar m¨¢s que lo imprescindible, aquello que engendra efectos legales referentes a la estructura del cuerpo pol¨ªtico. e impide sus deformaciones. Y eso imprescindible debe ser inequ¨ªvoco, preciso, sin sombra de ambiguedad, clar¨ªsimo, comprensible no s¨®lo para los juristas, sino para todos los ciudadanos. Volver¨¦ sobre el ejemplo de las ?nacionalidades y regiones?. Es incontrovertible que la palabra ?nacionalidad? no ha tenido nunca en espa?ol la significaci¨®n que se pretende darle: la de una unidad pol¨ªtico-social de cualquier ¨ªndole, la de una ?subnaci¨®n?; es un t¨¦rmino abstracto, como lo ser¨ªa ?regionalidad?. Que esta palabra haya sido usada en los ¨²ltimos dos o tres a?os por algunos periodistas y por la llamada ?Platajunta ? (de breve y no muy gloriosa vida), no es raz¨®n suficiente para que se nos imponga tan impropia acepci¨®n, semillero de anibig¨¹edades pol¨ªticas. La palabra ?regi¨®n? me parece excelente; ha sido de uso constante durante m¨¢s de siglo y medio; fue usada en los estatutos de autonom¨ªa durante la Rep¨²blica; el presidente de la Generalidad declar¨® que era perfectamente aceptable. Pero tampoco es cosa de canonizar esta palabra, relativamente reciente en el uso a que me refiero (aunque siglo y medio es algo m¨¢s que un par de a?os). Antes se sol¨ªa decir ?provincias? -en un sentido mucho m¨¢s amplio que la divisi¨®n provincial de 1835-; es palabra que usaban Capmany y Pi y Margall, entre otros, y la denominaci¨®n usual de las provincias vascongadas y de ?las provincias? (valencianas). Pero hay otras posibilidades. Por ejemplo, ?pa¨ªs?. Es una palabra de ¨¢rea sem¨¢ntica muy amplia y no muy precisa -lo que en este caso es una ventaja. El diccionario la define: ?Naci¨®n, regi¨®n, provincia o territorio.? M¨¢s que ?vaga?, es una palabra estrictamente circunstancial, cuya significaci¨®n es concretada por el contexto. Aunque no es muy antigua en espa?ol, se remonta al sigloXVII; se usa ampliamente ?Pa¨ªs Vasco? (adaptaci¨®n sin duda de Pays Basque, pero que ya ha adquirido vigencia en el uso espa?ol, y que los vascos aprueban). Aunque es t¨¦rmino muy reciente, y creo que no muy afortunado, se dice con frecuencia ?Pa¨ªs Valenciano?. Los catalanes usan en los ¨²ltimos tiempos la expresi¨®n els Paisos Catalans, pero es curioso que rar¨ªsima vez llaman ?pa¨ªs? a la propia Catalu?a, lo cual deja flotando un tufillo ?imperialista? en aquella denominaci¨®n, que a veces inquieta a los vecinos. ?Por qu¨¦ no decir ?pa¨ªses? cuando se preifiera no decir ?regiones?? Y, por supuesto, lo mejor es siempre el nombre de cada comunidad: Catalu?a, Navarra, Arag¨®n, Galicia, Andaluc¨ªa, Castilla, Asturias... Y, por supuesto, Espa?a como nombre com¨²n, de la naci¨®n entera (nombre que no se deber¨ªa tomar nunca en vano).
Tengo hace muchos a?os en mi biblioteca un interesant¨ªsimo Diccionari catal¨¢-castell¨¢-llat¨ªfranc¨¦s-itali¨¢, por una sociedad de catalans (Barcelona, 1839, dos vol¨²menes). ?C¨®mo se definen estas palabras en la tradici¨®n catalana? As¨ª: ?Naci¨®. Lo conjunt dels habitants de alguna provincia, pa¨ªs o regne.? ?Nacionalitat. Particular afecte ? alguna naci¨®, o propietat de ella.? ?Regi¨®. Extensi¨® de terreno major o menor, que sols pod determinarse segons los casos en que se usa aquesta paraula; pero sempre se enten extensi¨® gran.? ?Pa¨ªs. Regi¨®, territori.? Es decir, que lo ¨²nico que no puede decirse es nacionalitat. Siento tener que decir estas cosas: no debiera ser necesario. A la hora de hacer una Constituci¨®n hay que despojarse del partidismo, de los puntos de vista particulares -aunque sean l¨ªcitos-, de las preferencias. Hay que hacer una ley que sirva para regir nuestra naci¨®n y que dentro de ella convivan los pa¨ªses o regiones, las provincias, los grupos sociales, los partidos, y, por supuesto, los individuos, los hombres y mujeres. Si se establece una Monarqu¨ªa, no hay que retacearla y disminuirla, sino darle el m¨¢ximo de eficacia, dignidad y prestigio; asegurar que cumpla la Constituci¨®n y que pueda hacerla cumplir. Si se establecen autonom¨ªas, han de ser generosas, inteligentes, responsables, eficaces, no una feria de vanidades o una nueva versi¨®n de los reinos de taifas. Hay que definir con rigor las l¨ªneas maestras de nuestra vida pol¨ªtica, de manera que se pueda gobernar con eficacia y-que no se pueda abusar del poder. Hay que conservar la plena funci¨®n de las magistraturas e instituciones, de modo que cada una de ellas pueda alcanzar un m¨¢ximo de rendimiento y no pueda invadir a las otras.
Hay que superar esa suspicacia aldeana que considera al Gobierno -no digamos al Rey- como un ?enemigo? al que hay que ?reducir? todo lo posible, al que hay que ?oponerse?. Esto es rid¨ªculo. En una democracia, la oposici¨®n colabora con el Gobierno, lo apoya, le exige gobernar. Cuando llega la hora de las elecciones -y no antes, no en todo tiempo- intenta conquistar el poder, y entonces extrema sus cr¨ªticas para defender su propia propuesta y ganar la opini¨®n; pero aun esto es un juego -en serio, claro es-, llevado deportivamente y sin que deba suponer enemistad real. En cuanto al Rey, su misi¨®n capital es la de estar por encima de esas luchas, acatado y respetado por unos y por otros, y as¨ª hacer posible el cambio y la innovaci¨®n, con mucha mayor amplitud que en las formas pol¨ªticas en que el Jefe del Estado es un hombre de partido y, por tanto, ?pertenece? (o al menos ha pertenecido) a una de las fracciones que contienden.
Esta es, si no me equivoco, la v¨ªa hacia el consenso. Si la Constituci¨®n no inspira respeto, admiraci¨®n, entusiasmo, la democracia no est¨¢ asegurada; si provoca desencanto o repugnancia, si se la propone sin convicci¨®n y con la conciencia intranquila, si se la acepta por imposici¨®n o como resultado de un trato no confesado, se ahoga al nacer una espl¨¦ndida posibilidad espa?ola, a la que estoy asistiendo desde hace algo m¨¢s de dos a?os con vigilante asombro.
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